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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una habitación rosa

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Me encantaban las Barbies. No tenía muchas, eran caras y demasiado estadounidenses para mi casa. Quería como loca la Barbie corazón, pero nunca la tuve. Sí, en cambio, una de pelo castaño que me parecía especial y creo que la única a la que mi hermana y yo no cortamos el pelo y dejamos desnuda, con la cabeza vuelta 180° hacia atrás, en el tétrico cementerio en el que se convertía el cajón de juguetes cuando se pasaba el furor. Barbie no me parecía moderna ni me enseñó a ser una mujer de recursos, ni a comprarme mi propia caravana, ni mi propia mansión, ni a tener un trabajo independiente, ni a llevar un maletín y unas gafas de montura negra cuando la cosa se ponía seria. A mí me gustaba Barbie porque era rosa, tenía unos rizos a tenacilla que me fascinaban y porque llevaba tacones y ropa con volantes que jamás había visto en la vida real. Y porque era una adulta y entonces yo podía jugar a serlo.

Esta querencia por la muñeca de Mattel no se puede contar muy alto. O hasta ahora no se podía. Decir en determinados ámbitos que te gustaba la Barbie equivalía a ser frívola, a justificar el heteropatriarcado y la tiranía de la belleza (salvo que fueras un hombre al que le gustaban las Barbies, que entonces tenía otras connotaciones). Decir que te gustaba jugar al fútbol, odiabas las muñecas y el color rosa y tenías muchos más amigos que amigas te sitúa inmediatamente en el equipo de las mujeres feministas; curioso porque esta línea argumental, la de que todo lo que se asocia con lo masculino es más importante y mejor es cansina. Y peligrosa —a partir del 23 de julio aún puede serlo más—. Este mes publicábamos en la web de S Moda un texto de Ianko López en el que analizaba por qué un hombre con falda sigue provocando escándalo o perplejidad. Les doy la respuesta: la falda es una prenda de mujeres. En fin.

Mi amiga Delia tenía un blog allá por los Y2K llamado La mujer objeto. En él reseñaba gadgets tecnológicos. Para poder contactar con ella a través de su blog pionero en reportear sobre hardware había que contestar una pregunta: “¿Es el rosa un color estúpido?”. Ya podías contestar que no, porque si la respuesta era afirmativa jamás llegarías a ella. La clase de filtro que me interesa.

Me agota el prejuicio absurdo de que si a una le gustan lo que se conoce, despectivamente casi siempre, como “cosas de chicas” vive abducida por un sistema opresor (lean el maravilloso texto que escribió Alana Portero en S Moda titulado: ¿Qué tienen de malo las cosas de chicas? Cómo lo trans nos enseña a ignorar la mirada patriarcal). Dirijo una revista que lleva la palabra moda en la cabecera y nos pasamos la vida intelectualizando algo tan sencillo como vestirse para demostrar que la moda es una representación de la creatividad, de la cultura y de la sociedad de nuestro tiempo, un termómetro de la actualidad, una oportunidad reivindicativa y una industria con millones de puestos de trabajo y beneficios ingentes también. La moda es todo eso, sí. Pero a veces es solo una diversión, una frivolidad, un capricho. Algo que no necesita de análisis, sino de una entrega disfrutona y alocada.

Cuando esta revista esté en sus manos ya sabremos lo que ha hecho Greta Gerwig con Barbie, cómo ha resuelto el caso de la muñeca que puede ser la mujer más independiente y desprejuiciada del universo de los juguetes o un subproducto del deseo masculino neocapitalista. En realidad, como cuenta en estas páginas a Ana Fernández Abad, ni la propia directora sabía qué pensar. Por eso Gerwig rodó esta película, para situar a esa muñeca que anhelaba tener de pequeña en el lugar más humano imaginable: la contradicción.

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