«¡La mascherina, per favore!»: así se vive la alfombra roja del festival de Venecia en tiempos de coronavirus
El primer gran certamen cinematográfico celebrado en 2020 trata de minimizar los riesgos de contagio sin perder un ápice de su glamour característico. ¿Es posible invocar la magia del cine manteniendo la distancia de seguridad?
En la alfombra roja del festival de Venecia ya no solo se escuchan los gritos de los fotógrafos pidiendo a la estrella de turno que mire en dirección a su objetivo. “¡La mascherina per favore, la mascherina!”, claman trajeados guardias de seguridad. Su paciencia es directamente proporcional a la atención de unos reporteros también debidamente distanciados en la escalinata frontal: si ellos deciden bajar sus cámaras ante tu paso, ni se te ocurra quitártela. La glamurosa dinámica de la alfombra roja de un certamen de esta magnitud continúa compartiendo los códigos habituales, pero la crisis del coronavirus está muy presente en el recinto del primer gran festival de cine que se ha atrevido a desempolvar sus salas. Junto a los habituales carteles que adornan la vía Lungomare Marconi con los pósteres de las películas a concurso y los anuncios de los patrocinadores, abundan los letreros rojos que recuerdan a los asistentes –tengan las estatuillas que tengan– las tres normas de comportamiento a seguir y que se han convertido en el padrenuestro de nuestra realidad más reciente. A saber: 1. Lleva mascarilla; 2. Mantén la distancia de seguridad de al menos un metro; 3. Lávate las manos frecuentemente.
El recinto de la Mostra, que celebra su 77 edición del 2 al 12 de septiembre, se ha convertido este año en un refugio acorazado. La estampa choca teniendo en cuenta que la mascarilla no es obligatoria hasta bien entrada la tarde en el país transalpino y, en el escaso camino que une la Sala Grande con la entrada del lujoso Hotel Excelsior, los curiosos desenmascarados se agolpan en busca del selfie de turno. Las terrazas adyacentes al complejo conforman otro oasis, con sus caballeros trajeados y sus señoras vestidas de más apurando los últimos sorbos del spritz, el popular cóctel compuesto de vino espumoso, soda y un licor amargo omnipresente en la isla. La experiencia es más cómoda para los afortunados con invitación, que gozan de un mayor espacio personal para disfrutar de la experiencia, pero más agridulce para unos fans opacados por la doble barrera de vallas que cerca la instalación. Las medidas de seguridad se dejan notar desde el comienzo de la alfombra roja, en la que un imponente Lexus descapotable de color verde da la bienvenida a los invitados y que visibiliza el cuarto año consecutivo de la marca automovilística premium como vehículo oficial de La Biennale. Un apoyo, el de acompañar literal y figuradamente a las estrellas hasta la alfombra roja, especialmente significativo en tiempos también inciertos para el cine de autor.
Las caras más conocidas dan ejemplo. La presidenta del jurado de esta edición, Cate Blanchett, apenas otorga un par de minutos a los fotógrafos para que disparen sus cámaras antes de volver a ponerse su mascarilla quirúrgica. El resto de intérpretes (como Ester Expósito), modelos y demás socialités también apuestan por la seguridad, normalmente luciendo máscaras a juego con sus atrevidos estilismos. El francés Pierre Niney, conocido por su papel de Yves Saint Laurent en el biopic de 2014 y gran estrella de la segunda jornada por su papel de joven marginal en el drama Amants de Nicole Garcia, no se despoja de la suya ni cuando la megafonía menciona su nombre para recibir el aplauso del patio de butacas. Hay controles de temperatura y los dispensadores de gel hidroalcohólico se multiplican en las instalaciones de Palazzo del Cinema. Las invitadas más jóvenes y emperifolladas disimulan su desazón por el hecho de que esa mascarilla les tape más de medio rostro y quizá la oportunidad soñada de que algún director de casting se fije en ellas como protagonista de la cinta que las catapultaría a la fama y a los aplausos del respetable. Aunque estos sean menos numerosos que nunca.
El embarcadero del Excelsior, punto de partida imprescindible de las estrellas que acuden al Lido, anhela el frenesí de años anteriores y apenas media docena de fotógrafos aguardan a que el próximo en salir de la lancha sea una cara más o menos conocida. No lo tendrán fácil. La crisis sanitaria también deriva en un descenso de las visitas estelares a un certamen que solía ser proclive a recibirlas por el calor de su abrazo al cine hollywoodiense –mucho más entregado que el del escéptico Cannes– y su cercanía con la temporada de premios. La crisis se traduce en una oportunidad para los cineastas internacionales (se proyectarán películas de más de cincuenta países) y concretamente para las mujeres, que competirán por el León de Oro en una situación casi paritaria (ocho realizadoras frente a diez hombres). El papel central en el certamen de la mencionada Blanchett, además del de otras como Tilda Swinton, Frances MacDormand o Vanessa Kirby corrobora la intención de corregir el sexismo histórico.
En el interior de la Sala Grande es imperativo dejar un asiento vacío entre cada espectador y los operarios, antes solo encargados de acomodar a los asistentes, ahora vigilan que nadie se salte las normas de seguridad pese a que las luces estén ya apagadas. La limitación de aforo se deja notar también en los aplausos clásicos al equipo de la película una vez finaliza la proyección, que retumba menos de lo habitual quizá no por el desencanto de lo visto sino por el número de palmas perdidas de un año a otro. La sensación compartida, sin embargo, es que cada aplauso es una victoria por el mero hecho de producirse. Tras varios meses con las salas de exhibición cerradas y el monopolio del entretenimiento en manos de las plataformas de streaming, es la propia presidenta del jurado y ganadora de dos Oscar la que ha convertido esta edición en un alegato en defensa de la industria tal y como la conocemos.
Una vez finalizada la jornada, los taxis acuáticos hacen el trayecto de vuelta para devolver a los invitados al centro de Venecia, ciudad que sufre una calma atípica estos días por la apabullante disminución de los turistas y en la que apenas se percibe que la industria del cine se juega su futuro más próximo a tan solo diez minutos de distancia. Este es el primer gran evento cinematográfico internacional que se celebra en el mundo desde principios del mes de marzo y de su éxito depende en buena medida la desescalada definitiva del calendario festivalero al que seguirán citas como San Sebastián, Nueva York y Toronto. Hasta su clausura el próximo 12 de septiembre, las miradas de medio mundo estarán puestas en las reacciones de los críticos, los looks de la alfombra roja y, por supuesto, en cualquier posible rebrote que pueda poner en jaque su desarrollo. Mientras tanto, una pantalla gigante al aire libre situada muy cerca a la orilla del Lido, y que proyecta de nuevo Amants, es lo único que se atreve a desafiar la oscuridad reinante en la laguna de Venecia. Una cualidad intrínseca del séptimo arte, esa de desafiar la oscuridad, que ni una pandemia internacional ha conseguido todavía menguar.
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