Un refugio familiar a las faldas del monte Ernio
Un caserío del siglo XV es el remanso de paz de Barbara Goenaga, Borja Sémper y el pintor Juan Luis Goenaga
Desde que era niña, la actriz Barbara Goenaga tiene una cicatriz en la frente producto de la fantasía: se la hizo jugando, tras imaginar una gran piscina en el suelo. El año en que nació, 1983, se trasplantó por primera vez un páncreas en España y la selección ganó a Malta 12 a 1 en fútbol, deporte que nunca le ha fascinado. Forma parte de la generación que todavía intercambiaba casetes de música. Apareció en una serie televisiva a los tres años. Participó en una película a los nueve. Entre los 11 y los 15 estuvo en el elenco de Goenkale —una exitosa telenovela del País Vasco—. Y su currículum es una suma de papeles interesantes: ha sido abogada en Amar es para siempre, la esposa de un alcalde en Oviedo Express, una violonchelista en El grupo y psicóloga en Cuéntame cómo pasó.
Quizá el único personaje con el que deja la interpretación de lado es el que muestra en Instagram, una red social en la que acumula casi 29.000 seguidores: «Me agradan las redes porque son un espacio donde puedes tener tu propia voz», analiza. «Vosotros, cuando tenéis gripe, podéis tomar un ibuprofeno, un antigripal, un algo… verdad? LAS EMBARAZADAS NO. #dormimosconcebollas #ambientazoenlahabitación #ieup. Ah! Te he cogido la camiseta @bsemper, que no me caben, ya tú sabes», publicó el día 21 de diciembre de 2015, debajo de una entretenida videosecuencia. El nombre de su hijo pequeño, Eliot, nacido este septiembre, lo confirmó por esa misma vía: «Como el niño de mi película favorita». Y es espontánea: «Amor es muchas cosas. Por ejemplo, que lea tus guiones y no levante la vista ni con turbulencias», comentó bajo una foto dentro de un avión hace tres años.
El que no levanta la vista en esa foto es Borja Sémper, su pareja, un político que comenzó su andadura a los 17 años –inspirado por Gregorio Ordóñez– y que está más que acostumbrado a las turbulencias: fue concejal del PP en Irún en una época en la que casi nadie de su partido se atrevía a serlo en algunos pueblos, y se animó a publicar un relato duro y personalísimo –dirigido a sus padres y titulado Que no os roben este momento– tras el esperado anuncio del final del terrorismo. El año que nació, 1976, también fue un poco agitado: el rey Juan Carlos I aprobó una amnistía general para los presos que habían sido encarcerlados por sus ideas, hubo un robo de 119 cuadros de la última etapa de Picasso y Fidel Castro dejó de ser primer ministro para convertirse en presidente cubano.
Sémper se define como una persona compleja, como aquel año 1976 que ya casi nadie recuerda. «Me parece bien dudar y cuestionarme y que mis convicciones políticas se tambaleen de vez en cuando», puntualiza. A pesar de que se encuentran en veredas opuestas, defendió a Pedro Sánchez en Twitter cuando le abuchearon durante el desfile del 12 de octubre. Es fan de Joaquín Sabina y admira la obra de Luis García Montero, un poeta comunista, y del liberal-conservador Luis Alberto de Cuenca. No sale sin una libreta encima donde apunta frases para sus discursos o para sus poemas. Antes de lanzar su primer libro, a veces mostraba algunos versos sueltos en las redes sociales y después los borraba. Y cuando está tranquilo suele leer en el cuarto de baño.
Rutina de eremita
Su suegro, Juan Luis Goenaga, es de los que pintan. Tiene el pelo cano y largo, recogido en una trenza, y un pendiente discreto en la oreja izquierda. Empezó a dibujar cuando era niño: paisajes, ciclistas. Quizá porque los ciclistas eran parte de la clientela del Aurrera, un bar de San Sebastián que regentaban sus padres, un local emblemático donde solían reunirse algunos referentes de la cultura vasca y donde se dice que estuvo hasta la espía Mata Hari. Juan Luis expresa en sus obras lo que «mira»: pinta piedras, pinta hierbas, pinta raíces, pinta seres vinculados a la mitología. También hace retratos y dibujos eróticos. Pone nombre a los animales que cuida: Míster es la gata, Mikela la burra, Jaina la perra… y Antoñito y Jodorowsky eran dos monos capuchinos que tuvo y que ya murieron. Pero es reacio a pensar en títulos para sus cuadros. Nació en 1950, el año en que se publicó Crónicas marcianas. Dice que es «un eremita». No sale de casa sin un lápiz y pinturas para dibujar a sus nietos. Y no es usuario de las redes sociales.
Su refugio está en Alkiza (Gipuzkoa), un pueblo en las faldas del monte Ernio con menos de 400 habitantes donde huele a campo y forraje. Es un caserío reformado del siglo XV con ventanas chicas y un tragaluz que ilumina su taller casi todo el día. Un lugar repleto de objetos que parecen animados, como las sartenes donde el pintor mezcla sus colores, y muebles antiguos y libros, decenas de ellos, hasta debajo de las vigas.
En busca del silencio
Estos rincones que Juan Luis también ha atiborrado de lienzos son, además, un oasis para el resto de la familia. Un paréntesis necesario para hacer catarsis en mitad de unas agendas donde apenas hay renglones vacíos. Barbara, por ejemplo, estuvo como jurado en un festival de cine y tuvo que acostumbrarse a dar de mamar a Eliot entre película y película hasta el día de la clausura. Y Sémper madruga para hacer deporte, lleva a los niños al colegio cuando está sin prisa, va al Parlamento Vasco o a su oficina, a menudo encadena varias reuniones en una jornada y se siente amarrado a la ciudad y al ruido.
En el caserío, en cambio, dice que a ratos encuentra un silencio casi absoluto. «Aquí hasta los niños se adaptan, bajan la velocidad y disfrutan mucho», asegura. Eliot duerme a pierna suelta en un capazo que colocan en una sala con estufa cuando hace frío; y Telmo, su hermano mayor, se divierte con los mismos juguetes con los que se distraían su madre y su tío hace dos décadas. Míster, la gata, suele estar atenta a la cocina para robar comida; y la burra hasta ha aprendido a abrir una puerta y de vez en cuando hace el amago de invadir la casa con las gallinas detrás, en fila india. Barbara, que acaba de llegar con toda la tropa en un coche personalizado –con una puerta blanca que tiene su firma a la vista–, recuerda que cuando era niña a veces cogía la bici y pensaba en ponerse a volar, «como en la peli de ET», o subía a un tronco convencida de que aterrizaría en Marte. Dice que su vida se parece a «una comedia de acción», que disfruta actuando, que se siente muy implicada con la crianza de sus hijos y que además ha lanzado una línea de joyas, Soulbask, con la que ayuda a organizaciones como las fundaciones Vicente Ferrer o Aladina o la Comisión Española de Ayuda al Refugiado.
En las montañas y caminos que nos rodean, según Juan Luis, es posible «leer» la historia del mundo porque hay desde fósiles hasta pinturas rupestres. Y en el interior del caserío también se aprecian huellas, pero de un pasado un poco más íntimo: una palangana, una máquina de coser marca Singer, arcones cerrados como si se tratara de cápsulas del tiempo, teteras… y fotos en blanco y negro donde uno puede entrever algunas ausencias muy presentes.
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