En Milán, el lujo no viste cuerpos sino discursos
Prada vuelve a explorar qué significa vestir convencionalmente y Armani, el hombre que inventó sus propias convenciones, arranca cinco minutos de aplausos en su desfile póstumo


Contaba Miuccia Prada en una entrevista reciente con la revista Interview que a ella no le importaba si una prenda le quedaba bien o mal, bastaba con que le gustara para llevarla. Esa idea ya dice mucho de cómo funcionan su cabeza y su marca. Prada y Raf Simons, codirectores creativos de la marca, presentaron el pasado jueves otro capítulo de esa exploración que ellos llaman “un análisis del vestido”. Desde hace dos años, ambos conciben las colecciones como una especie de ensayo sobre qué ocurre cuando la ropa convencional deja de serlo. Y ninguna prenda habla más y mejor de las convenciones que un uniforme. Hasta la llegada de Raf Simons en 2020, Prada nunca había sido una marca continuista. De hecho, uno de sus múltiples puntos fuertes residía en que cada colección era absolutamente distinta de la anterior, aunque hubiera algo que las hiciera absolutamente reconocibles. Ese algo, que consiste en oponer conceptos y elementos absolutamente alejados en el imaginario colectivo, afortunadamente no se ha perdido. Antes, Miuccia era experta en mezclar momentos históricos (años veinte, años cincuenta y años ochenta convivían en una especie de amalgama coherente) y arquetipos como las flappers de entreguerras, con el deporte o lo aristocrático.
Desde la llegada de Simons las aparentes contradicciones están en la construcción de la prendas. Ellos lo llaman “romper jerarquías” y en esta ocasión se ha traducido en pantalones de trabajo con tirantes incorporados, camisas de guarda de seguridad con faldas de corte años cincuenta, otras faldas plisadas de aspecto colegial con volantes de tul en los laterales, o piezas con tafetán y gasa combinadas con jerséis holgados para restarles romanticismo. Por supuesto, abundaban esos colores ácidos (naranja, pistacho, rosa chicle) que tanto le gustan a Simons y que si abundan es precisamente porque no le sientan bien a casi nadie. Hace ya treinta años que Prada puso de moda el feísmo, la idea de que lo disonante o lo convencionalmente inusual no solo debería tener cabida en la moda, también debería conectar con un tipo de cliente que busca en ella algo más que la belleza canónica.

Las últimas colecciones de Prada vuelven a desarrollar esta idea pero desde el prisma del uniforme, esa prenda que a nadie le gusta ponerse, porque implica trabajo, pero debe ponerse la mitad de su vida. El uniforme es lo contrario a la indumentaria como expresión individual, y eso, lo que Miuccia y Raf llaman “la destilación del vestido” (son muy de inventarse tecnicismos propios) es precisamente lo que les resulta atractivo. Pero el gran logro de Prada no es darle la vuelta a las convenciones ni hacer un tratado sociológico del vestir cotidiano. Su verdadero logro es que, por el camino, construyen cada seis meses prendas que no existían, que son absolutamente reconocibles en un mundo saturado de propuestas y que, por eso mismo, todo el mundo quiere, al margen de que se preocupen o no del mensaje que condensan. Por eso Prada es de las pocas enseñas de lujo que no han mermado su facturación en estos dos años, porque su capacidad de novedad es real. Prada inventa lo que nunca antes había existido, ya sea mezclando opuestos, haciendo dialogar arquetipos diferentes o trastocando algo tan socialmente codificado como un uniforme de trabajo.























































A su manera, Armani creó su propio uniforme. No deconstruyendo convenciones, sino anticipándose a ellas. Hace ahora cincuenta años empezó a quitarle rigidez al eterno traje masculino y a proponer un análogo para todas aquellas mujeres que se incorporaban al mercado laboral. Esos mismos códigos han ido evolucionando sutilmente en estas cinco décadas, incorporando elementos orientalistas, tejidos suntuosos o referencias deportivas. Giorgio Armani murió a principios de septiembre, sin poder ver los fastos que celebran el medio siglo de vida de su marca, previstos para este domingo, ni la increíble exposición que llevaba un año preparando en la Pinacoteca di Brera, Milano, per amore, y que se podrá visitar hasta el 11 de enero. “Encarnaba el carácter más auténtico de Milán: trabajo, perfeccionismo, atención al detalle y discreción”, contaba el pasado martes el director de la Pinacoteca, Angelo Crespi, ante un reducido grupo de periodistas. Crespi confesaba que al diseñador no le parecía apropiado que sus diseños estuvieran expuestos frente a grandes obras de Caravaggio, Rafael o Piero della Francesca, pero finalmente accedió y se encargó él mismo del comisariado, que resultó en más de 120 creaciones que dialogan en color y silueta con obras maestras del Renacimiento italiano. El recorrido, concebido como un desfile que transita del día a la noche, reúne piezas célebres como el traje gris de American Gigolo, el vestido azul de Juliette Binoche en el Festival de Cannes 2016 o el de Sharon Stone en los Oscar de 1996.

El mismo día en que se inauguraba la exposición para el público, el pasado jueves, Emporio Armani presentaba su colección, la primera póstuma del creador. Allí estaban los jugadores del Olimpia, el equipo de baloncesto que el diseñador compró en 2008, y algunos de sus colaboradores fieles. La colección, centrada en los colores tierra, exploraba el momento de vuelta a la ciudad tras unas vacaciones en un lugar remoto, ese momento en el que los recuerdos aún no existen y la indumentaria diaria se mezcla con la vacacional: cinturones obi, pantalones bombacho, camisas, faldas etéreas y chaquetas americanas. Su hermana Silvana, una de las herederas de su negocio, salía a saludar emocionada frente a un público en pie que ovacionó la memoria de Armani durante al menos cinco minutos.






















































































Prada y Armani reflejan que la moda es, sobre todo, una cuestión de identidad. No de la identidad de la propia marca (que también) sino de la identidad que proyecta quien se viste a diario, es decir, todo el mundo. Para la primera se trata de identidad individual, de deconstrucción del personaje. Para el segundo, de identidad social, de encajar en una arquetipo colectivo distinto al habitual. Moschino también es una cuestión de identidad: es activismo desde la ironía, es ingenio a través del trampantojo, es ese tipo de humor que hay que tomarse en serio. La llegada del argentino Adrian Apiolazza hace dos años devolvió a la enseña los valores de su fundador, Franco Moschino, que se habían perdido en los últimos tiempos en favor de la viralidad, a veces vacía de contenido, de sus últimos directores creativos. El diseñador argentino conoce como nadie la historia de la moda contemporánea (es uno de los coleccionistas de moda más importantes del mundo) y supo desde el principio a lo que se enfrentaba. Pero, como contaba recientemente a esta revista, también sabe que los tiempos han cambiado y que la corrección política es desgraciadamente mayor ahora que en los ochenta. Por eso progresa adecuada, pero cautelosamente: por ejemplo con una camiseta con el rostro de un bebé y la palabra ‘Stop’ que cierto sector del público leyó como, por fin, la primera alusión al genocidio palestino. También con los clásicos bolsos objeto (cajas de fruta, ollas, bolsas de compra) mezclados con el muy comercial bolso Tie me en distintos estampados. O con vestidos que eran literalmente sacos y piezas con el famoso smiley de la casa estampadas. Apiolazza sabe que vender es obviamente lo más importante para cualquier marca y no están los tiempos para ironías. Pero también sabe que el humor es un modo muy eficaz de decir lo que nadie se atreve a decir. Y se agradece.






















































En tiempos en los que el consumidor ha perdido el interés por la mayoría de las marcas de lujo, la artesanía se ha convertido en un valor real, no en argumento de marketing. La subida desenfrenada de precios tras la pandemia ha hecho que muchos clientes, convertidos ahora en prescriptores gracias a la redes, difundan el mensaje de que no merece la pena pagar por un logo y un diseño de dudosa confección. Es una opinión controvertida y no siempre cierta que daría para varios artículos, pero lo cierto es que saber que un producto está confeccionado de verdad con materiales nobles y manos artesanales, para muchos es ahora una especie de valor refugio. Tod’s siempre hizo de la marroquinería artesanal su seña de identidad, una marca clásica que lleva años representando de forma discreta algo así como el verdadero Made in Italy. Pero con la llegada de Matteo Tamburini a la casa hace algo más de un año, el diseño por fin se ha añadido a la fórmula.
Ahora Tod’s no es solo una marca artesanal y clásica con varios accesorios atemporales, es también una firma que explota esta herencia y la empuja a la innovación jugando con las siluetas, los contrastes de materiales e incluso con el género de las prendas. No basta solo con la artesanía, tampoco solo con el diseño. La receta para volver a hacer atractivo el lujo y lograr que la gente quiera pagar tres cifras por un objeto tiene que ver con la identidad en dos direcciones: la consistencia del relato de la marca y la posibilidad de hacer que quien la lleva puesta cuente su propio relato.










































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