El Valentino de Rosario Nadal que mejor representa a la España de los noventa
La mallorquina se estrenó como celebrity, con casi total probabilidad a su tímido pesar, en septiembre de 1989 cuando se casó con el príncipe surfero Kyril de Bulgaria. Hoy están amigablemente divorciados. Nada es eterno salvo un estilismo acertado. Tenemos que hablar de los suyos.
El nombre de Rosario Nadal pocas veces brinca de las páginas de papel cuché al negro sobre blanco de las revistas de moda. La mallorquina, que triunfa en el mundo de la asesoría artística en Londres, se estrenó como celebrity, con casi total probabilidad a su tímido pesar, en septiembre de 1989 cuando se casó con el príncipe surfero Kyril de Bulgaria. Hoy están amigablemente divorciados. Nada es eterno salvo un estilismo acertado.
Mujer de su tiempo. Para convertirse en princesa de Preslav eligió un vestido de Gustavo Puente con cuello chimenea, manga obispo, cintura ceñida y falda recta con volumen en las caderas fruto de una cola abundante con detalles en flor. El cuerpo, salpicado de fantasía, hacía juego con la tiara de hojas de diamantes de la familia real de su marido (en el banquillo de las casas reales a la espera del trono donde aposentar sus reales desde 1946). Los ahora eméritos, Juan Carlos y Sofía, asistieron al enlace. Él con su cara de posar de perfil para las monedas de peseta y ella con la sonrisa profesional de consorte que nunca ha entendido, ni ha pretendido, jota de castellano.
El 4 de octubre de 1997 se casaron la infanta Cristina e Iñaki Urdangarin en la catedral de Santa Eulalia de Barcelona. Dos buenos amigos de la pareja formada por Rosario y Kyril. Ella ha salido en defensa de la inocencia del matrimonio en los momentos más difíciles. La familia real española disfrutaba entonces de su mayor grado de popularidad. La EXPO de Sevilla y los Juegos Olímpicos, ambos de 1992, sumados a los exitosos viajes de los monarcas alrededor del mundo nos habían engolfado de un pachulí de éxito capaz de disfrazar, un lustro después, a la madre del jugador de balonmano, Claire Liebaert Courtain, de noble belga y al hijo y novio protagonista del enlace, además de deportista de éxito, de coco concebido para las finanzas. Sin adornos nadie era suficiente para igualar el talento de la menor de los reyes, por lo que hubo que disfrazar de prohombre al contrayente. Era la España del ladrillo hueco de Aznar. Con Jaime de Marichalar, ex marido de la infanta Elena, los cortesanos fueron igual de generosos con el currículum pero no los piropos sobre su personalidad porque carecía de esa campechanía golfona de media sonrisa que se exigía para formar parte de los hombres del rey. Con el tiempo el yerno perfecto, en desventaja jurídica con el suegro campechano, ha dado con sus huesos en la cárcel, la de Brieva (Ávila) por concretar, y la prensa cortesana ha cantado, tarde, las ínfulas de reina Isabel de la infanta Cristina. Exduquesa de Palma a su pesar y por castigo de su hermano Felipe VI.
Entre los 1.500 invitados de la boda de Cristina de Borbón, que por cierto se acordó de pedir el permiso paterno antes de dar el ‘sí quiero’ al deportista y que fue motivo de orgullo de la España machista, e Iñaki Urdangarin pasó desapercibida una Rosario Nadal vestida de corto en malva con complementos a tono en piel de cocodrilo y desnuda de pamela, sombrero, redecilla o tocado. Ascotadas exigibles a esa España que se abría al mundo.
Si todo santo tiene su novena los agnósticos celebran la víspera. La noche anterior, como en toda boda real, no se escatimó en una cena para enredar a los nobles invitados; que se lo digan a Ernesto de Hannover cuyo recuerdo la mañana de la boda de los entonces príncipes de Asturias aún perdura en los fuera de hora de Madrid. El aperitivo de boda de Cristina e Iñaki tuvo lugar en el palacete Albéniz, antes conocido como pabellón real de Montjuïc, donde los fuegos artificiales fueron tan ambiciosos que se intuyeron en la generosa fiscal Andorra. Rosario Nadal aquel anochecer de otoño aún caluroso encarnó el más puro espíritu de la moda de los noventa. Al menos por lo que se entiende por la moda reinante de la época. Ninguna ausencia de hombrera es lo que parece.
Con un vestido corte imperio, con cazuelas en los pechos pero mucho más discretas que las de John Galliano para Dior de Carmen Martínez-Bordiú en la boda de su hijo Luis Alfonso de Borbón, en berenjena y mostaza Rosario se posicionó como la royal mejor vestida. No de aquella despedida de solteros si no de siempre. Basta googlear su nombre seguido de la palabra boda para toparse con un número de imágenes suficientes para hacerse una idea de su buen acierto. La pieza que vestía aquella luna pertenecía a la colección de Alta Costura otoño/invierno de Valentino Garavani y sobre la pasarela la había defendido la súper modelo Cindy Crawford. Como complementos la adornaban unos sencillos pendientes de lazo, un anillo y un bolso de fiesta o mano que decíamos entonces.
Su pelo corto Rosario Nadal lo llevaba peinado a la colonia hacía atrás emulando a la más elegante princesa de todos los tiempos, que no ha sido Diana de Gales ni Gracia de Mónaco, sino Carolina Grimaldi. Los minimalistas noventa, que como todas las décadas ha sido un sin Dios, ni patria, ni bandera que los definan -por mucho que ahora nos pensemos que el día a día que vivimos es un loco frenesí- se reconocen por las líneas rectas, los cortes sencillos y la ausencia de estampados. Pocas prendas se adaptan más a esta definición que el Valentino de Rosario. Quién entrara en su armario.
El camisón con reminiscencias de Josefina Bonaparte es una oda al minimalismo mucho más pura y representativa de lo que fue aquella década que aquel vestido rosa de Ralph Lauren que vistió la actriz Gwyneth Paltrow la noche de 1998 en la que ganó un premio Oscar a la mejor actriz protagonista por el desternillante Shakespeare in Love y que ha pasado a la memoria colectiva como foto de la moda de los años noventa. Porque Valentino, como Rosario, es mucho más que las pompas de jabón que las opacan.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.