Frecuencia modulada, por Ana Pastor
«Acababa de cumplir ocho años y el mundo que le rodeaba, además de color, empezó a tener sonido»
El silencio no le molestaba porque se había acostumbrado a él. Sin embargo, no quería que ocupara la mayor parte del día. Ese maravilloso invento que acompañaba ahora a sus pequeñas orejas le había cambiado la vida. Sus padres habían consultado con varios especialistas y finalmente apostaron por él. Acababa de cumplir ocho años y el mundo que le rodeaba, además de color, empezó a tener sonido. Y eso cambiaba mucho las cosas. Aún tenía que esforzarse en centrar su mirada en los labios de quien le hablaba, pero el implante coclear le abría infinitas posibilidades.
Mi amigo Antonio tiene ahora 18 años. Y no es diferente. Es especial. Su dificultad en la audición ha hecho que agudice otros sentidos y que desarrollara una increíble capacidad para escribir con finísimo humor. Muchas veces este abre puertas y hasta derriba muros del que, aunque oye, no sabe escuchar. Me encanta su cara de entusiasmo cuando relata cómo es su adaptación al mundo universitario. Lleva unos meses en la facultad y las anécdotas son las de cualquier otro adolescente. Eso sí, algunos profesores han colaborado para que pueda escucharles en una clase abarrotada y ruidosa a través de un sistema de frecuencia modulada, FM, como la radio.
Su caso no es único en España. Hay más de 8.000 personas, más de la mitad son niños, que nacieron sordas o perdieron la audición pero que han reconquistado territorio gracias a estos implantes. Sin embargo, la despiadada crisis quiere llevarse también por delante a esa parte de nuestra sociedad porque los implantes y su mantenimiento cuestan mucho dinero.
La vida, a veces, es increíblemente sorprendente y mientras escribo sobre Antonio, una amiga me envía un correo con una frase demoledora: «¿Te imaginas tener que dejar de oír por no tener los recursos para pagar la rotura de un cable o el cambio de un procesador obsoleto?». Su autor es Marcos Lechet. Se quedó sordo con cinco años y a los 20 le pusieron el implante. Entonces escuchó su voz por primera vez. Fue como cumplir cualquiera de los miles de deseos pedidos de niño, como encontrar el mejor sinónimo de la palabra felicidad, como volver a nacer. Ahora, Marcos ronda los 40, tiene un hijo de tres años y ha decidido levantar la voz. Asegura que en España hay un monopolio en la fabricación y distribución de esos implantes tan vitales. Por eso pide, a través de Change.org, que el Gobierno negocie con la compañía y baje los precios. Me cuenta amargamente que el fabricante «hace aparatos para oír pero no escucha lo que tenemos que decir. Convierte oír en un lujo que no todos podemos pagar». Es desgarrador leer los mails que nos hemos intercambiado. Varios padres han enviado a Marcos cartas diciendo que, por culpa de la crisis y el maldito paro, han tenido que «desconectar» a sus hijos del mundo exterior, guardar los implantes en el cajón y esperar a que lleguen tiempos mejores.
Pero mientras eso ocurre, Marcos ha decidido moverse. Y ya le siguen miles de personas. Es una cuestión de dignidad, de igualdad y de justicia. Quiere escuchar y quiere ser escuchado. En uno de los últimos correos me cuenta que pensaba que su hijo no sabía que tenía un papá sordo hasta que se le rompió una de las piezas y tuvo que prescindir del implante durante un mes. El pequeño descubrió que su padre no le entendía cuando le pedía algo, así que iba señalando con el dedo lo que necesitaba. En aquellos días oscuros, se le acercó y le dijo: «Papi te voy a comprar un aparato de muchos colores». Quizá, con sensaciones así, como diría el poeta británico Willard J. Madsen, «tienes que ser sordo para comprenderlo».
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