Carey Mulligan: cómo salvarse de la quema en Cannes
La actriz británica sale catapultada de su paso por el festival, que ayer inauguró una histérica (y mal acogida) adaptación de ‘El Gran Gatsby’
Inaugurar Cannes puede ser una arma de doble filo, catapultar carreras vacilantes como hundirlas con sadismo indudable. Carey Mulligan pareció ayer quedar a salvo de la segunda opción. La actriz británica de 27 años, heroína de la versión orgiástica de El Gran Gatsby con la que Baz Luhrmann inauguró ayer Cannes, quedó al margen de la pequeña catástrofe protagonizada ayer por la película, que desde el primer pase de prensa no logró generar nada más que indiferencia. Si a alguien le gustó la película, debió de expresarlo para sus adentros. Al final de la proyección matinal, solo un par de aplausos residuales se mezclaron con otros tantos pitidos desganados.
Las escasas muestras de empatía fueron para el reparto de la película, con Mulligan a la cabeza. La actriz logra dotar de pálpito y delicadeza a este histérico festín de amores truncados, avidez desmedida y hip hop anacrónico. Su Daisy Buchanan no ha convencido de forma unánime (la revista US Weekly sostuvo que «fracasa al encarnar el encanto y la sofisticación del personaje»), pero por lo menos ha salido ilesa del accidente. No hubo actriz hollywoodiense rondando la treintena que no luchara por su papel. Natalie Portman y Keira Knightley lo deseaban. Amanda Seyfried fue finalista para obtenerlo. Y Rebecca Hall incluso participó en los primeros ensayos, antes de ser sustituida por la actriz británica de 28 años, que a su vez acababa de ser descartada en la fase final del casting para convertirse en Lisbeth Salander en el Millenium de David Fincher. ¿Sueca, anoréxica y bisexual? Tal vez quedara demasiado lejos de lo que Carey Mulligan sabe hacer mejor. Y así es como Daisy Buchanan terminó en sus manos.
No está mal para una autodidacta que decidió convertirse en actriz tras ver a Kenneth Branagh en el teatro. Después pidió consejo a Julian Fellowes, el creador de Downton Abbey, que le desaconsejó la interpretación. «Me dijo que haría mejor en casarme con un abogado», afirma Mulligan. Tras su papel revelación en Una educación, con guión de Nick Hornby, fue la hija de Michael Douglas en Wall Street 2 (junto a su ex, Shia LaBoeuf). Después compartió pantalla con Michael Fassbender en Shame (cuyo desnudo frontal la liberó de complejos sobre su físico, según dijo a The Guardian y con Ryan Gosling en Drive, donde logró hacerse con un papel pensado para una mujer hispana por insistencia y entusiasmo.
La historia se repitió con El Gran Gatsby. Mulligan ni siquiera había leído el libro de F. Scott Fitzgerald. «Solo sabía que transcurría en Nueva York en los años veinte», recordó ayer. Pero no dudó en empaparse del personaje con esfuerzo estajanovista. «Baz me hizo leer seis biografías de Zelda Fitzgerald y organizó un viaje a Princeton donde hablé con especialistas en el escritor», relataba ayer Mulligan en la rueda de prensa. La actriz prefirió explorar otro camino, centrándose en la correspondencia entre el autor y uno de sus semidesconocidos amores de juventud, Ginevra King, de quien insertó fragmentos en sus diálogos para crear un nuevo híbrido que Mulligan compara, a la manera del director, con épocas menos lejanas. «Se siente como si viviera en una película sobre su propia vida. Siempre está actuando, como si estuviera en su propio show televisivo. Es como una Kardashian», dijo en el Vogue estadounidense, que le dedica su última portada.
La actriz también aprovechó su paso por Cannes para marcar estilo. Por la mañana, con un jumpsuit de escote convexo de Alexander Wang para Balenciaga, con el mismo maquillaje mortecino que exhibió en la gala del MET. Y, al anochecer, pese a una lluvia considerable que malogró la primera alfombra roja, con un Dior rosa pálido que remitía a la elegancia de las primeras invitadas del festival, allá hacia finales de los cuarenta. Tras el estreno, el equipo se dirigió a la fiesta de la película, que no fue acogida por un palacio art déco, sino orquestada en el techo de un parking del puerto antiguo. Ya habían advertido los más observadores que este sería un Cannes low cost.
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