De las túnicas de Georgia O’Keeffe a las pajaritas de Hockney: ¿por qué los artistas visten diferente al resto?
Práctico, reivindicativo o meramente estético, la mayoría de los artistas utilizan su estilo para crear un uniforme que los diferencie del resto de los mortales y hable por ellos casi tanto como su obra. Un libro analiza su peculiar relación con la ropa.
«Desprenderme de las prendas es muy difícil. Representan el trauma, el fracaso, la decepción. Mi ropa, especialmente la interior, es una fuente de sufrimiento porque esconde una herida intolerable». Louise Bourgeois escribía frecuentemente en sus diarios sobre sus prendas. Para ella evocaban los recuerdos sobre los que después construiría su obra artística. De hecho, una década después de su muerte, en su apartamento de Manhattan se conservan intactos sus percheros: una camisa blanca con la palabra ‘maternidad’ bordada, varios collares de perlas, abrigos de piel y, por supuesto, decenas de piezas de Helmut Lang: en sus últimas dos décadas de vida, Bourgeois solo vestía con los sobrios diseños del diseñador austriaco. «Para ella la ropa era una extensión de sí misma y de su trabajo», explica el editor de moda Charlie Porter, autor de What Artists Wear (Penguin), un ensayo que trata de la peculiar relación de los artistas con la indumentaria. Porque, salvo honrosas excepciones, el diseñador de moda suele vestir de forma anodina, como si quisiese separar vida y trabajo, mientras el artista, en muchos casos, suele lucir un estudiado uniforme que no solo lo cataloga como tal a simple vista, sino que también habla de forma implícita de sus obsesiones y hasta de su obra. «La idea del libro se gestó tras ver una fotografía de Agnes Martin con una especie de uniforme de trabajo de dos piezas acolchado, exactamente igual que el que diseñó Craig Green hace un par de años. Es como si el tiempo hubiera colapsado», cuenta Porter.
No es que los grandes artistas sean también unos visionarios de la moda; su forma de aproximarse a la indumentaria es algo mucho más complejo. «Durante el siglo XX, el arte fue convirtiéndose en una experiencia viva, y los artistas comenzaron a ser vistos como el centro de su trabajo, un poco como su ‘mejor obra’; por eso muchos, conscientes o no, fueron creando su uniforme, un modo de ser reconocidos (y reconocibles) y, al mismo tiempo, de trasladar sus motivaciones». Las hay, como Yayoi Kusama, que traduce de un modo casi literal su estilo artístico a su armario. Otras, como la propia Martin, los petos vaqueros de la escultora Barbara Hepworth y Picasso y su camisa de rayas, que, como explica Porter, «crearon su propia ropa laboral en un oficio, el de artista, que está libre de cualquier restricción indumentaria». Pero también los que codifican su estilo en base a propósitos un poco más complejos.
Los colores con los que se viste David Hockney van a juego con la gama cromática de sus pinturas, pero expresan algo más, «su necesidad de expresarse como queer y libre en la California de los sesenta, viniendo de una provincia británica reprimida y de una familia con pocos recursos», expone el autor. Jean-Michel Basquiat terminó desfilando para Comme des Garçons en París porque, aparte de ser el epítome del artista-celebridad , su imagen casaba con la entonces subversiva filosofía de la enseña japonesa: vestía con trajes cuidadosamente desarrapados, mezclando segunda mano y prendas de firma para significar que el lujo era algo muy distinto a lo socialmente establecido. En el extremo opuesto están Gilbert & George, cuyos anodinos e idénticos trajes marrones los convierten en esculturas vivientes. Y Cindy Sherman, famosa por autorretratarse disfrazada de distintos arquetipos sociales femeninos: «Nos intercambiamos correos electrónicos con la excusa del libro, y me contaba que la mayoría de su trabajo empieza eligiendo la ropa. A partir de la que va encontrando suele imaginar la narrativa del personaje», explica Porter.
En lo que respecta a las artistas femeninas, hay un uniforme más o menos recurrente: las prendas tradicionales del armario masculino. Sea para expresar libertad en el género (Frida Kahlo), jugando la carta de la comodidad y el pasar desapercibida para dejar que la obra hable por sí misma (Jenny Holzer) o por una obsesión con los colores y las formas, como la de Georgia O’Keeffe, siempre de un holgado y pulcro blanco y negro, que con los años fue depurando su armario hasta solo vestir túnicas de un por entonces emergente Yohji Yamamoto.
Porque puestos a llevar una etiqueta, que sea la de Yamamoto, la de Helmut Lang, la de Comme des Garçons y todas esas firmas que propugnan salirse del canon estético imperante. Ya decía otra artista, la pintora y escultora Louise Nevelson, que para ser tenido en cuenta en este ámbito, «había que aparentar estar por encima de la edad, del lujo convencional y de la ‘típica idea de arreglarse». En definitiva, no es lo mismo vestir moda de autor que vestir moda de artista.
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