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Damas de escena

Unas visten personajes; las otras, emociones. Tras la entrega de los Premios Max no cuentas cómo cuentan historias a partir de telas y emociones.

Marisa Paredes siempre recuerda que cuando era una niña, desde la portería de su casa madrileña de la plaza de Santa Ana, le gustaba espiar el ir y venir de los actores que entraban al Teatro Español. Ella sospechaba que allí uno podía ser cualquier cosa que imaginara: una princesa o una mendiga. Bastaba con tener un personaje y… vestirse. Ponerse en su piel. Un día, años después, Marisa cumplió el deseo de subirse al escenario de aquel teatro de su infancia. «Para mí era una catedral. Cumplí mi sueño a las órdenes de Alberto González Vergel con La estrella de Sevilla».

Los recuerdos se entremezclan porque, según cuenta, fue maravilloso pero también tremendo. «En un momento de la representación en que mi personaje se cambiaba de vestido, yo debía salir desde el fondo del escenario y con las prisas –la obra era en verso– entré angustiada y casi sin voz… Al día siguiente, algunas críticas señalaron aquello. Dijeron que yo estaba un poco verde. Así que todos los sueños tienen su cara y su cruz. No lo olvidaré nunca».

Afortunadamente, a lo largo de su dilatada carrera aquel episodio pasó a convertirse en una anécdota de juventud. Marisa se refiere al teatro como el mayor espacio de magia y libertad para un actor. Cada función y cada instante son únicos. Como lo son los trajes que ha lucido en todas sus interpretaciones. «Recuerdo una capa que llevaba en Comedia sin título, dirigida por Lluís Pasqual. La diseñó Fabià Puigvert, estaba confeccionada con botones de nácar y el peso te hacía avanzar de una manera muy especial. En un momento, mi personaje bajaba a encontrarse con el director, que encarnaba Imanol Arias, quien estaba sentado en el patio de butacas, y esa sensación de peso y de sentir al público físicamente fue increíble. El teatro a veces tiene esa magia».

«El vestuario es tu segunda piel», dice precisamente la hija de Marisa, María Isasi, «te cuenta cómo vive el personaje, su nivel adquisitivo, en qué momento de su vida está. Y lo que lleva determina una manera de caminar, de moverte y de respirar. Lo determina todo». La actriz, junto a otra treintena de mujeres, se ha sumado a este encuentro entre intérpretes y figurinistas. Todas unidas por un mismo amor por el teatro, por los personajes que lo hacen posible, por la ropa que visten y las convierte en algo más que maniquíes, por las emociones y las historias que le cuentan al espectador.

«El vestuario te da muchísimo, te lo dice todo del personaje, de su feminidad y de su gestualidad», comenta Manuela Velasco, que el año pasado estuvo de gira con Todos eran mis hijos, de Claudio Tolcachir. «Lo peor que te puede pasar es que parezca que vas disfrazada o que te han prestado la ropa. Lo que un personaje lleva puesto tiene que lucir como si fuera tuyo, como si hubiera viajado en tu maleta», añade. Los trajes de esa obra fueron concebidos por la escenógrafa y figurinista Elisa Sanz, quien –como algunas de sus colegas– acapara un buen puñado de Premios Max entre vestuario y escenografía. Sanz dice que lo mejor de su trabajo son «las relaciones personales y la cultura que adquieres. Aquí siempre aprendes cosas nuevas y cada día es diferente. Pero hay algo muy emocionante: ver tus vestidos en movimiento y saber que el actor está cómodo». Sentirse bien es fundamental, coinciden casi todas las actrices. No solo porque con ellos completan al personaje. Conviene tener en cuenta cuestiones prácticas, técnicas e incluso estéticas. Ana Wagener lo antepone a estar bella. «Creo que la actriz está por detrás del personaje, si este lleva una bata horrorosa, yo no quiero que me pongan guapa. Ya lo estarás después, en una gala», afirma.

Marta Etura le concede mucha importancia al diálogo con el figurinista, «porque no hay nada más incómodo que encontrarte un atuendo que difiera en todo a como tú has imaginado al personaje». Un vestuario de teatro no es solo ropa. Esta obviedad a veces no resulta sencilla. Las figurinistas lo saben bien. Y en su trabajo, además del talento artístico, conviene un poco de mano izquierda. Ana López, una de las más jóvenes del grupo –responsable del guardarropa de montajes aún en cartel, como De ratones y hombres–, es psicóloga de formación (además de intérprete y traductora) y sabe que esta es una herramienta muy útil en el trabajo en equipo y, sobre todo, en el diálogo con los actores. Para esta función, por ejemplo, eligió cuatro vestidos de la última colección de Devota & Lomba porque encajaban muy bien con el carácter «ligero y volátil» de su protagonista femenina (Irene Escolar). La actriz sonríe cuando se refiere a ellos: «¡Son preciosos!». Y añade la importancia de aprender a incorporar el vestuario al trabajo actoral. «Cuando estudiaba en Londres, en una de las clases nos obligaban a vestir una falda larga y estrecha con la que aprendías a moverte. Fue muy útil». También cuenta que, tanto en su casa como en la de sus abuelos –es la nieta de Irene Gutiérrez Caba–, guarda un montón de ropa que perteneció a distintos actores de su familia y en ocasiones recurre a ella para preparar sus personajes. «Para los ensayos de El mal de la juventud, me probé un vestido negro de mi bisabuela, Irene Caba Alba, y al final lo usamos en la obra. Era de los años 20, le pusimos un delantal para hacer mi papel de criada. Fue precioso poder llevarlo».
Otra actriz con la que López sintonizó muy bien fue Bárbara Lennie. Su trabajo en teatro le ha brindado algunos de sus personajes más carismáticos, como el de Veraneantes. «Ana y yo dialogamos mucho. Hasta nos fuimos juntas de compras. Aunque el personaje vaya con vestuario normal, hay que descubrir precisamente cómo es esa normalidad».

La experiencia de entregarse al shopping también la vivieron juntas Carmen Machi e Ikerne Jiménez –que además es guitarrista del grupo Fangoria–. Para la obra La tortuga de Darwin, logró convencer al espectador de que su personaje era una tortuga evolucionada en ser humano sin recurrir a ningún caparazón. Machi valora esa capacidad que tienen los figurinistas de seducir al público y recrear hasta lo más inimaginable sobre un escenario. Del mismo modo, en Falstaff lograba transformarse ante el patio de butacas y, en apenas unos segundos, pasaba de cantinera con peluca a obispo de York ataviándose tan solo con una alfombra. Esta idea, de Beatriz San Juan, es una de las tantas que se les ocurren a los diseñadores de vestuario cuando a falta de recursos se suplen con imaginación.

María Araújo, una de las más veteranas del gremio, cuenta divertida cómo en una ocasión Mario Gas le pidió para Sweeney Todd recrear una violación con sombras chinescas. Ella se empleó a fondo y recorrió distintos sex-shops en busca de un miembro viril de tamaño descomunal. «Al final encontré un muñeco hinchable al que cortamos el miembro y sirvió para crear el efecto deseado». Su sorpresa, sin embargo, vino cuando en administración le pidieron explicaciones por la factura de dicho juguetito.

Entres las actrices con más recorrido sobre las tablas está Ana Marzoa, quien señala la importancia de las telas en un vestuario, tal vez por la fascinación que ejercían sobre ella los muestrarios de tejidos italianos e ingleses con los que su padre, que era sastre, trabajaba en casa cuando vivían en Buenos Aires. Aunque ha encarnado a mujeres de épocas muy diversas, reconoce que todavía no ha podido lucir en escena túnicas griegas. «Y tampoco un sari, que para mí es una prenda elegantísima».

En primer plano, de izda. a dcha.: Manuela Velasco, Cristina Marcos, Carmen Machi, Marina San José, Kiti Manver y Adriana Ozores. Sobre el andamio: Irene Escolar y Marta Etura.

Pablo Zamora

La mayoría de las actrices sabe lo complicado que resulta acostumbrarse a interpretar con un apretado corsé, y no desprecian en absoluto cualquier otro tipo de prenda, digamos, más convencional. Adriana Ozores recuerda un poco abochornada su primera obra: «Llevaba un picardías y me daba una vergüenza horrible enseñar mis muslitos. Pero tenía 20 años y unos cuantos complejos». A Cristina Marcos, Miguel Narros le dio una lección cuando, en uno de sus primeros ensayos, se le rompió un tirante del vestido y se le quedó el pecho fuera. «Yo paré y él me echó una bronca. Vino a decirme, más o menos, que si en teatro se te sale una teta, hay que seguir con la función». No es la única. A Bárbara Lennie se le rompió un pantalón. «Y fue muy bochornoso ¡porque sonó!». Por no hablar de los postizos del peinado que se arrancó Ana Torrent en Madame Bovary hace unas semanas, cuando el vestido que luce su personaje no entraba ni salía en mitad del directo.

Pero todas también recuerdan con especial cariño algunos trajes y momentos maravillosos. Hasta cuando son de andar por casa. Marina San José ya se ha «embarazado» dos veces en el teatro. Nur Al Levi, hija de Cristina Rota, recuerda su primera función vestida de colegiala cuando casi aún lo era o cómo en ¡Haberos quedado en casa, capullos!, la obra de Rodrigo García, «hacía un monólogo dentro de una falda enorme que ocupaba el escenario y estaba atada a las butacas».
Los figurinistas son muchas veces magos de lo imposible. Ellos dibujan, inventan, recrean épocas y juegan con todo tipo de elementos y materiales, pero siempre con un objetivo común: ayudar a la historia. «Como todo el mundo se viste por las mañanas, cualquiera se cree capaz de opinar. Pero esto no es solo ropa. Nuestro soporte común siempre es un texto, un guion o una partitura, y lo que hacemos es crear personajes», explica Ana Garay. Sus compañeras coinciden en esto, aunque cada una tiene su librillo.

Para Rosa García Andújar, «el texto nos va mostrando quiénes son los personajes, los va localizando y situando, nos enseña su personalidad, su conflicto, su historia, y en ello el vestuario puede acompañar con coherencia, tocando poderosos resortes de comunicación, muchas veces ligados a las sensaciones». La jovencísima María Amengol, que se ha formado con otra de las grandes del vestuario teatral, Mercè Paloma, cuenta que en su último montaje, Hedda Gabler, tuvo que ingeniárselas, casi como experta en efectos especiales, para que la actriz Laia Marull muriera derramando sangre. Ocultó una bolsita en un vestido trucado para causar el efecto lo más logrado posible.

Montse Amenós –como la gran mayoría de ellas, escenógrafa además de figurinista– coincide en que las artes a veces confluyen de manera muy ingeniosa. Ella, que disfrutó en sus comienzos de la explosión creativa de la compañía Dagoll Dagom, reconoce que se dedica a esto porque primero quiso ser arquitecta. «Y entre la arquitectura y las artes, este trabajo te lo permite casi todo».
Marta Fenollar, que combina su trabajo en cine y teatro, cuenta jugosas anécdotas de algunos rodajes. «Una vez en Almería tuve que vestir de judíos a 50 gitanos. Todos se quejaban de que les pusiera chanclas y se negaban a quitarse las joyas y los relojes». Y luego lamenta la falta de recursos, a lo que muchas veces deben hacer frente con ideas. «La verdad es que en muy pocas ocasiones he tenido la suerte de contar con un presupuesto alto», confiesa Fenollar. «Me encantaría poder comprar telas carísimas en Italia, pero la verdad es que yo soy más de buscar en contenedor». Y no lo dice en broma, ya que junto a Antonio Macarro llevó a cabo buena parte del delirante escenario de la película El milagro de P. Tinto recopilando ojetos de la basura.
Pero si hay alguien emblemático en el vestuario cinematográfico es Yvonne Blake, una inglesa afincada en España que en 1971 obtuvo un Oscar al mejor vestuario por la película de Franklin J. Schaffner Nicolás y Alejandra. Ahora sigue en activo en teatro musical y danza. «El teatro fue mi primer amor y siempre me gusta volver a él», reconoce con su acento británico. «Además, a diferencia del cine, aquí procuras salirte más del realismo y experimentar más con la fantasía. Y recuerda cómo en su primera obra en España, Juana del amor hermoso, con Lola Herrera, aunque el vestuario era de corte medieval, ella se atrevió a elaborarlo con charoles y plástico. «Fue muy sorprendente y rompedor en esa época».

El teatro, en esto hay acuerdo unánime, a todas les permite jugar hasta lo inimaginable. Pero ¿qué sucede si el vestuario, aparentemente, no dice nada? Alicia Borrachero, que sabe lo placentero que es llevar un diseño espectacular (participó en la segunda parte de la superproducción de cine Las crónicas de Narnia), matiza: «La ropa nunca es poco relevante, no tiene que ver ni con la época ni con la cantidad de cosas que lleves, ni con el estilo. Tiene que contar algo de tu personaje, aunque sea normal», y recuerda a su personaje de Agosto, una mujer a la que intencionadamente se vistió de una forma anodina, ni femenina ni todo lo contrario, «porque así lo requería».
María Adánez, quien ha estado de gira junto a Cristina Marcos con una obra del siglo XVII, La escuela de la desobediencia, repasa mentalmente las prendas que conserva de sus momentos teatrales más emblemáticos. Al final, son solo recuerdos. Los personajes, sin embargo, se quedan dentro. «El teatro lo tiene todo, y a mí me ha brindado los personajes más bonitos de toda mi carrera. Este es un trabajo sacrificado, viajas mucho, dedicas miles de horas. Pero tienes el placer de poder jugar dos horas frente al espectador. Un placer sin cortes, solo el público y tú».
O como dice Ana Torrent, el teatro es como la vida «y, a veces, sucede lo inesperado». Aunque hay una anécdota de Kiti Manver que resume bien cómo la vida y el teatro a menudo discurren juntos: «En El matrimonio de Boston llevaba un corsé que, a veces, me dificultaba la respiración. En mitad de la función me asusté porque me dio una palpitación muy fuerte. Salí del escenario con un vahído y me senté. En esto, vino la sastra, que era más o menos de mi edad, y cuando le conté lo que me pasaba toda sofocada, me dijo: “¡Eso es la menopausia!”.Y se me quitó la tontería de golpe»

Marta Fenollar, Elisa Sanz, María Araújo, María Amengol, María Luisa Engel, Montse Amenós y Ana López. Sentadas, de izda. a dcha.: Ikerne Jiménez, Ana Garay, Yvonne Blake (apoyada en las butacas), Rosa García Andújar y Beatriz San Juan.

Pablo Zamora

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