La creatividad como acto de resistencia: Londres busca su sitio en el panorama de la moda global
La moda británica se hace fuerte frente a la adversidad con una receta inusual hoy en día, apostando por la creatividad como ninguna de las grandes pasarelas internacionales


La industria de la moda británica emplea a 1,4 millones de personas y factura, según datos de 2024, cerca de 37.000 millones de libras. Representa entre el 1,1 y el 1,3% de PIB del Reino Unido, tal y como se desprende de los informes que cada año publica el British Fashion Council (BFC) el organismo gubernamental encargado de regular y apoyar la moda de autor inglesa. Pero la que fuera hace una década la cuna del diseño de vanguardia y la cantera de grandes diseñadores hoy intenta mantenerse a flote y ser competitiva frente a las semanas de la moda de Milán y París, que tienen el monopolio de las grandes firmas (muchas, casi todas, pertenecientes a los holdings LVMH y Kering). La pandemia, el Brexit y el cierre de tiendas multimarca como Browns o Matches, que eran el canal de compra habitual del diseño británico, han pasado mucha factura a la moda inglesa. Pero si algo saben hacer en Londres es resistir creando comunidad, conscientes de que en un mundo saturado por las mismas firmas de moda y los mismos nombres en el diseño, el público acabará en algún momento volviendo a premiar lo nuevo y lo independiente.
Así lo reconocía la nueva directora general del BFC, Laura Weir, en el desayuno con medios e invitados a esta semana de la moda, que tuvo lugar el pasado viernes en el edificio 180 Strand, el lugar en el que históricamente presentan sus colecciones los diseñadores emergentes. “Reto a cualquiera que crea que la moda es algo puramente ornamental. Es la industria creativa que apoya a todas las industrias creativas, cine, música, arte o teatro. La moda está en la base de nuestra cultura”, comentaba. En la primera semana de la moda gestionada por Weir se ha duplicado la inversión en invitados de prensa, líderes de opinión internacionales y buyers o compradores de tiendas multimarca. También ha aumentado la cuota de NewGen, la iniciativa que impulsa económica y logísticamente a los nuevos talentos, que en esta ocasión han representado casi un tercio de un calendario compuesto por más de un centenar de presentaciones.

Resulta esperanzador comprobar que no hacen falta grandes presupuestos para crear una marca con identidad propia. Aunque por supuesto sí hacen falta para crear presentaciones cada seis meses. Por eso en Londres muchos diseñadores han optado por desfilar solo una vez al año. Es el caso de Chopova Lowena, la firma de Emma Chopova y Laura Lowena que mezcla el punk con el folclore y las tradiciones textiles búlgaras y que hace un par de años logró que sus faldas de telas recicladas decoradas con imperdibles se convirtieran en un fenómeno viral. Volvían al calendario con un desfile presentado en un centro de ocio juvenil de Shepperd’s Bush, precisamente porque su colección hablaba de todas las adolescentes inadaptadas, nerds y emos con obsesiones y gustos distintos a los de la mayoría, que caminaban con furia meneando sus pelos de colores, sus sudaderas con orejas de animal y sus faldas de tablas. Una imagen de sobra conocida para la generación milenial que, sin embargo, siempre ha tenido escasa presencia sobre una pasarela. A excepción de marcas como Heavn de Marc Jacobs, la moda nunca ha dado cabida al enorme mundo estético que se desprende de la rabia adolescente de los primeros años del siglo XXI, y solo se ha quedado en la estética exuberante y colorista de las celebridades cuando ha revisitado esa época.

La turca Dilara Findikoglu también desfila solo una vez al año por motivos económicos. Su desfile siempre es uno de los más esperados de la semana, dado que sus puestas en escena, en lugares góticos y tenebrosos y con una cohorte de modelos encorsetadas caminando como si fueran criaturas de otro planeta, recuerdan en parte (en la forma, no en el contenido) a los primeros desfiles de Alexander McQueen. El domingo cientos de personas vestidas de negro (así se pedía en la invitación) se agolpaban a las puertas de la sede del gremio de ferreteros, un edificio decorado con detalles medievales, para ver a esas muñecas con corsés, aparatos ortopédicos, colas de caballo (un recurso tomado de McQueen) y zapatos decorados con conchas, piedras, pelo y huesos. Lo que hace Dilara no es nuevo. El gótico y el postpunk han sido clave en la moda de los ochenta y noventa, especialmente en la moda británica, pero resulta irónicamente refrescante en un contexto en el que las tendencias uniformes lo inundan todo. La turca, que vive principalmente de hacer trajes a medida, estrenaba colección de bolsos y accesorios. Chopova Lowena inauguraba línea de fragancias. Ampliar las divisiones de negocio más allá de la ropa es la forma tradicional de mantenerse a flote, ya sea en marcas nicho como estas o en otras más famosas.






























Richard Quinn hace justamente lo contrario, es decir, enfocarse en lo que ya le da dinero. El diseñador inglés también se mantiene con el hecho a medida, de ahí que haya cambiado radicalmente su discurso en los últimos cinco años. Lo que empezó como una firma que reciclaba tejidos para crear trajes de fiesta con silueta años cincuenta mezclados con látex y memorabilia fetichista (algo así como un encuentro entre Leigh Bowery y Cristóbal Balenciaga) ha terminado por ser una marca de vestidos inspirados en la era dorada de la alta costura, una especie de baile de debutantes moderno con modelos enfundadas en piezas de falda voluminosa y escotes con lazo. Lo que su público le pide, en definitiva. El desfile lo abría Naomi Campbell, su retraso fue una de las razones por las que los invitados tuvieron que esperar una hora a su comienzo. El de Dilara también lo cerraba la modelo. Quizá por eso se demoró una hora y media.

Durante este fin de semana Londres demostró que su cantera de nuevos talentos está entrenada para tener identidad propia, para hacer una moda que no se parezca a nada. Lueder Studio presentó otra muy interesante colección en la que la moda urbana dialogaba con la deconstrucción de patrones y con la deconstrucción del propio género. Paolo Carzana, uno de los talentos más brillantes de esta generación, tomaba la biblioteca británica para mostrar esas increíbles piezas con tejidos envejecidos y teñidos a mano. Natasha Zinko optó por una fiesta en el mítico club privado The Box para explorar, como suele, los límites entre el vestido y el uniforme, entre el patchwork y los tejidos nobles, y por supuesto entre la belleza canónica y una realidad que no lo es para nada. Pauline Dujancourt volvía a hacer magia con el punto, tejido por ella misma, en prendas que contenían distintos gramajes y técnicas de tejido, volúmenes y juegos con hilos. En definitiva, lo interesante de estos nuevos creativos británicos no suele estar en el envoltorio, sino en la propia prenda en sí, en tiempos en los que el producto diferencial es casi imposible de encontrar.

Pero desgraciadamente la atención mediática de esta pasarela no se sostendría sin los pesos pesados británicos. Hay muchos diseñadores ingleses, pasados y recientes, que han crecido en esta pasarela para luego desaparecer forzosamente (Nensi Dojaka, Christopher Kane, Mary Katrantzou...), por eso es importante celebrar, y ahora más que nunca, que ciertas marcas siguen a flote: Roksanda cumplía veinte años como una diseñadora sólida de perfil bajo. Sus vestidos con juegos con bloques de color y sus trajes fluidos de seda o satén siguen teniendo clientas fieles pese a no seguir el ritmo de las colecciones cápsula las colaboraciones infinitas o las campañas digitales.

Erdem también cumplía dos décadas, y presentaba una colección en el Museo Británico, como es habitual, inspirada en esta ocasión en Helene Smith, una médium del siglo XIX que sostenía que en anteriores vidas (o ciclos románticos, como ella los llamaba) fue, entre otros, habitante de Marte, princesa india, y miembro de la corte de María Antonieta. El diseñador Erdem Moralioglu siempre basa sus colecciones en mujeres, reales o literarias, que desafiaron las convenciones de su tiempo, lo que le permite añadir a su estilo, que siempre bebe de lo decimonónico, pinceladas disonantes que conectan con el presente. En esta ocasión es el color, los bordados, los tejidos técnicos o incluso prendas tan británicas como la chaqueta Barbour, mezcladas con lazos, levitas o sutiles miriñaques (si es que un miriñaque puede ser sutil).

Simone Rocha, que cumple quince años, también recurrió a esta idea de la falda voluminosa con armazón. Las suyas, sin embargo, tenían bolsillos y cinturillas elásticas con cordones similar a la de los chándales. Ellos llevaban vestidos holgados de lentejuelas sobre pantalones de esmoquin y ellas tops bajo camisas de plástico transparente, como si estuvieran envueltas en un portatrajes. Los zapatos con hebillas de pedrería tenían suelas de zapatillas de running, y los bolsos se abrazaban con los dos manos como algunas de las modelos abrazaban almohadas, un ejercicio de estilismo recurrente en la diseñadora irlandesa. En el mundo de Simone Rocha nada es lo que parece: lo cursi es punk, la indumentaria con guiños históricos está hecha con tela deportiva y las prendas de día están pensadas para la noche y viceversa. Posee uno de los imaginarios más peculiares y reconocibles de la moda actual, lo que ha hecho que, con los años, posea una legión de fans que visten sus prendas como un uniforme. Es probable (aunque no hay pruebas de ello) que Rocha haya recibido ofertas jugosas de LVMH o Kering para comprar su marca. Por ahora es de las pocas, casi la única, que factura manteniendo su independencia.

La moda como acto de rebeldía, como campo para la experimentación o, como contaba Laura Weir el primer día de desfiles, como soporte cultural para el resto de expresiones artísticas. Eso es lo que convirtió a Londres en una de las capitales de la moda y eso es lo que quieren recuperar en esta nueva etapa. Volver a los orígenes casi siempre funciona. Que se lo digan a Burberry, que desde la entrada de Daniel Lee como director creativo en 2022 ha pasado por momentos complicados. Su idea de devolver a la firma a la liga del lujo, como hiciera Christopher Bailey con la línea Prorsum a principios de este siglo, no convenció al público. Hasta que la temporada pasada decidió volver al origen, al Burberry que representa la quintaesencia del estilo British y que acompaña tanto al aristócrata como al joven de barrio obrero. Pocas marcas tienen ese potencial tan versátil. Una buena estrategia de comunicación centrada en la cultura británica en sentido amplio (musica, cine, arte, ocio nocturno) y una vuelta de tuerca a la clásica gabardina y el estampado de cuadros hicieron remontar las ventas hace unos meses.

Aprovechando las buenas críticas y ventas que recibieron con su campaña de verano, centrada en los festivales de música británicos, la marca volvía este lunes a montar una tienda de campaña en un parque londinense (esta vez los Kensington Gardens) para mostrar una colección centrada precisamente en los festivales y la psicodelia, y que abría y cerraba con Planet Caravan en homenaje a Ozzy Osbourne. La paleta de colores intensos, el contraste de materiales como cuero, punto, denim y croché (una colección quizá demasiado invernal para ser de primavera, pero Burberry vende chaquetas), y las siluetas de los años sesenta y setenta, convertían la herencia de la firma en una especie de Woodstock refinado y autoconsciente (un poco lo que son ahora algunos festivales). Ahora que Burberry vuelve a interesar, la estrategia es rejuvenecer la marca sin perder de vista sus raíces.



























































Londres sigue siendo ese laboratorio cultural que no separa la pasarela de la realidad (o, al menos, no tanto como en otras semanas de la moda): es el único lugar donde la diversidad de tallas, razas, edades y cuerpos está más que asumida por la mayoría de las firmas y el único donde sigue habiendo resquicios de esa moda que una vez fue acto de resistencia. No hubo, sin embargo, alusiones directas a la situación política. Tampoco al genocidio en Palestina. Desgraciadamente, quizá fuera por miedo.
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