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El pasillo de los abrazos, por Ana Pastor

Twitter convierte en cercanos a los desconocidos, también aleja a los íntimos.

Merkel
Getty Images

Es un mundo líquido, paralelo, heterogéneo y heterodoxo. Todos hablamos, todos opinamos. Y lo curioso es que todos lo hacemos prácticamente al mismo tiempo. Si Twitter fuera un país, probablemente sería el tercero en número de habitantes, por detrás de China y de la India. Es difícil saber el número exacto de usuarios en este momento. Algunas fuentes hablan de varios centenares de millones, porque se calcula que en solo un día se han llegado a registrar más de 600.000 personas.

Uno de los defectos de esta red social, o de las virtudes según quien se pronuncie, es que ha hecho que el silencio haya desaparecido. Cada minuto se envían y se reciben miles de tuits. Uno de los récords está en 7.196 por segundo durante la final de fútbol femenino celebrada el año pasado en Alemania. La razón: Japón llegó a esa final y es uno de los países con mayor número de usuarios del mundo. Está en tercer lugar tras Estados Unidos y Brasil.

España es el noveno y nada menos que el tercero si medimos la actividad. Cada momento, cada acto –por cotidianos y absurdos que sean– se han convertido en algo remarcable y noticioso. En este ecosistema habitan y no siempre en paz l@s onanistas, l@s rebeldes, l@s inconformistas, l@s mirones, l@s lectores, l@s escritores, l@s frustrad@s, l@s cobardes, l@s anónim@s, l@s valientes, l@s agradecid@s, l@s informad@s, l@s informadores, l@s felices y hasta l@s que dicen estar sin ser.

Pero también es un universo que permite conocer a gente fascinante que probablemente de otro modo a algunos nos resultaría mucho más difícil. Como aquella mujer joven, menuda y optimista que pasaba muchas noches tratando de luchar contra la profunda tristeza de tener que comunicarle a una familia que uno de los suyos ha muerto tras luchar como un guerrero contra el cáncer. Una sensación agria demasiado repetida en el tiempo y que no siempre toca a su fin con el efecto de la sedación. Su trabajo en la planta de oncología de un hospital público tenía cada una de esas noches una ventana abierta al mundo a través de Twitter y así me lo hizo saber. Era un respiro, un desahogo, un instante entre guardia y guardia en el que encontrar alguna risa… algo así como su particular «pasillo de los abrazos». Esos 140 caracteres me abrieron la puerta de esta mujer valiente. Pero fue en una carta –de papel y tinta– donde encontré los detalles de una vida entregada a la medicina con un solo propósito: no rendirse nunca al desánimo a pesar de tantas dificultades. Su historia, como la de muchas otras personas apasionantes y anónimas, habría sido imposible resumirla en solo 140 caracteres, pero también es cierto que estos pequeños haikus tecnológicos la transportaban a un universo paralelo donde no se pone en cuestión la vida de una manera tan real y tan dolorosa y donde los sentimientos son emoticonos sin lágrimas y llantos reales.

Twitter convierte en cercanos a los desconocidos, pero también nos aleja de los íntimos. A pesar de todo, es un arma fabulosa también en el áspero territorio de la lucha por las libertades. La televisión tardó 50 años en llegar a todo el mundo. Twitter, en apenas un minuto, es capaz de atravesar el planeta entero llevando un mensaje de esperanza e incluso colaborar en las revoluciones que tumban dictadores. Quizá con Twitter el silencio haya desaparecido, pero se ha conseguido que los poderes absolutos tiemblen ante el ruido democrático de quienes gritan aunque sea en 140 caracteres.

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