De la compra de Chanel nº 5 en la II Guerra Mundial al auge de los vaqueros: cómo las grandes crisis moldean los cambios en la moda
«El que en la moda solo ve moda es un necio», solía decir Balzac. No son los creadores, sino los hitos históricos los que transforman nuestra forma de vestir y definen la estética que se apodera de nuestros armarios.
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«Considero que la razón por la que los diseñadores de moda, unos profesionales poco analíticos, consiguen a veces predecir el futuro mejor que los vaticinadores profesionales es una de las cuestiones más incomprensibles de la historia, y para el historiador de la cultura, una de las más importantes». La tesis que escribiera el historiador marxista Eric Hobsbawm en su obra Historia del siglo XX (1994) parece mantener su vigencia un cuarto de siglo después. Muy poco antes de que más de medio planeta se viera confinado en su casa a causa de una pandemia, en las pasarelas se exhibían mascarillas (Marine Serre), se escenificaba el apocalipsis (Balenciaga) o incluso se diseñaban colecciones en torno al concepto de biopoder (Gucci), que acuñó el filósofo Michel Foucault en el hoy muy pertinente Vigilar y castigar (1975).
Pero no hace falta apelar a la hipotética capacidad profética de los diseñadores para afirmar rotundamente que la moda es un fiel reflejo de las dinámicas y los cambios sociales. Aunque para muchos intelectuales el asunto de la indumentaria siga siendo una cuestión banal, lo cierto es que esta es una opinión que filósofos, sociólogos y otros estudiosos de la cultura llevan defendiendo desde hace siglos. «El que en la moda solo ve moda es un necio», solía decir Balzac. El problema, quizá, es que la indumentaria es un elemento tan inmediato (quien más, quien menos, se viste a diario) que cuesta darle la profundidad histórica y social que merece.
Muy pocos se preguntan, por ejemplo, por qué la moda masculina cambia tan poco frente a la femenina. Al margen de la cultura patriarcal, que refuerza este hecho, la realidad es que los varones dejaron de adornarse después de una gran crisis: la Revolución Francesa y el consecuente auge de la burguesía. «Es indudable que la reducción drástica del elemento decorativo en los trajes masculinos, la mayor uniformidad en el vestido, se ha acompañado por una mayor simpatía entre las clases; no tanto porque el uso del mismo estilo general de ropas produce en sí mismo una sensación de comunidad porque elimina ciertos factores socialmente desintegradores que pueden producirse por la diferencia en la vestimenta», escribía el psicoanalista Carl Flügel en su Psicología del vestido (1935). Esta ‘gran renuncia’ a la moda, como él mismo la llamaba, tiene que ver con el nacimiento de una nueva sociedad, sustentada en los valores del capitalismo: esfuerzo, austeridad e igualdad de oportunidades. La ostentación no estaba hecha para aquellos que querían prosperar en este nuevo mundo, aunque sí para sus mujeres, que no pertenecían al flamante mercado laboral. Eran ellas las que daban a entender la riqueza de sus maridos a golpe de aparatosos miriñaques y asfixiantes corsés: el ocio, sinónimo de prosperidad, era entonces definido como ausencia de movimiento.
Si ellos siguen llevando un traje de tres piezas, ellas han dejado atrás el corsé gracias, de nuevo, a otra gran crisis: la Primera Guerra Mundial. «La necesidad de mano de obra y el racionamiento hicieron que las faldas se acortaran y las prendas fueran mucho más funcionales. Las mujeres que trabajaban en minas o en fábricas de armas empezaron incluso a llevar pantalones», cuenta la historiadora Nina Edwards, autora del ensayo Dressed for war (2014). Pero, al contrario de lo que puede pensarse, la crisis bélica no es únicamente sinónimo de austeridad. «La depilación empezó a ser una práctica común. También la bisutería: los soldados hacían joyas a sus mujeres con munición, piedras y cristales», apunta Edwards.
Esta es también la época en la que la cosmética (antes asociada a las mujeres ‘libertinas’, como explicó en 1863 Charles Baudelaire en su Elogio del maquillaje) se estandarizan: emergen los grandes emporios, de Elizabeth Arden a Helena Rubinstein, cuya publicidad agresiva instaba a las mujeres a ocultar el estrés provocado por la catástrofe: «Aunque tu vida profesional o social no lo requiera, tu patriotismo sí te pide que tu rostro irradie optimismo», narraba una de las campañas de esta última. Ya en los años veinte, el resultado estético de la contienda cristalizó en el hedonismo de las llamadas flappers: mujeres profusamente decoradas que lucían los tres símbolos de la nueva era (pelo corto, vestido a la rodilla y maquillaje ostentoso) y actuaban con una libertad acorde a unos tiempos tan inciertos como revolucionarios. Cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, fue una de estas flappers la que supo ver el nuevo futuro que se avecinaba en materia de consumo de moda: Coco Chanel.
Mientras la ocupación nazi de París instaba al cierre de comercios y a la paralización de las actividades no esenciales, Coco Chanel peleó por dejar su tienda abierta (no sabemos si legalmente o no). Día tras día, las colas de soldados en su puerta crecían. Compraban el perfume nº5 para sus mujeres. Otra vez se repetía la misma lógica: pequeños lujos asequibles para ‘combatir’ el desastre. De la fragancia de autor al fomento del pintalabios rojo por parte de Winston Churchill,«para levantar la moral de la población» (sic), esta dinámica de opuestos llegó a su culmen cuando Christian Dior decidió dar carpetazo en 1947 a las penurias de la contienda con el New Look, una estética lujosa y ampulosa que devolvió a las mujeres la silueta de antaño y que fue utilizada como arma política tras el armisticio: si Reino Unido lo prohibió por requerir para su confección metros tela en tiempos de crisis, Francia lo apoyó viendo en él una herramienta para recuperar el trono de la moda mundial.
Sin embargo, la historia nos enseña que los grandes cambios en materia de indumentaria no son fruto de los diseñadores, sino del desencanto colectivo. La tarea de los buenos creativos es saber leer correctamente su presente para anticiparse al futuro. La grandeza de Dior fue la de darle a la sociedad algo opuesto a lo que estaba viviendo, y la de Yves Saint Laurent haber sabido ver y traducir las repercusiones estéticas y sociales de Mayo del 68 (aunque no pisara una manifestación). Asimismo, la fama de la que gozaron Rabanne, Courrèges y Cardin en los sesenta se debe a que «supieron ver que la tecnología, la indumentaria de protección y la incertidumbre frente al futuro estaban en la cabeza de la gente», argumenta Jane Pavitt, autora del ensayo Fear and fahsion in the Cold War (2008). Ante la Guerra Fría, su carrera armamentística, su amenaza nuclear y su propaganda espacial, el mundo respondió poniéndose medias de nailon, vestidos de charol y otros ‘artefactos’ sintéticos, atreviéndose con el biquini que llevaban las heroínas de la ciencia ficción y apostando por una estética unisex y uniformada, anteponiéndose a un futuro distópico en el que la comodidad, la homogeneidad y la fusión de géneros nos convertirían en piezas de un mismo puzle.
Debajo de las pasarelas y las revistas latía un cambio aún mayor: el de los cientos de miles de jóvenes desencantados con un mundo en crisis y un sistema de gobierno que prefería molestar al de al lado que preocuparse por ellos. Por eso muchos empezaron a llevar vaqueros, instados por la prohibición que impedía llevarlo fuera de las fábricas o las minas. Por eso, también, otros decidieron apropiarse de elementos ajenos a la moda, como las parkas o las botas militares, las chupas de los aviadores o los monos de trabajo hasta uniformarse. Literalmente. «La ideología alternativa y el descontento con lo establecido se significan a través de un estricto código de vestimenta, muy jerarquizado, que les permite reconocerse entre ellos y oponerse al resto». Así definía el sociólogo Dick Hebdige el auge de las subculturas durante los sesenta y setenta en su mítico ensayo Subcultures. The meaning of style (1983). Mods, punks, teddy bears y más tarde grunges, club kids o raperos que equipararon la ética a la estética, pese a que luego la moda los haya inoculado subiéndolos a la pasarela y colgándolos del perchero de una tienda low cost. Como ya apuntaba Hebdige: «Cuando acaban siendo definidos como una amenaza para los valores y los intereses sociales, los mass media los neutralizan presentándolos en su forma más estereotípica y estilizada».
Pese a ello, la sociedad sigue su curso. Y la moda lo refleja. A veces de forma consciente (ahí está el auge del feísmo, encabezado por Comme des Garcons en los ochenta y Margiela en los noventa, reaccionando contra la banalidad de un época opulenta que no pensaba en el futuro) o inconsciente (popularizando las zapatillas de deporte después de que toda América las llevara para ir al trabajo durante una huelga de transporte en 1980 o liberando a las mujeres de los tacones tras la muy necesaria libertad de movimientos que supuso el 11-S). Hoy, inmersos en otro cambio de paradigma, solo hay un hecho claro: el confinamiento, la distancia social y la crisis económica que se avecina cambiarán nuestro modo de relacionarnos con la ropa. Para la investigadora de tendencias Li Edelkoort, «esto es una página en blanco. Nos hemos acostumbrado a no consumir y nos hemos dado cuenta de que hay que cambiar el modelo». Sin embargo, la lógica de la historia habla de ostentación como respuesta a la catástrofe. Estos días la ropa ha dejado de cumplir su principal función: comunicar mensajes implícitos a un observador externo. Partiendo de ahí, cualquier cosa es posible.
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