Ana Belén, porte y misterio
Frágil: hasta que se la mira a los ojos. Obediente: con la disciplina de las carreras largas. Musa: con el ‘glamour’ de una estrella sin edad. Teatral: su última encarnación es ‘Electra’.
A las dos de la tarde del, hasta el momento, día más abrasador de este verano llego al garaje donde tiene lugar la sesión de fotos en la que se trata de retratar a una Ana Belén en su versión más chic. Estamos en el corazón del barrio de Prosperidad, en la Prospe, como llaman cariñosamente los vecinos a esta zona cimarrona y castiza de Madrid. A un paso, están las colonias de Alfonso XIII, esas que sobrevivieron de milagro a la especulación urbanística y que, con el tiempo, dejaron de ser casitas que agrupaban a ciertos gremios para albergar a una clase media que mantiene la zona sabiendo que se trata de un pequeño tesoro dentro de una ciudad maltratada. Es lógico que estas colonias insólitamente tranquilas atrajeran a artistas de todo tipo y en una de ellas se refugian, desde hace ya al menos 20 años, Ana Belén y su marido, Víctor Manuel.
Así que estamos al lado de su casa pero en la parte obrera y desangelada del barrio. Entrar en este bajo reconvertido en estudio fotográfico es salvarse casi de una insolación, aunque al rato estemos todos sudando por un calor que se cuela hasta en los sótanos. Cuando llego, ella, la que fuera musa de la progresía durante esa década en la que España se desperezaba de un sueño de 40 años, está posando ya, maquillada al estilo de las grandes modelos de otro tiempo y de aquel pasado en el que tanto fotógrafos como modistas deseaban que sus musas estuvieran guapas, bellas por encima de todo, incluso de la originalidad. Me sitúo detrás del fotógrafo, del maquillador, de la estilista, trato de no molestar. La observo. Los ojos nefertíticos, sombreados en negro. Los ojos. Esa mirada que ha sido siempre, junto con su boca, lo más sobresaliente del conjunto, porque esta mujer vista de cerca es casi menuda, muy delgada, con una apariencia de fragilidad que se rompe en cuanto se la mira a los ojos.
Vestido de Céline, pamela de Giorgio Armani, collar de eslabones y pendientes, todo de Del Pino.
Gonzalo Machado
No es fácil para ella andar sobre taconazos ni llevar uno de esos joyones que emulan la bisutería de los 70 y te doblan el cuello, ni tampoco obedecer las milimétricas indicaciones del fotógrafo. La moda, para las modelos; pero la actriz toma este trabajo como una actuación más, con el rigor de oficio que aplica a todo lo que tiene que ver con su vida pública. Para los profesionales que intervienen en esta puesta en escena un tanto retro, tan glamurosa como una sesión de los años 70, es cómodo trabajar con una señora que acepta disciplinadamente su trabajo. A eso hay que añadir que es muy delgada. Y la delgadez, por qué negarlo, facilita la caída de los trajes y es muy agradecida a la hora de posar. Una pinza en la espalda corrige la talla de un precioso vestido de Céline del que surgen dos brazos huesudos que no han sido tocados por la flacidez. Es elegante. Lo es ahora, cuando, tras terminar la sesión, se baja de esos 10 centímetros añadidos y se calza unas sandalias propias de alguien a quien le gusta caminar. Dice que no cuida especialmente su dieta, dice que se cuida solo para sentirse bien, dice que asiste al gimnasio y se cuela en una sesión de danza o en una de spinning, dice que los años la han hecho más cómoda o más perezosa, que le gusta la ropa pero no hasta el punto de sacrificar la comodidad. Los años. No sé cuántos años tiene. Puedo echar la cuenta, curiosear en su propia página oficial en la que, si bien no viene el año en el que nació, sí aparece lo niña que era cuando protagonizó su primer papel en el cine.
Los años, como bien saben los artistas y los escritores del universo americano, son los que se representan, y casi nunca se incluyen en solapas o programas. Por otra parte, la historia de Ana Belén ya está contada. Su nombre real, Mari Pili Cuesta, responde ya al conocido anecdotario de una de las mujeres más populares de la escena española; su historia infantil, la de la niña de Lavapiés que soñaba con ser Marisol, pertenece a cualquiera que haya leído la prensa durante los últimos 30 años. Una historia que acabó bien, porque en contra del destino patético de algunos niños prodigio, Ana Belén ha tenido el privilegio de vivir muchas existencias: la de la adolescente teatral, la de la joven actriz de cine, la de la mujer que puso voz a los primeros años democráticos y la de esta mujer madura que es, además, madre de artistas. Le pregunto, con sinceridad, qué es lo que a estas alturas le hace salir de casa y aventurarse en algún proyecto. Me contesta, con una sinceridad inesperada, que no son tantos los proyectos que llegan a sus manos. «Quiero creer que no hay papeles para mujeres maduras en el cine, porque no me gustaría pensar que es que no les gusto».
Vestido asimétrico de Max Mara, turbante de Pepita is Dead, pendientes y pulsera rígida, todo de Del Pino.
Gonzalo Machado
En estos días anda inmersa en los ensayos de una nueva Electra de Eurípides para el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, o si no nueva, sí adaptada por el escritor Vicente Molina Foix, con quien ya ha trabajado en varias ocasiones en colaboración con el director José Carlos Plaza. La presencia de Julieta Serrano en el papel de Clitemnestra convierte esta obra en un encuentro de viejos amigos. Julieta y Ana coincidieron en un El rey Lear que se estrenó en el Teatro Español, en 1966, cuando Ana Belén era una adolescente. «Yo entonces no sabía ni pintarme, me daba un poquito de rímel y punto, pero recuerdo que la casa Helena Rubinstein nos regaló a todas una estuche de pinturas. Como yo hacía el papel de Cordelia y no aparecía hasta el final, me entretenía yendo de camerino en camerino y pintándome sombras, colorete, máscara de pestañas, de manera que cuando aparecía en escena mis compañeros me miraban con asombro y luego me decían [se ríe]: “¡Si es que, cuando te vemos en el escenario, no te conocemos!”». Inevitable hacer recuento de aquellos años.
Ella dice sentirse agradecida por haber tenido la suerte de trabajar casi desde niña con grandes de la escena. Sus nombres, que pronuncia cuando estamos ya solas y disfrutando cierta intimidad, salen de su boca como conjurando el olvido en el que se pierden hasta los que fueran cómicos muy populares: Berta Riaza, Carlos Lemos, las Gutiérrez-Caba, Mari Carmen Prendes, Guillermo Marín, María Luisa Ponte, Agustín González, Fernán-Gómez, Juan Luis Galiardo, la misma Julieta Serrano… Cómicos intuitivos de cuando no había más escuela que el escenario, de los que dice haber aprendido todo y confiesa admirar hasta en su manera de ir por la vida. Porque ser popular ahora es infinitamente más difícil que antes. Lo puede observar en su propia hija, Marina San José, que está abriéndose camino con aplomo. «Me sorprende mucho lo tranquila que es, lo bien que se enfrenta a esta profesión y a la circunstancia de ser mi hija, porque una y otra vez, la paran por la calle y le dicen: “Eres igual que tu madre”. Que por otra parte no es verdad, no se parece tanto a mí, se parece más a su padre. Pero no veo que eso a ella le inquiete. Cuando dijo que quería dedicarse a esto, le dije: “De acuerdo, te apuntas a una escuela y estudias”».
¿Cree que tener hijos le permite vivir otra felicidad, la felicidad delegada?
Desde luego, se disfruta mucho con lo que hacen. Más cuando ya han dejado atrás esos complicados años de la adolescencia y puedes sentarte a hablar sin tener que negociar continuamente las horas de llegada, la disciplina. Ahora veo a mi hija, me reconozco en muchas de las cosas que ella vive, me gustaría advertirle algunas veces de situaciones que yo he vivido pero… hay que hacerlo con mucho tacto. De cualquier modo, he tenido suerte con la manera en que la prensa ha tratado siempre a mi familia. Creo que yo he sabido expresar que había un pudor y se nos ha respetado esa intimidad. Y eso que a mí la gente me reconoce por la calle desde que empecé a salir con Víctor, o sea, hace muchos años.
Pero ¿no cree que se vive un momento más agresivo, en el que se teme hablar por no herir las sensibilidades de unos y de otros?
Si hay algo terrible es ese miedo a hablar. Creo que es lo peor que está pasando.
¿Cómo vive este tumultuoso momento presente?
Procuro no dejarme abatir.
¿Dónde encuentra el equilibrio?
En mis amigos, hablando, cenando con ellos. Llamándolos. Me preocupo por ellos, los mimo.
Americana de pedrería de Alfredo Villalba, falda negra de tubo de Miguel Palacio para Hoss, pendientes de Del Pino.
Gonzalo Machado
Nuestro tiempo de charla se acaba. Sus compañeros de escena la esperan en una sala de ensayo del Teatro Bellas Artes de Madrid, pero antes pasará por casa para deshacerse del maquillaje, que lleva un rato. Compartimos taxi, «te dejo en casa». Hemos engullido el tiempo de comer y esta mujer enjuta tendrá que apañárselas con una barrita saciante que lleva en el bolso. De camino, hablamos de este Madrid cambiante en el que a pesar de la crisis hay una proliferación de creatividad juvenil. No hay reserva por su parte. Sabe que lo que cuenta puede aparecer en este artículo, algo como que esos padres, Ana Belén y Víctor Manuel, esperan a diario a su hija (que tarda) por el mero gusto de comer con ella. No parece haber mucho que ocultar. Más de una vez las he visto juntas yendo al teatro. De una manera, sin duda meritoria, esta pareja de padres artistas ha tenido talento para criar a dos hijos que se labran un futuro en el mismo terreno que ellos, manteniendo un equilibrio personal poco frecuente en los hijos de personajes populares.
Fue, sin duda, una pareja mimada y admirada en los 80. Su compromiso con causas de izquierda no les restaba entonces público. Vivimos otros tiempos: unos demandan del artista un compromiso obligado; otros le exigen silencio. Complicado encontrar un equilibrio. «Pero hace mucho tiempo que yo comprendí que no se puede caer bien a todo el mundo». Le pido que me diga qué libro tiene en la mesilla de noche y me da dos títulos que denotan que su interés por lo político está vivo: El hombre que amaba los perros, de Leonardo Padura, y el ensayo Y siguió la fiesta, de Alan Riding. Dos lecturas notables de alguien que ama la literatura, pero también siente curiosidad por el papel de los intelectuales en el curso de la historia.
Nos despedimos en el taxi y yo ando hacia casa pensando en la suerte que tengo. Mi oficio me permite observar de cerca a quien tantas veces he visto en pantalla. Escuchar el verdadero metal de su voz. Los años me han enseñado a agradecer la cordialidad de los entrevistados. Y ella ha sido sincera y cordial. Y aunque todavía no he podido ver Electra, me fío de Vicente Molina, quien me acaba de escribir para decirme que está espléndida desde el primer ensayo. Me alegro. Soy amante de las carreras largas.
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