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¿La moda es de izquierdas o de derechas?

Depende del país, de sus complejos, de la importancia que le den al sector sus gobernantes y de las cualidades estratégicas que le otorguen a lo que llevan puesto.

Ilustración moda y política

El próximo lunes 6 de agosto, la directora de la edición norteamericana de Vogue Anna Wintour y el magnate del cine Harvey Weinstein –cofundador de Miramax, ganador de 77 premios Oscar y marido de Georgina Chapman, diseñadora de Marchesa– celebrarán una cena en Greenwich, Connecticut, para recaudar fondos y apoyar la campaña de reelección de Barack Obama. No todo el mundo podrá pagar el cubierto (35.800 dólares por cabeza), pero es más barato que el anterior banquete coorganizado por Wintour y Sarah Jessica Parker (40.000 dólares la silla). Incluso sale mucho más económico que el que prepararon la editora y Weinstein el año pasado en el West Village neoyorquino y al que asistieron Gwyneth Paltrow, Alicia Keys y Quentin Tarantino (71.600 dólares).

Se calcula que la reconocida periodista ha recaudado un total de 500.000 dólares para la campaña de reelección del presidente demócrata desde que hizo pública su inclinación política. Se ha convertido así en una de las colaboradoras más fieles y lucrativas de Obama, lo que podría verse premiado en un futuro, según los rumores, con algún cargo importante.

Tampoco hay que olvidar la iniciativa Runway to Win en la que diseñadores estadounidenses como Diane von Furstenberg, Vera Wang, Marc Jacobs o Narciso Rodriguez participaron en la creación de una colección de prendas con el nombre del presidente y mensajes alusivos a su candidatura. Eso sí, los precios son más asequibles: de 40 a 95 dólares.

Barack Obama es el primer presidente de la historia que ha conseguido el apoyo general, moral y económico, del mundo de la moda. Pero ¿cómo lo ha hecho? La primera dama tiene mucho que ver. «El 50% de los diseñadores estadounidenses que ha vestido Michelle Obama ha donado dinero para las campañas de su marido entre 2008 y 2012», afirma la analista Katherine Boyle en The Washington Post. Y en el transcurso de esos años se calcula que se ha triplicado el número de creadores que han querido colaborar. ¿Por qué no ha ocurrido esto antes? Aunque las primeras damas americanas lucían modelitos de los diseñadores del país, la mayoría escogió a sus propios modistos o incluso marcas extranjeras (a Jackie Kennedy, por ejemplo, le volvían loca las firmas francesas). Sin embargo, para Michelle Obama las firmas de lujo y los jóvenes diseñadores de EE UU son una prioridad. Hay análisis económicos que afirman que una sola aparición de Michelle con una marca concreta puede generar hasta 14 millones de dólares a una compañía. Ninguna primera dama republicana ha conseguido jamás un efecto ni tan siquiera parecido.

¿La moda, por tanto, es de izquierdas o de derechas? «La moda es de izquierdas y el shopping, de derechas», resume con ironía Marc Beaugé, a cargo de la columna de estilo del diario Le Monde. En Francia, cuna de la alta costura, las grandes casas como Chanel, Dior o Yves Saint Laurent también han vestido a las primeras damas y ministras. El debate sobre la moda en política es tal que genera opiniones masivas en los medios de comunicación y las redes sociales. Se discute hasta por un botón mal cosido. No es de extrañar, por tanto, que Valérie Trierweiler tuviera entre sus prioridades saber qué ponerse en público nada más llegar al Elíseo, ante la exhibición estilística de su antecesora, Carla Bruni, que siempre fue apoyada por las grandes firmas. También las ministras de Sarkozy estuvieron siempre bien tratadas por las altas esferas del mundo de la moda. Así, la novia de François Hollande era consciente de que el armario de la izquierda debía distinguirse y desmarcarse del de la derecha. Y habló de moda incluso poco antes de ser nombrada primera dama, comentando que ella se decantaba por el prêt-à-porter de calidad. Eso no quita que se calce unos zapatos de Yves Saint Laurent, pero deja bien claro que los tacones sustituyen a las bailarinas. O cambia el bolso de Dior de Bruni por uno de Le Tanneur de 210 euros. O lleva un reloj Swatch en lugar de un Patek Philippe. O se pone un vestido de Apostrophe en lugar de un Chanel. «La frontera entre lo que es apropiado vestir para una mujer de izquierdas y para una de derechas es mucho más borrosa que en el pasado. Pero las políticas de hoy todavía tienen que enfrentarse a decisiones agónicas que pueden conllevar muchas críticas. Sobre todo si son de izquierdas», sostiene Robb Young, autor del libro Power Dressing, sobre las amistades peligrosas entre moda y política. Young añade el caso de Ségolène Royal, ridiculizada por calzar tacón durante una visita a un barrio pobre de Santiago de Chile, o el de la presidenta brasileña Dilma Rousseff, acusada de gusto desmedido por los bolsos Hermès. «En general, el look burgués no transmite el mensaje de que están listas para ensuciarse las manos y luchar junto a las masas», comenta Young. «Cuando una socialista llega a la cúspide del poder, se le exige que vista no como una imponente mujer de Estado, sino con cierta austeridad propia de la clase trabajadora», analiza.

Para otras voces, el cliché no resiste el examen de la verdad. «No creo que haya estilos particulares para indicar progresismo o conservadurismo. Políticos de derechas y de izquierdas no se visten de manera profundamente diferente», afirmó hace unos meses la periodista Robin Givhan, primera cronista de moda ganadora de un Pulitzer por sus crónicas en The Washington Post. La diferencia sería prácticamente invisible en cuanto a ideologías, aunque no en el mensaje que se quiere transmitir a través de la ropa, un amplio abanico que va desde la proximidad maternal, a la que empujan los estereotipos femeninos, hasta el autoritarismo que impone un cargo. «El vestido en política depende del papel que se quiera interpretar, así como en el teatro no se visten de igual manera la campesina y la burguesa», resume Pamela Golbin, conservadora de las colecciones de moda y textil en el Museo de las Artes Decorativas de París.

En el caso del Reino Unido, la moda nacional tiene claro cuál es su candidata: Samantha Cameron, esposa de David Cameron, líder del Partido Conservador y primer ministro. Ella se ha implicado directamente en la industria y se ha convertido en la embajadora del Consejo Británico de la Moda. Y no tiene reparos al hablar del tema: «Me apasiona ver lo que la moda puede hacer por nuestro país. Es un tema muy serio. La moda británica es fuerte en creatividad, pero también es un negocio sólido».

¿Y qué ocurre en España? En nuestro país se han visto iniciativas aisladas. En su libro, Robb Young destaca la labor modernizadora que han tenido algunas políticas de izquierdas. De Carme Chacón, por ejemplo, recuerda el capítulo del desfile de la Pascua Militar en 2009. «Se encontró con un ritual anticuado que asumía que cualquier persona en su posición sería siempre un hombre. La manera en la que mujeres como ella responden en esas situaciones ayuda mucho a redefinir parámetros», asegura. También sitúa a Mª Teresa Fernández de la Vega en una liga de provocadoras «más deliberadas». «Desafió con valentía las convenciones», dice Young, a través de «ropa poco habitual para una política de alto nivel en España». Al autor también le gusta Sonsoles Espinosa. «Las primeras damas son percibidas como un complemento a la imagen de sus esposos o como una especie de madre ceremonial de la nación, pulida y recatada. Pero todo ha cambiado desde que llegaron Michelle Obama, Samantha Cameron, Miyuki Hatoyama y Sonsoles Espinosa, más ligadas a los ideales de feminidad de hoy».

Pero pese a la voluntad de algunas políticas españolas por defender la moda como expresión (a la mayoría de ellas ya les gustaba antes de entrar en el Gobierno), la sociedad patria tiene una clara tendencia a criticar todo lo que se salga de la norma. «En los países con un alto nivel de interacción social se suele producir un discernimiento colectivo, una crítica sobre lo que resulta apropiado y lo que no», confirma Ana Marta González, profesora de Filosofía en la Universidad de Navarra. Quizá, por eso, las marcas no toman partido y evitan hacer declaraciones cuando una política española lleva alguna prenda o complemento suyo. Quizá, por eso, no hemos contado jamás con una primera dama que se pronunciara sobre el tema (las dos últimas, incluso, han evitado a toda costa dejarse ver con sus maridos). Quizá, por eso, las fuentes españolas de las que queríamos obtener una opinión para este reportaje se han echado atrás en el último momento. Quizá en España aún tengamos miedo o cierto reparo a hablar de moda relacionada con la política. De hecho, en los mítines, junto a los candidatos, nunca hemos visto un diseñador de moda, pero sí un actor o un cantante.

De izquierdas o derechas, pero mujeres al fin y al cabo. Para Christina Binkley, columnista de The Wall Street Journal, hablar de moda asociada a política es un paso demasiado avanzado. Para poder conversar de ello con plena libertad, hay que solventar antes otros problemas, que nada tienen que ver con la ideología de una mujer. «No se me ocurre ni una sola política que no haya sido criticada por su vestuario, ya sea porque resulta demasiado desaliñada o, todo lo contrario, demasiado estilosa», dice Binkley. Christine Bard, autora de Historia política del pantalón (Tusquets), añade: «Detrás de la cortina de humo del girl power, el ambiente sigue siendo sexista».

Hagan lo que hagan con su vestuario, ¿las políticas están condenadas a perder la batalla? A mediados de julio, la nueva ministra francesa de Vivienda, Cécile Duflot, fue pitada por diputados de derechas en la Asamblea Nacional por lucir un estampado llamativo. «No había visto algo así ni cuando trabajaba en la construcción», respondió. La comisaria europea Benita Ferrero-Waldner se ganó el apelativo de Chanel Dolly, de la misma forma que Helle Thorning-Schmidt fue apodada Gucci Helle por su gusto por la ropa de marca. «No me llames Gucci solo por no ir vestida como una mierda igual que tú», cuentan que respondió una vez a uno de sus correligionarios. «Todavía existe un doble estándar. A ellas siempre se las juzga primero por la apariencia. A ellos solo les sucede si van vestidos de forma disparatada», valora Binkley.

«Las mujeres no disponen de la inmunidad que confiere un uniforme. La atención a su aspecto se convierte a menudo en un obstáculo malsano y sexista. Tal vez por eso, la mayoría sigue apostando por una manera de vestir más bien conservadora», confirma Robb Young. Sin embargo, cree que las cosas van a mejor. «Hace una década que asistimos a un movimiento lento pero continuo hacia algo más diverso, moderno y dinámico», asegura.

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