Así es el creador de Slack, el ‘exhippy’ que quiere acabar con los ‘emails’ de trabajo
Stewart Butterfield nació con el nombre de Dharma, estudió filosofía y ahora es el nuevo niño mimado de Silicon Valley.
Se ha convertido en un juego de sobremesa para gente hiperocupada, competir por ver quién tiene más correos electrónicos sin leer. También es una imagen habitual en Instagram, sobre todo después de las vacaciones: la captura de pantalla con la fatídica cifra, normalmente de varios millares. Los números dan risa porque son terroríficos. Según un estudio de la consultora McKinsey, los trabajadores altamente cualificados pasan un 28% de su jornada laboral gestionando sus correos electrónicos y Gloria Mark, una profesora de la universidad de Irvine, en California, calculó que los empleados de oficina reciben interrupciones cada tres minutos y, una vez distraídos, pueden tardar hasta 23 minutos en volver a la tarea que abandonaron. En el mismo estudio de McKinsey concluyen que mejorar esa productividad podría ahorrar a la economía estadounidense más de mil millones de dólares al año.
El correo electrónico simplificó enormemente la comunicación, dentro y fuera del trabajo, pero su éxito descomunal ha hecho que pierda precisamente lo que le hizo imprescindible, la agilidad. Normal, por lo tanto, que el mundo se esté entregando a la primera aplicación seria que promete una vida sin e-mails. Slack, cuyo lema es be less busy, algo así como vive menos atareado, se presenta como el invento que llegó para matar el correo electrónico, o por lo menos así la presenta Time en un artículo reciente. Ya la utilizan para su comunicación interna AirBnB, HBO, Buzzfeed, la NASA, otras tantas empresas de nombres menos sexies, así como cientos de miles de individuos que descubren cada día que resulta bastante práctica. De entrada, quien se la instala no nota nada especialmente novedoso. Se parece a un chat como el de Facebook, el de Gmail o cualquier otro servicio de mensajería a tiempo real. Pero tiene algunas características especialmente acordes con la manera en la que se trabaja hoy. Permite compaginar un canal general de grupo con mensajes directos o subgrupos –como el clásico grupo de WhatsApp que tiene spin offs para criticar lo que se dice en el grupo general–, incluye emojis preinstalados (hay hasta una función para añadir a un mensaje el icono que se encoge de hombros) y permite escoger varias opciones para recibir las notificaciones. Si uno necesita un rato de concentración ininterrumpida, puede escoger que se le acumulen y verlas todas de golpe o, en caso de una reunión virtual, puede mantenerlas abiertas para contestar al instante. La idea, como resumió Wired, es que Slack se convierta en el nuevo Microsoft, el lugar mismo en el que se hace el trabajo de oficina y que incorpore el resto de herramientas, tipo Dropbox, Google Apps o Zendex.
Probablemente, lo más curioso de Slack sea su fundador y CEO, el hombre de moda en los círculos tecnológicos. Responde por Stewart Butterfield pero no nació con ese nombre. Sus padres, un pacifista estadounidense que desertó de la guerra de Vietnam y huyó de su país y su pareja canadiense, vivían en una comuna hippy en la ciudad de Lund, cerca de Vancouver y le bautizaron Dharma Jeremy. Los Butterfield se montaron una precaria cabaña a partir de las ruinas de una granja abandonada y no tuvieron agua corriente hasta que el todavía Dharma tuvo cuatro años y electricidad un año más tarde. Cuando el niño tenía siete años, la familia dejó la comuna y se reintegró parcialmente en la sociedad capitalista. Fue entonces cuando Dharma vio el primer ordenador y quedó fascinado.
Aunque a los 12 años decidió cambiarse el nombre new age por lo más normal que pudo encontrar, Stewart, su vida conservó tintes poco convencionales. De adolescente, viajó solo por China. Se graduó en Filosofía, con especialidad en Spinoza, y consiguió una beca para estudiar un máster en psicología cognitiva en Cambridge. Por si su biografía no parecía ya lo suficientemente sacada de Pureza de Jonathan Franzen o El Círculo de Dave Eggers, a Butterfield sólo le faltaba conocer a una mujer llamada Catherina Fake.
Convertidos en socios y pareja, Butterfield y Fake proyectaron un videojuego online llamado Neverending Game, en el que no se podía ganar ni perder, simplemente resolver acertijos hasta el infinito. No triunfó en absoluto pero generó el tipo de culto minoritario y fanático que hace que alguien le dedique un blog y hasta hackee el correo interno de sus creadores. Eso hizo un tipo llamado Cal Henderson y la respuesta de la empresa, en lugar de llevarle a los tribunales fue ofrecerle un contrato –hoy Butterfield y Henderson siguen siendo estrechos colaboradores–. En el camino de la creación de videojuegos fallidos, la empresa dio con un invento de manera casual: un servicio para compartir fotos que acabaría siendo Flickr.
Como saben quienes siguen la información de Silicon Valley como quien sigue una liga extranjera, Yahoo compró Flickr por una cantidad “entre 22 y 25 millones de dólares”, según el propio Butterfield, y la pareja, que tuvo una hija y se separó unos años más tarde, se trasladó de Vancouver a San Francisco. Aquello se consideró el fin oficial de la “burbuja rota” y el principio del triunfo de las webs en las que el usuario creaba el contenido y tenía un papel activo.
A pesar de que la venta de Flickr les convirtió en multimillonarios, el nombre de Butterfield no se haría del todo viral hasta que dejó Yahoo, aburrido de tener una presencia decorativa en la empresa. Mandó un mail de despedida en el que se hacía pasar por un viejo trabajador del metal que se retiraba “para cuidar de su granja de alpacas”. A partir de ahí, se puso en la tarea de levantar el nuevo Microsoft. Hoy los medios sienten una comprensible fascinación por él y él responde a semejante cortejo contando su historia. Aaron Sorkin, ya estás tardando.
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