Así funciona el lucrativo negocio de ser ‘influencer’ en España
Una foto o un vídeo en una de sus plataformas engancha y fideliza a miles de personas. Y, de paso, vende producto. El fenómeno de los influencers no parece ser, por el momento, una moda pasajera.
Antes de seguir, descifremos el concepto. ¿Qué es un influencer? «Un líder de opinión que, a través de las redes sociales, influye recomendando productos», responde Patricia San Miguel, investigadora del ISEM Fashion Business School. «Y no pasarán de moda, porque el ser humano necesita influencia», remacha. Claro que no todos están de acuerdo: «Va a caducar, ‘aprovechen’ es mi mensaje. Es mi opinión, no hablo por la compañía; a nosotros nos están funcionando muy bien. Pero es algo inmediato, joven. Las cosas no pueden ser tan inminentes. Se requiere un proceso, un tiempo; volveremos a lo anterior como ya está sucediendo en gastronomía o en viajes con lo slow», vaticina Carolina Herrera de Báez, directora creativa de la división de perfumes.
Comparten sus gustos, exponen su vida, fotografían y muestran sus estilismos, hablan sobre la cosmética que usan y se graban en vídeos, a veces, haciendo el tonto. «La clave no está en el youtuber, bloguero o instagramer; ni en la plataforma en sí, sino en la capacidad que tenemos las personas de influirnos», matiza San Miguel. El origen se remonta a los años 50. «Influential se empezó a usar tras la investigación de 1955 de Paul Lazarsfeld y Elihu Katz, sociólogos de la Universidad de Columbia. Anunciaban que los medios no influyen directamente sobre las audiencias, lo hacen a través de líderes de opinión, los influentials. Los blogs y el microblogging volvieron a ponerlos de moda porque les dieron poder: no se trata solo de opinar en círculos cercanos, sino ante miles de internautas», explica San Miguel. El universo tal y como lo conocíamos se atomiza. «La influencia se ha compartimentado porque una persona está conectada a muchas, hay más ruido, se consultan más webs, se siguen más perfiles. Antes, los consumidores eran heterogéneos; hoy ‘lo nicho’ es sostenible económicamente. De ahí esta fiebre que no es una moda, es un cambio de paradigma y ha venido para quedarse», razona Villanueva.
Las cinco protagonistas de este reportaje, españolas de entre los 21 y 35 años, acudieron a la sesión con maleta, móvil en mano y no pocas exigencias [Dulceida (Aída Domenech), protagonista de la última campaña del perfume Light Blue de Dolce & Gabbana, no aparece porque pidió ser portada y Laura Escanes, bloguera de 21 años, declinó la oferta porque, según fuentes cercanas, tras su reciente matrimonio con el presentador Risto Mejide, quiere dar un giro a su carrera y que la identifiquen como celebrity antes que influencer].
También hubo reticencias. Los medios tradicionales no siempre han sido amables con ellas. Su llegada supuso un terremoto en un sector ya de por sí inestable por la crisis. «Las marcas se dieron cuenta de su gran potencial publicitario: muestran sus artículos de una forma sencilla, natural y cercana a sus comunidades y su mensaje es viral. Por ello, muchas dejaron los banners y el patrocinio de las webs para realizar colaboraciones económicas con estos líderes de opinión, mercantilizando su influencia. Más de 200 millones de personas usan bloqueadores de anuncios en sus dispositivos: en 2015 se perdieron más de 21 millones de dólares en ingresos por ello. Además, la invasión de correo spam y de las newsletters ha causado rechazo», sentencia San Miguel.
Como sucedió con el vídeo, cada soporte encuentra su lugar: «Que mi marca [Lovely Pepa Collection] salga en mis plataformas aumenta las ventas porque cuando la gente me ve con la prenda puesta, le encuentra más posibilidades a la hora de combinarla. Pero que la saquen en una revista, me da prestigio», opina Alexandra Pereira, de 29 años y del blog Lovely Pepa. No es la única con firma de moda: Tipi Tent es la de María Pombo; À Bicyclette, la de Silvia Bartabac, y Paula Gonu planea asimismo vender sus propias camisetas. «Se trata de asegurarse otra fuente de ingresos; en su mayoría son beneficiosas; cuando la bloguera –como es el caso de Lovely Pepa– se encarga del diseño, de la producción y distribución los beneficios llegan a medio y largo plazo», explica San Miguel.
Los fans de los instagrams de estas influencers suman casi cinco millones de personas. No arrastran el cortejo infinito de las Kardashian, pero es que de eso se trata. «Los famosos no son tan determinantes. Las firmas hoy quieren trabajar con perfiles con muchos menos seguidores que los de las macroinfluencers (más de un millón; Pereira tiene 1,4 millones) como Lovely Pepa. Es la era de los micro, de perfiles con entre 5.000 y 70.000 fans en Instagram. Dan credibilidad porque generan contenido menos manejado por los anunciantes», opina Pelayo Santos, influencer marketing mánager de Globally.
«Cuando hace dos años y medio escuché, ‘no soy bloguero, soy influencer’, pronunciado influenzer, a la española, me chocó. Yo me sigo considerando bloguera, no me gusta el término. ¿Influimos? Y si lo hacemos, ¿cómo?», plantea Pereira. La cuestión no es baladí. El internauta que más consume este contenido es joven. «Mi comunidad tiene entre 16 y 25 años, aunque también me sigue un 15% mayor de 25 años; son mayoritariamente de España, México, EE UU y Portugal», nos cuenta María Pombo, instagramer de 22 años. «Un hater me escribió: ‘Tú contenido es una mierda porque tus seguidores son menores de 12 años’. Reaccioné con este: ‘Un saludo a mis fans de más de 25 años; os ignoran’. Me contestaron muchas madres de 40 años. Habían empezado a seguirme por curiosidad, para saber qué veían sus hijas. Al final, se enganchan, me siguen para desconectar, para reírse», explica Paula Gonu, youtuber. Para la barcelonesa de 24 años, el medio es terapéutico. «Arranco mis vídeos con ‘¡hola, personas guapas!’. Hace poco celebré mi cumpleaños con mil de mis suscriptores. Vinieron dos chicas que habían estado ingresadas por anorexia y se llevaron una camiseta con el saludo impreso. Sus madres se la hacen llevar ahora con el fin de que se crean el mensaje. Siempre me han escrito niñas acomplejadas con su físico. Debemos aprovechar la influencia para subir la autoestima. Hace poco les hablé de mis inicios. Hacía deporte de lunes a viernes, si me lo saltaba me ponía histérica. Hoy no hago nada, no tengo tiempo. Y vivo relajada. La gente me valora por mi creatividad no por mi físico, como ocurría cuando colgaba fotos ejercitándome. Contarlo ayuda a los demás», opina Gonu.
Desde este lado, desde la orilla del observador, su existencia parece idílica: bolsos de marca, cenas con champán en restaurantes con estrella Michelín, imágenes suyas en biquini en playas desérticas cuando de este lado hace un frío que pela. «Es más sacrificado que de lo que parece. No recuerdo la última vez que tuve vacaciones, pero fue hace mucho tiempo. Llevo nueve años sin descansar un día. Este trabajo requiere estar conectado los siete días de la semana. Aunque no me voy a quejar porque me gusta mi vida», reconoce Silvia García, más conocida como Silvia Bartabac, una de las pioneras (abrió su blog Bartabac en 2009).
Son jóvenes y juegan con la fama, con la exposición: «Si estás más triste, una crítica te afecta más, claro. O si un día me veo más gorda, que me lo digan también», confiesa Pombo. Despertarse y conectar la radio, hablarle a la tele es hoy saludar a un influencer por la calle. «Son fieles. Me paran y me dicen que soy su amiga cercana. A veces, no soy consciente de todo lo que comparto, de que detrás del móvil hay casi medio millón de personas observando mi vida. Pero es gratificante: me escriben a diario agradeciéndome que les dé ánimos. Mola tener esa conexión», afirma Pombo. «Tengo followers que se han recuperado de crisis personales gracias al blog, porque al arreglarse se han sentido seguras y han salido más. La moda y la belleza suben la moral», defiende Bartabac.
En un país donde el cotilleo es una de las fuentes principales de ocio, parece lógico que en el universo digital también sea un negocio exponerse. «Funcionan mejor las fotos donde salgo con mi novio», reconoce Pombo. «Aquí la gente pide reality. Cuanto más se enseña, mejor… También triunfa más un vídeo en un hotel con mala luz y un escenario poco trabajado que uno supereditado en la semana de la moda de París…», coincide Bartabac. «Antes el usuario se enganchaba a una vida narrada en una serie de la tele o una revista del corazón, ahora a una vida real. Es el nuevo modo de entretenimiento», plantea San Miguel.
Segundo factor: cuando empiezan no son famosos y tienen que rellenarse de contenido. «Les toca generar su marca; construirse. En belleza y moda encaja mostrar la vida privada, en videojuegos por ejemplo, no», opina Villanueva. ¿Y por qué aquí se revela mucho más que en EE UU o en Francia? «En España no es necesario presentar una vida privada tan políticamente correcta según el modelo de familia convencional. Somos más laxos con la heterodoxia, por eso existe menos miedo al exhibicionismo, aunque pueda acarrear críticas y cotilleos. De hecho, en España es el primer paso para ser conocido y parecer cercano y simpático», argumenta Javier Garcés, presidente de la Asociación de Estudios Psicológicos y Sociales. «En EE UU las relaciones con las marcas están profesionalizadas. Al haber contratos más formales y regulados, los influencers se limitan a mostrar el producto según el acuerdo y no creen tan necesario exhibirse para producir engagement», razona San Miguel pronunciando así el Santo Grial del gremio. ¿Qué es el engagement? «La interacción de una publicación con la comunidad; es una regla de tres. Si me siguen 5.000 personas y de media me dan 50 likes, es el 10%. Los comentarios tienen más peso, aunque depende de la calidad: los generados con un concurso –‘quién me ponga un corazón, recibe una camiseta’–, no cuentan tanto como un calificativo gratis… Las firmas lo tienen en cuenta», responde una de las agentes de las influencers [que prefiere no dar su nombre].
¿La plataforma con más engagement? «YouTube; me metí porque quería transmitir mi yo más real. No se trataba tanto de conseguir seguidores como en Instagram, sino de llegar de una manera diferente a la gente», responde Pereira. «El vídeo es más auténtico y engancha porque no solo se ve el producto, se cuenta cómo se ha adquirido y se usa», opina San Miguel. Por cierto, aquella norma sobre la duración ha cambiado. «Triunfan largos, de unos 10 minutos», nos cuenta Gonu. El boom del streaming nos ha transformado: picoteamos menos. Además, YouTube indexa los clips largos primero, según un estudio de la consultora Backlinko.
Posan con un producto, pero no dicen que es un anuncio. Viajan a las Bahamas, se alojan en hoteles de lujo y cenan en restaurantes caros, financiados por una marca. Tienen contratos como embajadores, pero no lo especifican. En España no existe regulación. «En digital faltan leyes en Europa. Las asociaciones de agencias, los medios, entornos y las ordenanzas deben ponerse de acuerdo», opina Gaby Castellanos, CEO de la agencia @Socialphilia.
«Se suponía que este año iba a haber un avance pero no…, esperemos que pronto sepamos cómo actuar como sucede en Australia, Reino Unido o EE UU», explica Santos. En este último, es obligatorio informar con hashtags (como #ad) cuando se publicita algo y en Australia sale caro saltarse la ley: hasta 220.000 dólares puede pagar un influencer por una publicidad encubierta y hasta un millón de dólares una firma. «Ni siquiera en estos países se cumple: las Kardashian promocionan productos suyos y no lo notifican…», avisa Castellanos. Tampoco estamos acostumbrados al lenguaje: en Reino Unido, el 77% de los usuarios de Instagram no sabe lo que significa #sp [por producto esponsorizado], según la consultora Campaignlive . «En 2009, los blogueros mostraban productos de forma altruista y alguna marca les regalaba algo o invitaba a un evento de forma ocasional. Pero, cuando la relación se consolida y mercantiliza, es necesaria una regulación para proteger al cliente que tiene el derecho de saber si ese influencer utiliza un artículo simplemente porque le gusta o porque le han pagado por ello», opina San Miguel.
No estamos hablando de pocos euros. «Los macro cobran 2.000 por foto, y unos 500 si el proyecto incluye una experiencia, como un viaje por todo lo alto», informa Santos. «Hay algunos que por un post en Instagram cobran cien y otras que ganan entre 10.000 y 15.000; eso sin irme a internacionales como Chiara Ferragni… Por ahí en el medio ando yo, aunque tirando un poco por abajo», reconoce Bartabac. En EE UU cobran 187.500 dólares por post en YouTube, 75.000 en Instagram y 30.000 en Twitter si tienen entre tres y siete millones de seguidores y 2.500 en YouTube y mil dólares en Instagram o Snapchat y 400 en Twitter con una comunidad de entre 50.000 y 500.000 (estudio de la consultora Captiv8).
«No los elegimos por su cara bonita, ni tanto por sus fans, sino por su afinidad con nosotros y con nuestra filosofía. El cliente sabe que algunos posan un día con un perfume y al siguiente, con otro. Eso no nos interesa. Los nuestros son de la familia: acuden a los eventos, quedamos con ellos fuera del trabajo…», nos cuenta Thomas James, mánager de Jean-Paul Gaultier.
Y falta mencionar la palabra clave: millennial, el término de esta década. «El cambio de paradigma está relacionado con el lenguaje, los influencers son una autoridad en esta nueva gramática porque han nacido con ella y entienden a clientes más jóvenes que quieren escuchar opiniones desde el punto de vista de un consumidor como él», explica Villanueva. El milénico quiere escuchar la verdad. «Aunque sea políticamente incorrecto, aunque se critique el producto», opina Villanueva. De ahí que en vez de explotar, la burbuja crezca: «La generación Z pisa fuerte; quiere verlo todo a través de consumidores como ellos», opina San Miguel.
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