Angélica Liddell: «Soy una hooligan, una salvaje»
Dramaturga, directora, actriz. Angélica Liddell (1966) es un hambriento animal escénico que lleva más de 20 años sobre las tablas. Los devotos de esta española, que encabeza la vanguardia europea, le rezan con aplausos de media hora por escupir los tabúes que pocos se atreven a decir. Desde que en 2010 revolucionó el Festival de Avignon con La casa de la fuerza (producción de cinco horas que habla de soledad, humillación y frustración), en Francia la aman y esperan con alfombra roja.
En España, la obra le ha valido el último Premio Nacional de Literatura Dramática, y el 2 de agosto le otorgarán el León de Plata de la Bienal de Teatro de Venecia «por su teatro de resistencia». Será en esta ciudad donde, el 8 de agosto, represente El año de Ricardo, en medio de una gira que ha despertado grandes titulares en periódicos nacionales e internacionales como Le Monde o Le Figaro. En el escenario, Angélica es una fuerza titánica que refleja la gran fragilidad del ser humano. Execra sin pudor y grita con una voz dolorosamente poética. Por supuesto, no es apta para todos los públicos. «Yo no hago teatro para todo el mundo. Nadie lo hace. Ni siquiera El Rey León lo es. Hay personas que jamás irán a ver esos animalitos y otras que nunca vendrá a verme a mí. Por eso me parece legítimo que alguien se levante y se vaya en mitad de mi trabajo».
La artista huye de los reconocimientos públicos, evita ir a recoger premios y confiesa que no va al teatro para no encontrarse con la gente en los patios de butacas. «Tienes que aguantar muchas estupideces y me aburre. Ser antisocial es una manera de entender el mundo. Significa no compartir la idea de la comunidad». El 4 de octubre regresa a Madrid, donde siempre agota localidades, con Todo el cielo sobre la tierra (El síndrome de Wendy) en el marco del Festival de Otoño a Primavera.
Angélica lleva vestido de gasa sin mangas de Sportmax.
Pablo Zamora
Eligió su apellido por Alice Liddell, inspiradora de Alicia en el País de las Maravillas. Y ha estrenado en Avignon El síndrome de Wendy (protagonista de Peter Pan). ¿De niña le contaban muchos cuentos?
Con 10 años leía Napoleón en Egipto, El estrangulador de Boston, Interviú y revistas porno mientras otros se entretenían con historias para niños. Mi ídolo era María Antonieta. Y su biografía es lo que más veces he leído en la vida. Quiero recuperar la infancia perdida. Me ha llegado la hora de los cuentos, pero están pervertidos. En esta obra me he rodeado de juventud y belleza con tres Peter Pan que hablan de la pérdida de la juventud.
¿Su familia va a ver sus obras?
Qué va. Para gran parte de ellos soy una auténtica payasa. Tienen sus vidas, sus familias, sus casas con chimeneas de fuego artificial, sus hipotecas, sus planes de pensiones… El hombre medio es terrible. Lo conozco bien porque yo provengo de la clase media baja española y es deprimente.
¿Por eso se refugió en la escritura?
Pues sí, era una manera de rebelarme. Que la niña leyera mucho era extraño. Me llevaban al psiquiatra para que no fuera más rara de lo normal. Pero basta que quisieran poner freno a eso para que me entraran ganas de leer y escribir más.
¿Cuándo supo que podría dedicarse al teatro?
Empecé haciéndolo en la calle, pero hace cinco años me di cuenta de que tenía un sentido. La marginalidad y la precariedad es una estrategia perversa para mantener a algunas compañías en la periferia. Cuando te enfrentas a la presión de un gran teatro o a un público desconocido, encuentras el sentido de tu trabajo y eso, a su vez, se lo da a tu vida. Al llegar a ese punto empiezas a disfrutar y no trabajas con la sensación continua de querer abandonar. Yo he querido dejarlo muchísimas veces.
¿Y desde hace cinco años no le sucede?
Sí, pero porque me mato a trabajar para que no me vuelva a pasar. He aprendido a vivir en el escenario y me he vuelto torpe para la vida.
¿Es más usted sobre las tablas que en la calle?
Inevitablemente. En el escenario me quito máscaras y velos, y rompo el pacto de la hipocresía social. En la vida hay que ser falso constantemente porque, si no, iríamos con unas pistoleras en las caderas. El teatro es un acto de profunda libertad donde me siento libre para decir lo que siento. La careta me la pongo cuando salgo del escenario. Ahí es donde empiezo a fingir para sobrevivir. Uno solo puede existir socialmente mintiendo. Sería insostenible siendo completamente honesto. Por eso creo que el escenario es el único lugar donde se puede trabajar con libertad.
La creadora con vestido de seda con brocados de Marni.
Pablo Zamora
¿Cómo se describe usted?
Soy una suicida sin suicidio, una criminal sin posibilidad de crimen porque respeto el pacto social. Pero mediante mis obras construyo mis cárceles, mis manicomios que me controlan e impiden que, si un banco me regalara unas pistolas por Navidad, salga a la calle a matar gente [ríe]. Todo llegará [dice seria], porque esto casi lo han hecho.
¿Le interesa la moda?
Me apasiona. Uno sabe reconocer a los seres excepcionales, y en el mundo de la moda están Vivienne Westwood y Galliano. De pequeña yo dibujaba vestidos. Después con la Singer de pedales de mi abuela empecé a crear mi propia ropa. Era punki, siniestra, gótica, seguidora de Boy George y me hacía mis guardapolvos, las gorras y las faldas. Así, y con los labios de negro, estuve hasta los veintipocos.
Escribe sus obras, las dirige y las protagoniza. ¿Se encarga también del vestuario?
Claro, saber con qué trajes voy a contar forma parte de la composición estética de la escena y de la dramaturgia. Cuando estrenamos Perro muerto en el Centro Dramático Nacional me arrancaba los volantes del vestido. Cada noche tenían que coserlo, pero formaba parte de la propia acción. Intento hacer dramaturgia con todo lo que está a mi alcance. El vestuario es muy revelador porque aporta muchísimas cosas. Es importantísimo. Al próximo que vea salir con chándal y capucha a un escenario le pego un tiro.
¿Los vestidos de La casa de la fuerza eran de Josep Font?
Sí. Cuando empiezo a crear una obra tengo una paleta de colores con la que comienzo a buscar. Me enamoré de unos vestidos suyos que tenían unas alitas en la espalda y los convertí en una hermosa escena. Luego descubrí a María Escoté y pensé: «Aquí estamos las mujeres vampiras con encajes».
También se ha declarado fan del fútbol, ¿qué le aporta?
Hace que me olvide de todo. Pero no soy una erudita de este deporte. Soy una hooligan, una salvaje, veo las finales y parece que me juego la vida. Lo sigo de un modo apoteósico. No soporto a los comentaristas que quieren hacer filosofía, ¡que nos dejen en paz! Yukio Mishima hablaba de la guerra de las emociones. Decía que ya no había posibilidad de participar en las guerras, pero sí que vivíamos una batalla de los sentimientos. La nueva épica son todas aquellas manifestaciones en las que entran a jugar las emociones. Y yo vivo el fútbol como si fuera Aquiles.
¿Qué le proporciona más placer?
Cuando reconozco mi peor parte y la mejor delante de, por ejemplo, un Fra Angélico o una obra de Pasolini. Eso está en manos de la supremacía estética. Una comedia no me salva la vida, lo hace un poema de Houellebecq.
¿Por qué cree que el arte es necesario?
Porque es lo que nos habla del origen de la alegría y la tristeza humana. Sirve para comprender mejor el mundo. Y si no, no sería lo primero que se censura cuando se implanta un sistema autoritario.
¿Le preocupa el paso del tiempo?
Me aterroriza. Es mi mayor temor. La decrepitud del cuerpo me da pavor porque está por encima de tu voluntad y se impone el agotamiento. No tengo ninguna fe en eso del abuelito feliz. No me lo trago. Cuando tu padre está en el hospital y ves la gente con la que comparte planta, te vuelves incrédulo. Llegas a un tope de decepción en el que te cuesta hacer un ejercicio de compasión. El sentimiento de piedad por los ancianos me trastorna. Me resulta insoportable ver la vejez en los demás y en el propio cuerpo.
Angélica con vestido de lentejuelas rosas y azules de Christian Dior.
Pablo Zamora
¿No será también por una cuestión de coquetería?
Claro. Después de Las partículas elementales de Houellebecq creo que no debería haberse escrito nada más. Le damos mucha importancia a la intelectualidad, cuando lo que nos hace sufrir, en el fondo, son nuestros objetivos sexuales y la carrera de obstáculos que significan. Todas las piedras que se interponen en el camino entre el amor y tú suponen una fuente de profunda angustia. El cuerpo tiene mucho que decir en la posibilidad del amor y vivimos muy a gusto negándolo. Dile a una persona de 180 kilos cuántas barreras hay entre 180 kilos y el amor. En el fondo, muchas veces lo que te hace sufrir es la piel y estar excluido de la cotización del mercado del sexo.
¿Por eso se machaca en el gimnasio?
[Ríe]. Lo hago para poder hacer El año de Ricardo; si no estoy en forma, es imposible. El cuerpo tiene tanto valor como la belleza y la juventud.
¿Cree en la juventud?
Cómo no hacerlo. Es lo único que merece la pena, porque llega un momento en el que la decepción te aleja de la idea de humanidad y te desvincula cada vez más.
¿Y qué opina de la gente que se cree siempre joven? Que son auténticos imbéciles que envejecen haciendo el ridículo.
¿Habla de la cirugía estética?
No. No le puedes negar a nadie el derecho a sentirse mejor. Pero lo que no comprendo es la intrascendencia que se le otorga a la experiencia por encima de la juventud. Si es lo primero lo que realmente nos hace deprimentes.
¿Quiere decir que la experiencia es el arma de los mediocres?
Es algo que se acaba argumentando cuando uno quiere encubrir su impotencia frente a la vitalidad. Es una manera de cubrir el fracaso.
¿Se considera presumida?
Me hubiera gustado ser una mujer hermosa. Acabo de crear una pieza que llamaré Kate, y en ella quiero que Kate Moss me abrace, porque, en el fondo, mi deseo más profundo es haber sido tan bella como ella. El único camino que emprenden la fealdad y la vejez es el de la soledad, y eso es muy jodido.
¿Se ha censurado alguna vez?
Nunca he tenido esa sensación. Escribo lo que digo.
¿Y la han censurado?
Sí. Cuando estrenamos Y los peces salieron a combatir contra los hombres en 2003. Yo entraba a escena con la bandera de España y un hombre rojo rojísimo me dijo que, por lealtades que tenía con ciertos concejales, la quitara, ya que le acarrearía problemas (como la retirada de subvenciones). Yo preferí cubrirla con una banda negra porque de otro modo nunca hubiera existido ese hecho. Tenía que hacerse evidente que había habido un acto de censura.
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