Silencio, se lee
El 24 de octubre es el Día Internacional de la Biblioteca. La Nacional de España guarda lugares secretos dignos de una novela de época.
Más allá del sigilo, las bibliotecas son un lugar de miradas cómplices por encima de libros y conversaciones furtivas en las esquinas. También en bibliotecas, como la Nacional, Carmen Martín Gaite describía a mano, en cuadernos, a sus personajes, inspirándose en los opositores que allí estudiaban.
La Biblioteca Nacional de España (BNE) impone a simple vista. Ese frío edificio neoclásico del Paseo de Recoletos de Madrid alberga la calidez de los anales de nuestra literatura. Los ejemplares que hasta allí llegan quedan a salvo gracias a más de 1.100 personas que trabajan a diario para clasificarlos, mimarlos y crear redes sociales que informan sobre sus contenidos. «La BNE, la institución cultural más antigua de España, es un lugar de innovación y debe convertirse en un espacio abierto y accesible a todo el mundo a través de la tecnología», afirma su directora Gloria Pérez-Salmerón.
De hecho, a la una en punto presenciamos en directo la entrada de una furgoneta hasta el epicentro del edificio. Entre seis chicos la descargan colocando las cajas de libros en palés y los meten a toda prisa jaleándose entre ellos como si estuvieran corriendo un encierro de San Fermín. ¿Alguien podría imaginar que esta es la manera de introducir las obras en la Biblioteca Nacional? Pues así sucede, contrastando con los silencios sepulcrales que se avecinan en el resto de espacios.
Una amalgama de pasillos, como un hormiguero perfectamente organizado, conduce a cada uno de los departamentos. Están estructurados de tal modo que solo alguien que lleva años trabajando allí lo puede conocer. Perderse en este edificio es una aventura fascinante. La sensibilidad se encuentra en los detalles que pasan desapercibidos. Por ejemplo, una curiosidad en la que pocos se fijan: cada vez que se otorga un Premio Cervantes, la propia institución pregunta al nuevo premiado qué pintor le gustaría que le hiciera un retrato. Ponen en contacto al artista y al literato y el resultado de ese encuentro está colgado en las paredes de la biblioteca: una galería de arte que expone los rostros más importantes de nuestra literatura. Y lo mejor: para verla solo hay que llegar, posar frente a la cámara en recepción, conseguir un carnet de lector en el momento y entrar.
Detrás de lo visible comienza otra experiencia. Abres una puerta y te encuentras la zona de restauración de libros. Instrumentos de otros tiempos se mezclan con aparatos dignos de las instalaciones de la NASA, incubadoras, secadoras industriales… «Todas las máquinas e instrumentos que hay se utilizan, no son de atrezo», explica Marisa desde su mesa de encuadernación, «cada una tiene uso diario». Se levanta de la silla alejándose de su bosque de pinceles y se dirige a la zona de las telas. Es un atelier que podría pertenecer a una modista de otra época, pero es el lugar donde se almacenan las telas enrolladas con las que encuadernan los tomos. Predomina el lino, aunque en los cajones donde Hannibal Lecter podría guardar sus trofeos se encuentran las distintas pieles y cueros de colores esperando ser forros algún día. De ahí saca Elena una azul, la corta como si fuera una experta violinista y se acerca al armario de la pared. En él, cada cajón tiene impreso un nombre propio «son todas las personas que han pasado por este departamento a lo largo de los últimos años. Hemos puesto sus nombres a las distintas tipografías de hierro que utilizamos para las solapas», dice mientras usa una. Solo falta música de fondo, una sinfonía de Dvorak.
Mirta Rojo
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