Un ‘porridge de canela y miel’
Me despierto en el hotel, son las seis de la mañana. La luz ya entra por la ventana, no hay cortinas. Al otro lado, Hyde Park. Tengo un avión que coger, así que me apresuro a vestirme, a pesar de que el ligero trasnoche del día anterior me pide pasar, al menos, un par de horas más disfrutando de la perfectísima firmeza de la almohada en mi habitación de The Wellesley, este hotel en Knightsbridge en el que me hospedo religiosamente siempre que visito la capital británica, pues nada fideliza más que percibir la confortabilidad de un hogar entre cuatro paredes que no te corresponden.
Todo me gusta de Londres: el día menos pensado cambiaré Chamberí por South Kensington y reharé mi vida entre quesos de acento británico. En Londres ya viví hace unos años, en una etapa posadolescente de precariedad económica durante la cual sobreviví gracias a una india que almacenaba en casa arroz en bolsas de 10 kilos y me enseñó a cocinarlo como pautan los cánones hindúes: desde entonces, el arroz no se me ha vuelto a pasar (al menos, no en el sentido literal). Quizás es por eso que, en mis visitas “adultas’’ a la ciudad, ponerme al día con mi gente en lugares donde se pueda compartir un mínimo comentario al respecto de lo que se sirve en la mesa —aunque sea un bollo de canela, como el que devoré con mi amiga Juana en Layla, una de las cafeterías de moda en Ladbroke Grove— me hace, además de ilusión, sentir partícipe de lo que se cuece en la ciudad, esta vez, también en sentido figurado.
Imagino que es la misma razón por la cual, cuando visitamos un lugar que no nos pertenece, acudimos a los brazos de nuestros contactos locales en busca de esas recomendaciones que nos hagan sentir protagonistas y no espectadores de la función. Ese mismo día, también había quedado con Rejina en Big Jo, una cantina en Hornsey, norte de Londres. El lugar es conocido por una férrea ética en lo relativo a la producción de alimentos (“Nuestro sistema no es perfecto, pero tratamos de proporcionar soluciones que beneficien a los humanos, los animales, el suelo y los ecosistemas’’, reza su ideario) y donde pude disfrutar de un maravilloso plato de verduras asadas sobre una mesa sencilla cuya ubicación dentro del local, a continuación de la puerta de entrada que no paraba de abrirse con la llegada de nuevos comensales, me hizo pensar que sería mejor comer con el abrigo puesto. Incluso el inconveniente de tener que comer envuelta en lana aportó un deseado matiz costumbrista al encuentro: nada como tener algo de lo que quejarse para sentirse en casa.
Esa misma noche, la última antes de volver, pude asistir a una cena con amigos organizada por mi amiga Sophie en su casa con motivo de Acción de Gracias. Disfrutar de pavo al horno con gravy y salsa de ciruelas, puré de patatas, cornbread y pastel de calabaza en el salón victoriano de mi amiga, fue otro de esos episodios que me vincularon al lugar de una manera especial, haciéndome sentir partícipe de una maravillosa rutina que hubiese deseado no tuviese un final ya pautado por el vuelo temprano del día siguiente, ese que me arrancó de los brazos de mi almohada perfecta. Ya es por la mañana. Bajo a desayunar. Pido porridge, que está en la carta, y les doy un par de indicaciones para que personalicen la preparación: “Media cucharada de canela y media cucharada de miel, por favor. Así es como lo tomo en casa”. Al final, no hay mayor hogar que la rutina que uno diseña para sí mismo.
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