La curiosidad de cada día, por Pilar del Río
«El insistente por qué y el urgente para quién tienen que ser ejercicio diario si no queremos ser carne de cañón»
Ser curioso está mal visto. Tanto hoy como en tiempos atrás, la curiosidad no es virtud sino incordio y a los preguntones se les mira con recelo, como si saber que con el sol es día, y noche cuando la luna, no fuera suficiente para gobernarse con decencia tanto en ciudades como en aldeas. «Niño, deja de ser cazolete», le decían al que insistía en preguntar, señalándole con el dedo con gesto de advertencia y autoridad.
Cazoletas eran también las muchachas que iban a por agua a la fuente y allí comentaban las novedades de su mundo, que no podían ser otras que la burra parida, la borrachera del vecino o la falta de limpieza de la cuñada: «No paran de hablar, son unas cazoletas», decían quienes las veían tras los visillos sin darse cuenta de que esas conversaciones eran la única forma de fijar la historia de la vida privada y de satisfacer la inquietud que sentían, ya que el sistema y su condición rural no les permitía otras salidas. No se les llamaba curiosas porque les estarían diciendo pulcras, que era la acepción que prevalecía en los lugares del mapa en que crecí, y donde se insistía en que «no se pregunta, se aprende el catecismo y la enciclopedia», de modo que tuvimos que tragarnos demandas que tal vez nos hubieran ayudado en la educación sentimental y humana.
La curiosidad como método estaba mal vista en el país en el que prosperó la frase «que inventen otros», así que en vez de favorecer el cuestionamiento se afianzaron dogmas religiosos y sociales para cobijarnos y nos indujeron a ver, oír y callar porque discretos y sumisos alcanzaríamos el triunfo social y quién sabe si también el paraíso. «La curiosidad no es una virtud, es un pecado, mirad lo que le pasó a la mujer de Lot», recuerda mi amiga Teresa que nos enseñaban. Y nadie quería ser estatua de sal, pese a no saber cómo sería esa estatua y sospechar que se disolvería si se le echaba agua por encima…
Necesitamos tiempo para formular las preguntas fundamentales porque crecimos castrados para la curiosidad y colocando anécdotas donde bien hubieran cabido algunas interrogantes serias y sonoras. Así llegamos a estos días magníficos en que, amablemente, han decidido ofrecernos respuestas que nos entretengan y nos hagan olvidar todas las preguntas. Las revistas y los programas de televisión de máxima audiencia en que se desvelan los aspectos más banales, incluso sórdidos, de ciertas personas convertidas en espectáculo, forman parte del menú para seguir siendo dóciles, sumisos y manejables.
Don Ramón Carande, el historiador y economista que recorrió el siglo XX, dijo que empezó a estar muerto no el día que perdió vista, movilidad u oído, sino el día que dejó de tener curiosidad. Entonces comprendimos que, además de entretenidos, había que vivir planteando algunas cuestiones irrenunciables: qué nos está pasando, por qué nos pasa lo que nos pasa y, sobre todo, para quién pasa lo que nosotros vivimos. La curiosidad, el insistente por qué y el urgente para quién, tienen que ser ejercicio diario, dice mi amiga Yolanda, si no queremos ser carne de cañón y, además, cañón aprehendido. Preguntar, por ejemplo, y hasta que nos duela el alma, por qué cambian de rumbo y navegan a contracorriente cuando íbamos avanzando por una ruta trazada, por qué nos quieren otra vez callados, sumisos y clandestinos. Para quién reparte juego el poder, esa es mi curiosidad hoy.
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