El tejido que nos une: el nuevo orden de la moda en tiempos de coronavirus
La moda ha hecho del permanente cambio su razón de ser. Ahora tendrá que afrontar el más grande de su historia.
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En 2002, el diseñador mallorquín Miguel Adrover desfiló en Nueva York con la polémica colección de primavera-verano que se llevó por delante el atentado de las Torres Gemelas y que originalmente se había presentado en la misma ciudad el 9 de septiembre de 2001. Titulada Utopia, algunas piezas contenían referencias islámicas, algo que en semejante estado de terror no pasó el filtro de la corrección política hasta caer en un injusto malditismo. No fue la última vez que el diseñador generó debate. En la siguiente temporada un vestido azul en forma de saco-caftán con la bandera azul cielo de la ONU llamó la atención de la crítica. Ya entonces despertó encendidos aplausos, pero hoy, frente a un horizonte incluso más incierto que el de entonces, resulta extrañamente poético y oportuno.
Aún está por ver el alcance y la profundidad de la crisis del coronavirus, pero lo cierto es que desde que irrumpió como un meteorito en nuestra realidad todo ha quedado en escalofriante suspenso. También la moda, un sector que muy probablemente ya no podrá volver a ser el mismo y al que el golpe le ha pillado con un exceso de velocidad que hace aún más imprevisibles las consecuencias del impacto. Con todo, el sector ha demostrado que como siempre es un buen asimilador de las ideas de los oportunos oráculos y ha sabido responder a esta crisis inyectando de solidaridad (retórica y también tangible) sus redes: creativas, productivas y, cómo no, sociales.
En Madrid, por ejemplo, resultaba conmovedor ver a la asistente de una diseñadora cosiendo mascarillas con restos de retales del estudio donde trabaja. Un simple grano de arena dentro de esa castigada armada de la confección local que en los últimos tiempos ha sobrevivido haciendo todo tipo de equilibrios frente al low cost y que ahora, ante el déficit de batas y mascarillas, se ha puesto a coser a contra reloj.
Las restricciones que ha provocado la pandemia han puesto sobre la mesa la debilidad de muchas marcas que, con el cierre de la mayor fábrica de ropa del mundo, China, han visto paralizada su producción. Quizá esta crisis traiga consigo el necesario reseteo de una industria desbocada y el lugar común del lienzo o página en blanco sea algo más que eso. Lo cierto es que, con mayor o menor grado de cursilería en las palabras, el mantra que se repite es el de una vuelta a las esencias, a lo que importa, a los lazos que de verdad nos unen, signifique eso lo que signifique según quién y cuándo lo diga.
La camiseta blanca y pura es la prenda fetiche de una temporada que se ha quedado sin temporada. El blanco, el color de la luz, ese color en el que caben todos los colores, generoso y frágil a partes iguales, se erige como símbolo. Un color cargado de nobleza y serenidad. En China, el blanco es el color del vacío y el duelo, pero en occidente es el color de la pureza, del nacimiento y del futuro. Extremos que se tocan. La ropa cómoda y funcional que se usa en la intimidad ha despertado nuevas emociones, además de funcionar como fugaz muestra de ese nuevo consumo destinado a desfilar entre el sofá, el pasillo, la cama y los balcones. Moda accidental que seguramente calará más hondo: lo que importa ha dejado de estar a simple vista.
Si nos atenemos al pasado y a la moda que surgió después de grandes crisis, la lección histórica nos dice que surgirán respuestas brillantes más allá del siempre socorrido do it yourself que acompaña a todo momento de ruptura. Durante la Gran Guerra, Chanel inventó la ropa simple y cómoda frente a una opulencia, la de la alegre Belle Époque, que había perdido su sentido ante la amenaza bélica primero y los millones de muertos después. La inspiración le llegó del tejido de punto con el que la fábrica Rodier producía la ropa interior del ejército francés. Cuando en 1914 Chanel le pidió a Jean Rodier su stock de su tela de punto, el fabricante accedió pese a su abierto escepticismo. Jamás imaginó que aquel tejido destinado a los calzoncillos de los hombres no solo acabaría integrado en la moda de lujo, sino que revolucionaría la indumentaria femenina para siempre. En 1916, el jersey holgado y el vestido de punto ya eran un éxito que trascendía la moda.
En medio de otra convulsión, la de la revolución bolchevique, Varvara Stepánova trasladó sus ideas constructivistas a tejidos y prendas. Sus estampados geométricos aplicados a cortes funcionales y cómodos eran a la vez que un guiño al folclore ruso, modelos unisex para la fábrica y la calle. No mucho después, Elsa Schiaparelli, inyectada de dadaísmo, dio un paso más con el jersey de trampantojo, capaz de convertir una sola pieza en un objeto práctico y adornado. La imaginación y seguramente también el rechazo a un consumo bulímico destinado al usar y tirar aflorarán y, al igual que hace justo un siglo, en esos años veinte en los que las famosas flappers se lanzaron a vivir ávidamente, la crisis del coronavirus traerá su propias respuestas y lenguaje. Y ojalá, como le aconsejó a su hija el escritor que mejor representa la fiebre de aquel loco mundo, Scott Fitzgerald, las preocupaciones se reduzcan «al coraje, la higiene, la eficiencia y la equitación».
*Realización: Bernat Buscato. Modelo: Jessie Li (Next Models). Maquillaje y peluquería: Paul Fields (Pat Bates & Associates). Asistentes de fotografía: Shane Rooney y Jean Chung. Asistente de estilismo: Thomas Sit.
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