‘Dolor y gloria’ o los secretos que esconde el delantal de la mujer rural
El vestuario de la cinta de Almodóvar homenajea en clave retronostálgica a las mujeres de la España vaciada. Su directora de vestuario, Paola Torres, explica su inspiración y referentes.
Mientras rodaba Dolor y Gloria, Paola Torres, directora de vestuario de la película, no pudo «dejar de llorar» en una secuencia que le afectó de manera muy personal. «Es una escena en la que Penélope (Jacinta en la película) está cosiendo mientras su hijo toma clases con el pintor. La bata que lleva es un modelo que encontré en una tienda vintage. La compré porque era igual a una que llevaba mi madre, que también era una mujer rural, analfabeta y muy trabajadora. Siempre llevaba esa bata de campo. Yo, de pequeña, odiaba verla; tanto, que llegue a escondérsela. Cuando la encontré en la tienda buscando vestuario no me lo podía creer. Una bata igualita. Fue como una llamada del destino. Se lo comenté a Pedro (Amodóvar), le encantó la idea de incluirla y la adaptamos para Penélope. Para mí es como un homenaje a mi madre», recuerda.
Entre batas y delantales, en la última cinta de Almodóvar asoman las «hermanas de hijo único». Son, tal y como rescata María Sánchez en el reciente Tierra de mujeres (Seix Barral, 2019), esas «mujeres invisibles a la sombra del hermano. A la sombra y al servicio del hermano, del padre, del marido, de los mismos hijos». En el film, un director rememora su vida y las luces y sombras en una relación materno-filial. También existe una secuencia en la que, a través de los ojos del niño-hombre, se construye un elogio simbólico a esas hermanas de hijo único. Aquellas mujeres rurales que, durante generaciones, no han tenido hueco en los libros de historia porque la suya estaba ocupada orbitando y trabajando, sin voz, para facilitar y acomodar el progreso de los hombres de la casa. «Mujeres que callaban y dejaban hacer; fieles, pacientes, buenas madres, limpiando tumbas, aceras y fachadas, llenándose las manos de cal y lejía cada año, sabedoras de remedios, ceremonias y nanas; brujas, maestras, hermanas, hablando bajito entre ellas, convirtiéndose en cobijo y alimento; transformándose, con el paso de los años, en una habitación más que no se hace notar, en una arteria inherente a la casa», escribe Sánchez en su ensayo.
Penélope Cruz y las lavanderas del río –con Rosalía debutando en el cine y convertida aquí en Rosita– recrean una estampa retronostálgica en la que la belleza del campo y el cante en comunidad tejen ese hilo de sororidad intergeneracional de las mujeres criadas en pueblos. Mujeres unidas a la fuerza por la esfera doméstica y sin el cobijo del anonimato y libertad que promete la urbe. «Ojalá fuese un hombre para bañarme en el río desnuda», dice Rosita mientras el resto ríe la audacia de la más joven. La aparente escena bucólica rota cómicamente ante la ocurrencia de pensar que ese río puede servir para disfrutarse y no para lavar ropa. Con la de faena que tienen por delante como para cuestionar su existencia por un baño en el río. El delantal como símbolo (y frontera) de su destino.
«Para esa escena en concreto teníamos claro que necesitábamos un vestuario muy colorido y brillante«, apunta Torres. «Tenía que simbolizar ese momento liberador de estar juntas riendo, aunque fuese lavando en el río que no es un tarea fácil». La batita rosa de Rosalía es de Sastrería Cornejo, uno de los pilares en los que se sustenta el vestuario de las mujeres rurales de la cinta. Torres también recurrió a Peris, compañías de alquiler como Cuarto Ropero o tiendas de tejidos para confeccionar más tarde los vestidos y otras prendas.
En todos esos mandiles, alpargatas y pañuelos a modo diadema, en la combinación de estampados de Penélope Cruz y sus vestidos funcionales («con guiños a Sophia Loren y a las películas del neorrealismo italiano») se percibe una connotación luminosa, alejada del luto delator de las mujeres de Los Santos Inocentes (1984, Mario Camus) y más en sintonía con el colorido visto en otras cintas que recrean entornos rurales contemporáneos como Estiu 1993 (2017, Carla Simón). «A Almodóvar le gusta el color, pero también queríamos salir de esa realidad del vestuario de las mujeres rurales de esa época de los 50. El luto entraba muy pronto en las casas, ya fuese por la muerte del padre, hermano o hijos. El negro se instalaba en sus vidas de forma muy temprana, y luego pasaban al semiluto, con pequeños detalles de color sobre la ropa», apunta la directora de vestuario, que se inspiró y tomó como referentes el legado fotográfico de la España rural de Fernando Gordillo o Carlos Saura.
El contraste entre las mujeres de campo y las de ciudad se materializa con el personaje de Nora Navas. «Ella viste de manera más funcional, con un colorido más vanguardista. Lo buscamos ya no por el toque almodovariano de rigor, sino porque yo, que trabajé en mis inicios con Sybilla, lo he mamado de ella y no podía verla de otra forma». Torres, que ganó el Goya al mejor vestuario en 2017 por 1898: Los últimos de Filipinas y se inició en el gremio con La mala educación con Paco Delgado como mentor, también participó como ayudante de vestuario en Volver. «Allí vemos a una Penélope totalmente distinta. Más producida y maquillada. Su personaje era más acorde a una mujer de barrio pero también podía ir a la moda, por ejemplo, la chaquetita de cuadros con la que se anima a cantar era de Marc Jacobs. Aquí es mucho más natural, todo es más discreto, hasta los accesorios. A mí, personalmente, me gusta mucho más así. En la escena del río, con el sombrero de paja, está bellísima».
«Las mujeres del medio rural parten de otro punto diferente al de las mujeres de las ciudades», recuerda María Sánchez en Tierra de Mujeres. «Es maravilloso ver que el medio rural ‘está de moda’, pero produce impotencia asistir a una ola de columnistas de verano y de fin de semana sin relación o una preocupación seria por nuestro medio«, añade. Mujeres rurales que ahora se organizan en redes y asociaciones, como Fademur; trabajadoras que están «cansadas de que las enmarquen en esa postal de pastora bucólica y bonita, siempre con sombrero de paja, dormida mientras su ovejas corren alegres alrededor. Cansadas de no figurar, de que no se las tenga en cuenta, de ser un elemento más en el paisaje, sin voz ni voto«. En Dolor y Gloria las mujeres del pasado ríen ante la ocurrencia de poder bañarse en el río desnuda. Ahora, que el feminismo también ha estallado en los pueblos, sus hijas y nietas cuelgan el delantal y asumen papeles de mando agricultor y ganadero para demostrar que su voz, además de la del hijo único, también merece su hueco en los libros de historia.
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