Tienes una carta de tu amiga de Internet: ¿son las ‘newsletters’ el último (y único) oasis de confort feminista de la red?
La añorada blogosfera más libre revive, a su manera, a través de newsletters y contenido monetizable con fórmulas que sortean, aunque no siempre con éxito, la violencia a la que se enfrentan las mujeres en las redes tradicionales.
Cuando la periodista Delia Cai aclara por correo electrónico que «las mujeres llevan años tirando de newsletters para construir sus comunidades; ya lo hacían mucho, muchísimo antes de la llegada de Substack», algo de razón lleva. Sirva como ejemplo el caso de la antifeminista Phyllis Schlafly, que atesoró una codiciada lista de nombres, apellidos y direcciones postales de amas de casa conservadoras suscritas a su boletín mensual, The Phyllis Schalfly Report, una primigenia newsletter que enviaba por carta (física) a sus miles de seguidoras desde 1967 y que mantuvo religiosamente durante cinco décadas para maldecir los avances del feminismo, la conquista del derecho al aborto o el matrimonio homosexual. El destino ha querido que el hijo (gay) de Schlafly sea su sucesor para enviar su report ultraconservador y, por suerte, la evolución ha propiciado que la mayoría de nuevos boletines femeninos ahora se centren más en celebrar la igualdad y la justicia social que en maldecirla. Bienvenidos a 2021, el año en el que las amigas del Internet, aquellas a las que seguimos de cerca virtualmente y con las que probablemente jamás nos tomemos una cerveza en persona, nos alegran la bandeja de entrada con sus cartas intimistas, mezcla de ensayo en primera persona, psicoanálisis y multitud de referencias a la cultura pop, liberadas, en cierta manera, de las fórmulas de un periodismo tradicional que sufre cierto desgaste de identificación entre el gran público.
Aunque la cultura de la newsletter con carácter feminista llevaba desde 2014 creciendo a un ritmo controlado y con algunos altibajos especialmente dramáticos –ahí estuvo el auge y caída de Lenny Letter, el proyecto fallido de Lena Dunham–, han sido los nuevos métodos de Substack, la plataforma de newsletters de moda, los que han revolucionado y acelerado este inusitado boom por la suscripción a los boletines de autor, especialmente en el ámbito periodístico, especialmente entre mujeres y agregando un factor dispuesto a cambiarlo todo: la posibilidad de monetizar el contenido bajo suscripciones pagadas. En Substack el autor puede cobrar a los lectores por sus textos, pero también está la opción de ofrecerlos en abierto u ofrecer alguno de pago. Las tarifas de suscripción pueden sufrir variaciones, pero el precio habitual suele rondar los cinco euros al mes y el autor/a puede establecer diferentes escalas para desbloquear contenido a sus suscriptores en función de lo que paguen, como por ejemplo, la posibilidad de acceder a podcasts.
Siguiendo el modelo del capitalismo de plataformas en el que el producto de trabajo a tratar es inmaterial, como contenido cultural y conocimientos, Substack se creó en 2017 con un texto fundacional que llamaba a la grandilocuencia frente a lo que consideran como métodos obsoletos: «Los grandes tótems del periodismo están muriendo. Las redacciones están tomando medidas desesperadas para su supervivencia, así que tenemos granjas de contenido, clickbait, artículos de listas, debates inanes y una epidemia de fake news. El contenido periodístico ha perdido su valor percibido, pero en cada crisis hay una oportunidad. Creemos que el contenido tiene valor intrínseco y que no debe ofrecerse gratis. Creemos que importa lo que lees». Creada por tres socios salidos de Silicon Valley y su cultura neoliberal –Chris Best, cofundador de Kik Messenger; Jairaj Sethi, un desorrallador y Hamish McKenzie, un experiodista tecnológico–, Substack jamás se ha definido como un medio de comunicación en sí y se sitúa más bien en una especie de plataforma-contenedor que ofrece la infraestructura básica para la mediación de autores con sus lectores potenciales. A cambio, se queda con un 10% de sus ganancias. Hoy en día acumula 250.000 suscriptores que pagan por contenido.
La revolución de su método de suscripción, y lo que le ha diferenciado de otras plataformas como Revue, Lede o Tiny Letter (esta última propiedad de MailChimp), ha sido ofrecer incentivos para «fichar», a su manera, a periodistas freelance con una base de seguidores amplia, cuya marca personal ya estaba más que establecida y exigir exclusividad en su plataforma, pero sin llegar a firmar ningún contrato con ellos o hacerse responsables de lo que ellos publiquen. Substack, con una plantilla de 20 trabajadores, tiene una política de moderación de contenido ligera, que prohíbe el acoso, las amenazas, el spam, la pornografía y la llamada a la violencia. Las decisiones de moderación las toman los fundadores. Así lo desveló la periodista y escritora Anna Wiener en un extenso reportaje sobre el fenómeno en el New Yorker, donde aclaró que «se han llegado a pagar avances de seis cifras, incentivos para que trabajaran para ellos sin contrato, pero con la posibilidad de acceder a una red de defensa legal que puede llegar hasta cubrir multas de hasta un millón de dólares». Otros cronistas con una amplia base de seguidores en redes han recibido la opción de acceder a seguros médicos y se han llegado a reclutar con cuantiosísimos avances por exclusividad a periodistas como Anne Helen Petersen (la ensayista que acuñó lo de la Burnout Generation o generación quemada y a cargo del interesantísimo Culture Study) o el cofundador de Vox, Mathew Yglesias, que dejó su trabajo en su medio para ponerse a escribir con libertad su propia newsletter, Slow Boring.
En este nuevo horizonte mutante, en el que la marca personal vuelve a establecerse como requisito para el éxito, conviven bloggers, periodistas de profesión, novelistas o gente que comparte sus hobbies, pero también ganan fuerza las newsletters creadas por mujeres para generar comunidad. En España, tal y como recogía Carmen López en un repaso a este auge en el diario.es triunfa Flecha, de Carmen Pacheco; Maneras de estar cerca, de Leti Vila-Sanjuán; Massolit 101, de Beatriz Serrano o Love&Rockets, de Alexandra Lores.
Por qué atrae a tantas mujeres
«Hay algo que hace muy apetecible a la newsletter, es esa mezcla que va desde la forma en la que está escrita, como si te la redactase una amiga íntima, al hecho de que sea un espacio para ti y tus lectores porque tú controlas a tu lista de suscriptores, o cómo aparece directa a tu bandeja de entrada sin tener que recurrir al ruidoso entorno de las redes sociales«, defiende Delia Cai, periodista de tendencias en Buzzfeed que acumula más de 9.000 suscriptores en Deez Links, la newsletter prácticamente diaria que empezó a mandar en 2016, «cuando descubrí otras tan maravillosas como The Ann Friedman Weekly o Today In tabs» y a la que hay que seguir si uno quiere enterarse de qué se cuece en los medios de comunicación, en Tik Tok, en la cultura de los memes, la viralidad de Internet o leer entrevistas con otros periodistas de nuestro tiempo. La newsletter de Cai es gratuita, pero ha conseguido monetizarla a través de anuncios clasificados –ha pasado de 2.000 suscriptores a 9.000 en solo un año– y la combina con su trabajo como redactora de tendencias y crecimiento para Buzzfeed.
«La ventaja que tiene Substack frente a los medios tradicionales es que la barrera de entrada es prácticamente cero, es decir, que con un móvil y/o ordenador y Wi-Fi ya puedes publicar. Y, de hecho, creo también que es una manera de ganar experiencia escribiendo y publicando para poder acceder luego a una publicación o medio tradicional (aunque ese no sea el camino que todo el mundo siga o quiera, evidentemente)», explica la periodista Janira Planes Frías, cuya newsletter Truffle Season se ha convertido en uno de los referentes entre periodistas para entender qué se cuece en la cultura de Internet. A sus 23 años, Planes plantea su boletín como un puente hacia nuevos caminos en su futuro laboral. Su opción es tomar el camino inverso de muchos de esos cronistas que dejaron sus medios o, directamente, se quedaron sin trabajo, y se pusieron a publicar sus propias newsletters con suscripción para tratar de captar ingresos. Ese fue el caso del exitosísimo Maybe Baby de Haley Nahman, ex editora de la web de Man Repeller, que a sus 31 años y tras dejar su empleo por la tormenta perfecta de Black Lives Matter contra su ex jefa, Leandra Medine, durante la pandemia, ha convertido su boletín personal, donde mezcla textos en primera persona con referencias de Marx, Baudrillard o a la cultura pop, en una fuente de ingresos lo suficientemente estable como para lanzarse a hacer un podcast propio dentro de su suscripción. Durante dos meses en 2020, Maybe Baby fue una de las 25 newsletters más pagadas dentro de Substack. Su objetivo, según defiende en su página, es que sus lectores «sientan que están teniendo una conversación con una amiga».
Aunque Patreon funciona más allá de newsletters, la plataforma de micromecenazgo ofrece su infraestructura a creadores de contenido y funciona de manera similar a Substack: bajo pago mensual y con diversas tarifas para los suscriptores en función de los niveles de contenido a los que quieran acceder. Desde su fundación en 2013, y según datos facilitados por la compañía, se han sumado 200.000 creadores que han ganado más de 2 mil millones de dólares con los más de seis millones de «patrons» (que es como apodan a sus suscriptores) con los que cuentan.
Fundada cuatro años antes que Substack, los ingresos de esta plataforma se han disparado en los últimos dos años y su sistema también ha servido para tejer comunidades feministas por suscripción, en la que las autoras ganan independencia y libertad en la edición de contenido. En España, bajo este prisma, funciona la página de herstory sobre literatura y arte de Helena Sotoca en Femme Sapiens o el podcast de de Carolina Iglesias y Victoria Martín, Estirando el chicle. También el patreon cultural con perspectiva de género de Soy Sauce, que gestiona la historiadora y cofundadora de Visual404, Déborah García Sánchez- Marín.
García asegura que sus únicos ingresos fijos provienen de la plataforma. Sus tarifas varían en función de sus artículos y actividades (cada mes realiza un cine fórum donde analiza cineastas o películas), pero el pack más basico, el de 3 euros mensuales, permite acceder a un texto de arte y otro de cine y debloquear vídeos divulgativos que ella misma selecciona. Subvencionada por 111 mecenas, García asegura que aunque la pandemia ha hecho bajar su nivel de suscriptores, sí le ofrece mayor tranquilidad y seguridad que trabajar con medios tradicionales. «Hablas directamente con las personas que quieren leerte, tienes libertad para escribir de los temas que quieres, puedes crear el contenido que quieres cuando quieres. Cobras a final de mes, no hay retrasos. Ganas en tranquilidad, no tienes que estar luchando por cobrar una factura durante meses. Para mí es ganar en salud», apunta. También le aporta seguridad. «Patreon se ha erigido como un espacio seguro. Me consta que tienen un equipo anti-odio que trabaja para que el acaso y la violencia no se den», asegura. ¿Es este trato cercano, esa posibilidad de controlar el mensaje sin intermediarios ni editores el oasis de seguridad y confort feminista que necesitábamos? No para todas.
Más seguridad, sí, ¿pero para quién?
En una era en la que la hostilidad hacia las mujeres que toman la palabra en la red se ha vuelto prácticamente inaguantable, las newsletters se vislumbraban como un rincón seguro alejado de los trols habituales. Con la lección aprendida, pasear por Twitter o por Facebook con voluntad de compartir alguna opinión es una jugada que no suele salir bien: nueve de cada diez mujeres con presencia pública online (un 98,9% para ser más exactos, básicamente, todas las presentes) ha sufrido al menos un tipo de violencia en esa esfera. También saben que ejercer el derecho a tomar la palabra virtual no es agradecido: siete de cada diez periodistas (un 73%) reconoce que en redes ha sido insultada, acosada o recibido amenazas sexuales por el mero de hecho de informar algo. Y no solo pasa en las vías tradicionales como Facebook o Twitter: las mujeres tampoco se sienten seguras en Clubhouse. La app de sonido en la que todo el mundo quiere estar –solo se accede por invitación– también es la que está asentándose sobre una cultura misógina y racista donde los millonarios tecnócratas crean en sus chatrooms sus propias listas negras contra mujeres periodistas que simplemente hacen su trabajo y les fiscalizan ante la ciudadanía.
Con una generación femenina que ha interiorizado la autocensura virtual como estrategia (errónea) de autocuidado para evitar el trauma mental que genera el acoso y el insulto por decir (lo que sea) en lo virtual, ¿es este auge por las cartas y el contenido bajo mecenazgo el último espacio seguro femenino? ¿Es este boom por la información personalizada e intimista una nueva etapa que resucita, en cierta manera, aquella blogosfera feminista libre y sin ataduras de tráfico e inversión publicitaria que tanto triunfó durante la pasada década con webs como The Hairpin, Rookie o Feministing y que se derrumbó por no adaptarse a un capitalismo informativo voraz? Con un ecosistema que todavía está asentándose, lo que sí es evidente es que en el último año, y con una pandemia que ha dinamitado la experiencia profesional tal y como la conocíamos –las mujeres, además han sido las más castigadas laboralmente–, la cultura de la newsletter y la publicación de contenido monetizable hecho por mujeres y dirigido a mujeres ha explotado a unos niveles que recuerdan a aquel furor, libertad y entusiasmo por la blogosfera de principios de los 2000. Pero, ¿son realmente espacios seguros para las violencias de la red?
Hace unas semanas se pudo comprobar que no. No para todas. Desde Twitter y otras redes, diversas autoras trans que recurren al mecenazgo de sus contenidos fueron señaladas desde distintas redes sociales para boicotear estas fuentes de ingresos. Una creadora consultada para este reportaje, dispuesta a aparecer inicialmente, lamentó no sumarse a la voces que aquí se reflejan para, precisamente, no aumentar su visibilidad y tratar de evitar otra oleada el acoso como el que padeció.
Para Janira Planes, tener Substack no implica tener una vida más tranquila. «Todo depende. Creo que las newsletters siguen siendo artículos que te llegan en tu bandeja de entrada pero que las puedes compartir como si fueran posts de un blog. Por lo tanto, si alguien quiere acosarte por algo que publiques, insultarte o lo que sea lo puede seguir haciendo igual. Tan solo te menciona en twitter, te contesta el correo o te deja un comentario«. Nadie dijo que sería un camino de rosas.
Y del aislamiento y la autoexplotación, ¿cuándo hablamos?
¿Qué se gana y qué se pierde en el panorama laboral para muchas de estas autoras que han optado por monetizar su trabajo? ¿Hasta dónde se puede estirar el chicle de la marca personal a la conquista de espacios virtuales en los que explotar una y otra vez la primera persona y el punto de vista como método laboral?
Para una creadora autónoma y sin fuente de ingresos fija, este tipo de plataformas son la solución más cercana, pero también tiene consecuencias y acrecenta, aún más, esa desprotección y aislamiento total. «Escribir a menudo se percibe como una empresa de carácter individual, pero el periodismo es un esfuerzo colectivo. Y esa es la paradoja de Substack: es una forma de salir de la redacción, y del racismo, el acoso o el capitalismo de riesgo buitre que se encuentra allí, pero es una salida total, por cuenta propia», escribió la periodista Clio Chang en un extenso reportaje sobre la plataforma. Porque el auge de la cultura de la newsletter no solo representa establecer un paradigma en el que se gana libertad, también se pierde el organigrama de la vieja escuela. No solo frente a la protección salarial de derechos laborales, también en la cadena y organigrama de edición. Escribir allí supone estar sola a toda costa. Kelsey Mckinney jamás publica reportajes en su newsletter sobre escritoras y solo lo hace para medios tradicionales porque sabe que está desprotegida totalmente a través de Substack.
Se dice que Susbtack es la prueba de la democratización de la información, pero también que funciona bajo esa democracia neoliberal del empoderamiento individualista. Delia Cai, que entiende esta dualidad, mantiene sus reservas. «Aunque es prometedor que más personas estén más dispuestas que nunca a pagar por el contenido de Internet, también existen todas las implicaciones capitalistas habituales de dar a esas personas otra vía para monetizarse como marca o influencer o lo que sea, y ver a aquellos que ya tienen éxito subir a la cima». Pese a todo, cree que el efecto Substack es positivo: «Tengo esperanzas. Salí del instituto en un momento en que la gente todavía pensaba, ¿por qué pagarías por las cosas que lees en Internet? Los periódicos luchaban por convencer a la gente de que comprara suscripciones digitales; todos nuestros blogs favoritos como The Hairpin y The Awl no consiguieron sostener sus modelos comerciales solo con la publicidad. Así que creo que esta nueva norma en la que la gente está dispuesta a pagar para apoyar a sus escritores favoritos se traducirá en más personas dispuestas a pagar para apoyar organizaciones como periódicos universitarios o medios locales, sitios web independientes extravagantes. Esos son los lugares que realmente necesitan nuestro apoyo si queremos tener un ecosistema de medios diverso y una democracia saludable».
¿Hasta qué punto es saludable esta cultura que urge a generar contenido personal invadiendo todos los espacios posibles de Internet (podcasts, newsletters, redes, etc)? «Hay autoexplotación porque si no eres conocida ya antes de empezar a publicar, seguramente lo estés haciendo a parte de tu trabajo, gratis y en detrimento de tus horas de sueño. Es algo en lo que pienso bastante y aún no sé cuál sería la solución», apunta Janira Planes, en la encrucijada personal. «También es verdad que nadie me obliga a hacerla, pero siendo sincera, sí que hay veces que si no puedo publicar una semana porque voy a tope me lo tomo como si hubiera fallado a alguien o no estuviera trabajando lo suficiente. Es un poco la perversidad de la passion economy, supongo. Lo haces porque te encanta, pero a la vez también te obliga a no bajar nunca la guardia».
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