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Devotas y diplomáticas: cuando las monjas del barroco fueron el poder en la sombra de los palacios reales

Nuns
Getty (Universal Images Group via Getty)

* Ana y Carmen están detrás del podcast Las hijas de Felipe, donde analizan cotilleos históricos, dramas barrocos y vidas olvidadas. En él conectan historias de los siglos XVI y XVII con el presente.

Si algo debiera habernos enseñado la Benedetta de Paul Verhoeven con su delirante y jugosísima aproximación al lesbianismo conventual es que pocas veces fue la clausura un espacio tan impermeable como a menudo imaginamos. Aunque el embrujo y el mareo ante la sucesión vertiginosa de visiones, estigmas y dildos camuflados la desdibuje sin remedio, existe en la película —lo juramos— una tímida trama que ubica los devaneos místicos de Benedetta Carlini (1590–1661) en medio de una disputa soterrada entre jerarquías eclesiásticas y municipales. Tanto la persecución como el ensalzamiento de la monja de Pescia están atravesados por complejas dinámicas de poder que nos recuerdan que ya en el siglo XVII los muros del convento eran límites más que porosos, nada ajenos al devenir del mundo secular. Y, aunque las religiosas de Verhoeven parezcan más volcadas en afanarse en rencillas internas y quehaceres de alcoba —tareas por otro lado importantísimas— que en atender a escozores de más largo alcance, no deberíamos olvidar que los conventos del barroco en ocasiones fueron hábiles y decisivos centros femeninos de poder político, diplomático y estratégico.

Pocos lugares encarnan mejor esa doble función que el monasterio de las Descalzas Reales de Madrid. Fundado por Juana de Austria en 1559 sobre el antiguo palacio de un tesorero imperial, el convento bulliría siempre ajetreado entre unos particularísimos hábitos devocionales —una pasión desmedida por las figuritas policromadas del Niño Jesús— y el cuidado de toda una efectiva red de vínculos diplomáticos, cruciales para la dinastía Habsburgo, con cortes como las de Lisboa, Viena o Florencia. Cuando la hija de María de Austria y del emperador Maximiliano tome sus votos en las Descalzas bajo el nombre de profesa de sor Margarita de la Cruz (1567–33), lo hará tras haber rechazado la propuesta de matrimonio de su tío Felipe II y reiterando su desinterés por los molestos asuntillos de la gestión monárquica: “¿He de ser esposa de Cristo si me quedo infanta y no lo he de ser si me ofrecen ser reina? Pues no sería correspondencia, ni cordura, dejar a Dios por el hombre, lo eterno por lo breve, lo inmenso por lo pequeño. No penséis que pesa en mi corazón la Corona de España, porque me parece muy grande el embarazo y corto en la estimación. Otra corona me llama”. Por mucha distancia que este envalentonado desplante al rey quisiera marcar entre la Corona de la monarquía y la de un reino más espiritual, lo cierto es que las mujeres que habitaron las Descalzas instauraron en este convento palaciego atiborrado de relicarios japoneses y tapices de Rubens una segunda corte a la sombra de la ubicada en el cercano Real Alcázar. La misma sor Margarita de la Cruz compaginaba su clausura con una permanente y agitada comunicación con el exterior. Nunca dejó de recibir visitas de Felipe III o dignatarios del nuncio papal: la monja fue, de hecho, la única destinataria que el papa Urbano VIII consideró digna de recibir cartas de su puño y letra. Su intercesión ante el rey fue clave para aliviar las tensiones entre Austria y España y, ante todo, supo —siempre con un pie bien anclado en lo espiritual gracias a su inseparable figurita del Niño Jesús— encontrar en los corredores de las Descalzas el espacio idóneo para cultivar todas estas relaciones lejos del escrutinio del duque de Lerma, muy poco partidario de los intereses de su rama de los Austrias. A pocas cosas temía más el duque que a los intercambios en alemán entre sor Margarita y la reina, que se le escapaban sin remedio.

Si resulta comprensible que los intramuros del palaciego convento de las Descalzas se transformaran en neurálgicas estancias cortesanas, más sorprendente resulta encontrar en remotos conventos alejados de la Corte celebrities religiosas que se convirtieron, desde la quietud de la clausura, en ávidas consejeras políticas. Desde la pequeñísima villa de Ágreda (Soria), en 1661, una monja concepcionista se decidía a empuñar la pluma para escribir:  “Bien cierto puede estar Vuestra Señoría que me cuestan muchas lágrimas y suspiros y largos ratos de pena el proceder del rey y los trabajos de esta corona, y sobre todo, la insensibilidad del rey, que parece una estatua de hielo. No es posible ponderar lo que yo he dicho a este señor, y en la última carta me dice que si él hubiera hecho lo que yo le decía no hubiera tenido los trabajos que han sobrevenido”. Con cierto desdén, algo de resentimiento y mucha desesperación, agotada tras más de veinte años de carteo con Felipe IV, sor María Jesús de Ágreda (1602–65) le declaraba en 1661 a su amigo Francisco de Borja, sin tapujos ni circunloquios, la ineptitud del monarca.

Las dotes místicas de esta fascinante monja habían arrastrado a Felipe IV hasta Ágreda en 1643. Abrumado ante la imposibilidad de controlar un reino resquebrajado, el monarca asumió que, quizás, la salvación de España sólo podía venir impulsada por revelaciones proféticas y milagrosas apariciones. Resulta difícil no encandilarse imaginando a María Jesús, cubierta con la capita azul de su hábito, asomada tras las rejas del locutorio, en su empeño por persuadir a Felipe IV de que la suya era la única voz capaz de guiarlo a través de la espesa bruma política que estaba ahogando al reino en deudas y sublevaciones. A partir de este misterioso encuentro, el monarca y la religiosa se volcarían en una extensísima correspondencia en la que María Jesús, sabedora de la celebridad que habían alcanzado sus revelaciones y también de una destreza bastante inusual para cautivar con el lenguaje, se echaría sobre los hombros el desafío de convertirse en protectora del destino de la monarquía católica. Protegida por el velo milagroso que le otorgaba su condición de santa en vida, María Jesús de Ágreda, incombustible opositora a los tejemanejes del Conde-Duque de Olivares, valido del rey, intentó encauzar las alianzas y favoritismos del monarca. Pero tras la máscara piadosa, cándida y humilde que la monja concepcionista le mostraba a Felipe IV en sus cartas, se escondían, en realidad, muchos recovecos y dobleces. Y es que, por aquellos mismos años, María Jesús vivía sumida en un carteo simultáneo con Francisco y Fernando de Borja, miembros de la poderosa familia aragonesa de los Borja y muy interesados en disponer de las influencias de la monja para penetrar la inaccesible órbita monárquica. En las cartas a Francisco de Borja, María Jesús se revela como un poderoso agente político, que deja atrás la pátina de humildad que revestía su comunicación con el monarca, para opinar con contundencia sobre las más escarpadas controversias y conspiraciones que empantanaban el reino. En estas cartas, María Jesús recurre con habilidad (y también con mucho disfrute) a un lenguaje cifrado para criticar los quehaceres de un monarca al que juzga pusilánime e incompetente. Bajo las cifras de “el médico” y “el enfermo”, la monja se ubica a sí misma y a Felipe IV en una contienda política y emocional de difícil resolución —“Nuestro enfermo continúa. Yo estoy desconsolada porque declara el médico que teme muchos daños porque no se reparan y no hablar claro es tormenta del que desea la salud. Dice algo, pero el enfermo está inacto”—, que terminará arrastrándola a la más absoluta desesperación, cansadísima de gobernar desde la sombra: “La poca disposición del enfermo me tiene muerta”.

María Jesús de Ágreda acabó, como muchas otras monjas coetáneas, azotada por un péndulo que oscilaba impredecible entre los juicios inquisitoriales y las posibilidades de beatificación. Pero también hay que celebrar que, como muchas otras monjas, María Jesús de Ágreda hizo de la clausura un espacio no solo de regocijo, estudio y amistad, sino también, gracias a la escritura epistolar, un fulgurante centro de agencia política.  Junto con María Jesús de Ágreda y sor Margarita de la Cruz, desfilan los nombres de Magdalena de San Jerónimo, artífice de una aterradora reforma penitenciaria para mujeres en el reinado de Felipe III, la clarisa Luisa de la Ascensión que, entre sus bilocaciones y revelaciones, encontró tiempo para inmiscuirse en peliagudos asuntos de estado como el sonado (y fallido) matrimonio entre el Príncipe de Gales y la hija de Felipe III o la malhadada expulsión de los moriscos en 1609.

Otra lección podemos sacar de Benedetta y de cualquiera de nuestras monjas más favoritas de la historia es que todo lo que sucede ahora ya le ocurrió a alguien en el barroco. La publicación reciente de Millennial Nuns: Reflections on Living a Spiritual Life in a World of Social Media (Tiller Press, 2021), donde las Hijas de San Pablo narran en primera persona cómo sortean con gracia los malabares de compaginar sus deberes conventuales con una “vida millenial” atentisima a las redes sociales, no puede sino devolvernos a todas estas monjas que, entre bordados, penitencias y ayunos, supieron conciliar con destreza su devoción con la trepidante vida barroca.

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