Mi infancia en una comuna feminista
La diseñadora holandesa Irene Pereyra se crió con ocho ‘madres’ y varios hermanos en el Amsterdam de los ochenta y lo cuenta en un documental interactivo.
Hace ahora casi un año, la diputada de la CUP Anna Gabriel generó un pequeño incendio mediático cuando dijo en una entrevista en Catalunya Radio que, si pudiera, “formaría parte de un grupo que tuviera hijos en común” ya que, a su entender, la familia tradicional “es pobre y enriquece muy poco”. La escritora Jessa Crispin, que estos días promociona un polémico ensayo titulado Por qué no soy feminista, sugiere lo mismo, vivir “en comunas o aquelarres, criar a los hijos con tus amigas o con tus hermanas”. Para la diseñadora gráfica Irene Pereyra, no se trata de una hipótesis ni de una declaración más o menos provocadora, es la historia de su vida. Ella se crió en Amsterdam, en una comuna de inspiración feminista llamada Kollontai en honor a Alexandra Kollontai (1872-1952), una diplomática feminista de la Rusia comunista que practicaba el amor libre y creía que el matrimonio y la familia tradicional eran conceptos superados enraizados en el sistema de propiedad. Gracias a sus esfuerzos, la Unión Soviética fue el primer país en legalizar el divorcio en el que ninguna de las partes se consideraba culpable.
Pereyra, que vive (de momento sola) en Nueva York está acostumbrada a que cualquier mención a su infancia derive en “conversaciones de 30 minutos sobre los pros y los contras de vivir en una comuna y lo que significa crecer en un sitio así”, así que decidió zanjarlas de una vez por todas, o todo lo contrario, produciendo un documental interactivo de diez minutos, One Shared House, que se presentó hace una semana en el festival Offf de Barcelona. En su experiencia, no existen medias tintas sobre el tema. “Hay dos extremos. Algunas personas son extremadamente optimistas y tienen un ideal utópico sobre lo alucinante que sería vivir así y otras creen que debe ser una cosa horrible, caótica y sin ninguna privacidad”. Así que quise mostrar que la realidad es bastante más compleja”.
Otro motivo que le empujó a contar su experiencia en Kollontai es la proliferación actual de los llamados edificios de co-living para millenials, apartamentos con áreas compartidas gestionados por empresas como WeLive FounderHouse o Common cuyo planteamiento es radicalmente distinto a casa en la que ella se crió: “Son de propiedad privada y funcionan como una start-up, no son baratos y responden a inversores que quieren sacarles provecho. Igual que otros servicios que se han visto trastocados por la tecnología disruptiva como Uber con los taxis o Spotify con la música, hay un inventivo financiero detrás. Mi casa, sin embargo, no generaba ningún beneficio. Existía simplemente porque el Ayuntamiento de Amsterdam en los 80 obligó a los empresarios inmobiliarios a asegurarse de que un 1% de las nuevas viviendas se destinaba a los hogares comunitarios. La gente que vivía en nuestra casa no ganaba mucho, porque de lo contrario no hubiera podido acceder a viviendas protegidas. Un médico, un doctor o alguien que ganara más no hubiera podido vivir allí”. Aunque sí existía una atmósfera politizada y las habitantes tendían a ser ecologistas, relacionadas con el movimiento squatter y/o miembros con carnet del Partido Comunista, Kollontai no era exactamente un kibutz urbano ni un experimento de amor libre a lo Christiania. “Si te estás imaginando a una pandilla de hippies soñadores, es que nunca has conocido a un comunista holandés”, bromea Pereyra en el documental. Notarios y abogados intervinieron en los contratos previos, “y las primeras ocupantes volvieron locos a los arquitectos con sus exigencias”, que consistían básicamente en habitaciones privadas para cada ocupante y sus hijos, y espacios compartidos como los baños, la cocina, el ático y un pequeño jardín.
Pereyra llegó a Kollontai en 1989, cuando tenía cinco años, junto a su madre, que había visto un anuncio en un periódico progresista buscando justamente eso, una madre soltera con un niño de cinco años. Para entonces, la comuna llevaba ya cinco años en marcha y había pasado por varias etapas. En la primera, cuando el entusiasmo por el proyecto estaba intacto, las ocho ocupantes y sus hijos incluso iban de vacaciones juntos. Cualquier idea que mejorase la vida de la comunidad (como habilitar un huerto o una habitación oscura para revelar fotografías) se llevaba a cabo. Se compartían todas las finanzas y cada noche, invariablemente, había una cena comunitaria. Es aspecto llevó a las mayores fricciones. Las que tenían hijos querían cenar antes que las que no los tenían, los vegetarianos se ofendían si se servía carne en la mesa, no todo el mundo tenía el mismo tiempo para contribuir a la preparación de las cenas y algunas personas, sencillamente, cocinaban fatal. “Comer con alguien es algo muy íntimo y si no eres muy amigo de alguien, no es muy interesante cenar con esa persona cada día”, rememora en el vídeo una de las ocupantes originales de Kollontai. Así que las cenas se interrumpieron y con eso llegó cierta atomización de la vida en la comuna. En cuanto a las visitas, algunas de las mujeres tenían parejas que se podían quedar a dormir, pero “ninguno se mudó permanentemente. Existía una regla no escrita de que si traías a alguien, había que presentarlo. Ibas a encontrártelo en el lavabo, así que tenía más sentido”.
Aunque se perdió la “etapa de la luna de miel de la comuna, Pereyra creció muy unida a los otros tres niños que vivían en Kollontai en ese momento y que tenían una edad parecida a la suya. “No éramos como hermanos, pero sí mucho más que vecinos”, resume. En cuanto a los adultos, la diseñadora dice que se benefició de tener tantas figuras maternas alrededor. “Una era muy habilidosa y me enseñó a arreglar mi bici y cómo hacer chapuzas en la casa. Otra tenía una gran colección de música, así que siempre cogía prestados sus discos para hacer mis cintas. En general, era bueno estar expuesta a tantos adultos que no eran mi madre y eso me hizo ser un individuo más completo”. Para el documental, Pereyra consultó los estudios del psicólogo Daniel Greenberg, que siguió a 200 comunidades informales de Estados Unidos en los ochenta. “Greenberg concluyó que por su exposición a ese tipo de vida, los niños de las comunas tienden a ser más maduros socialmente, confiados, extravertidos, competentes y verbales que los demás. Además se benefician de tener amigos de distintas edades, algo que la segregación por cursos de los colegios tradicionales generalmente limita”, dice.
A la diseñadora no le importaría en absoluto repetir la experiencia con sus propios hijos en el futuro: “Sería fantástico exponerlos a tantos adultos distintos y creo que me resultaría mucho más fácil como madre. De todas formas, me preocuparía de que la comunidad fuese estable. Cuando investigué sobre los efectos de la vida comunal en los niños, descubrí que una desventaja es esa falta de solidez. Los psicólogos concluyeron que si había mucho movimiento en la comuna y los adultos entraban y salía a menudo, los niños se volvían deprimidos ansiosos y reservados y eso les generaba problemas incluso de adultos”.
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