Contra la culpa: cuando ser muy estricto con uno mismo se convierte en un calvario
¿Alguna vez te has parado a escuchar cómo te hablas a ti mismo cuando cometes un error o cuando no has sabido gestionar una situación? La obsesión con la perfección puede generar el efecto óptico de tener todo bajo control, cuando lo que se consigue con ella es cortarse las alas.
Pongamos que nuestras actuaciones oscilan en torno a una línea definitoria ideal que corresponde a lo que nos gustaría hacer. Como es lógico, si fluctúa es porque lo que pensamos, decimos y llevamos a cabo no siempre está exactamente aquí, sino un poco más arriba o más abajo. Esto es lo natural, ya que somos humanos a quienes nos afectan factores externos que condicionan también nuestros estados de ánimo y nuestras reacciones. No obstante, cuando dejamos de percibir estas pequeñas variaciones como algo normal y no las conseguimos relativizar podemos caer en la trampa de entrar en un bucle de autoexigencia y de perfeccionismo que lleva a comportamientos mucho más injustos con nosotros mismos, hasta el punto de disminuir drásticamente nuestra autoestima y de convertirnos en personas sumisas.
Pero, ¿de dónde viene esta imposición de agradar, cumplir estas elevadas expectativas y sentir culpa por no llegar a todo lo que nos proponemos? Mar Martínez, psicóloga y neurocientífica, asegura que detrás de esta rigidez reside una necesidad de control y, tras ese control, el miedo. Por tanto, para las personas que construyen este decálogo moral tan estricto, llevarlo a cabo significa acogerse a algo que les aporta seguridad.
Derecho al margen de error
La culpa, de todas las emociones, es de las más sencillas de identificar. De hecho, afirma Rosa Luna, psicóloga general sanitaria, que la reconocemos a partir de la infancia: “Está presente a lo largo de nuestra vida porque desde pequeños vamos entendiendo lo que se espera de nosotros y qué es lo que no podemos hacer, por lo que la culpa nos acompaña desde una edad muy temprana”. El problema, explica la especialista, no viene con la culpa, sino con nuestros pensamientos cuando nos engañan y nos hacen confundir la verdadera obligación con nuestra propia autoexigencia.
Todos los sentimientos tienen una razón de ser, incluso aquellos más desagradables, y la culpa es útil, en palabras de Rosa, para poder adaptarnos en la sociedad. No obstante, cuando se llega al extremo de pensar que tenemos que actuar siempre de una forma inmaculada, podemos desencadenar severas consecuencias.
Silvia Congost, psicóloga experta en dependencia emocional y autoestima, opina que es muy importante aprender a gestionar la culpa originada por pensar que le hemos fallado a alguien. Cuando esto ocurre podemos llegar a comportarnos de forma obediente, sumisa y a aceptar que nos castiguen porque creemos que nos lo merecemos. “Se genera una obsesión con que dicha persona recupere la confianza en nosotros y nos olvidamos de nuestras necesidades, centrándonos exclusivamente en las del otro”, concluye Silvia.
Mientras que la denominada culpa adaptativa –es decir aquella que nos hace conscientes de un error desde un punto de vista sano y que nos empuja a pedir perdón y buscar soluciones para reparar ese daño– es muy útil a nivel psicológico, la culpa disfuncional pueden provocar un enorme agotamiento mental. Se trata de bloqueo donde hay un juicio constante y un lenguaje interior lleno de agresividad hacia uno mismo, defiende Tamara Alonso, psicóloga general sanitaria. “Se puede desarrollar un alto perfeccionismo y autoexigencia y también una elevada sensibilidad a la evaluación del otro, viéndose afectada así su autoestima y su bienestar psicológico. Es bastante probable que la persona que se vea envuelta en estas dificultades no deje mostrar su verdadero yo, ya que siempre va a estar en alerta o híper vigilante para evitar dañar al otro, lo que le alejará de su verdadera esencia”, desarrolla la experta.
Esta necesidad de mantenerse inmóvil en la seguridad resta un amplio campo de experimentación y de vivencias y, según Mar Martínez, las personas que sufren estos pensamientos terminan incluso por no conocer ciertas partes de sí mismas que quizás son más atrevidas, arriesgadas y extrovertidas, ya que no se permiten sacarlas a la luz.
Las mujeres, las portadoras de la culpa infinita
A pesar de que, por supuesto, la culpa es una emoción generalizada que no se limita exclusivamente a un género, sí que es cierto que las mujeres se han llevado (y se llevan) la peor parte. Seguro que en muchas ocasiones nos hemos dicho: “soy una mala hija”, “soy una mala madre”, “soy una mala feminista”, “soy una mala novia”, “soy una mala profesional” o “soy una mala amiga”.
La mujer es, todavía a día de hoy, percibida por muchos como ese ser de luz sobre el que se deposita la carga y la exigencia más elevada: la perfección. De ahí que se desarrollen tantos conflictos con la autopercepción: nunca estamos lo suficientemente pendientes de la familia, de los amigos o de la pareja. Nuestros cuerpos no son suficientemente perfectos y los discursos que emitimos tienen demasiadas contradicciones. La productividad tampoco es bastante, por lo que si nos tomamos un día de descanso sentimos que estamos vagueando. Otras sufrimos el síndrome de la impostora a nivel laboral. Nunca llevamos una crianza de nuestros hijos suficientemente consciente. En definitiva, se espera de nosotras poder con absolutamente todo. Por esa misma razón es tan dañina la figura de la “superheroína” con la que tantas veces se ha pretendido (erróneamente) alabar la extenuación de las mujeres.
En la película Cinco Lobitos, de Alauda Ruiz de Azúa, hay una escena en la que se narra el sentimiento de culpa de una de las protagonistas y cómo nuestros padres no son solo nuestros padres, sino también personas de carne y hueso que cometen mil y un errores. Amaia (Laia Costa), madre primeriza, llora desconsoladamente confesándole a Begoña (Susi Sánchez), su madre, que su hija se le ha caído del sofá. Siente un alivio inmenso cuando ella le contesta con naturalidad: “Tú te tiraste de cabeza varias veces de la cuna y hablas varios idiomas”.
Es necesario relativizar para poder vivir en calma. Los desatinos son parte de nosotros y, por tanto, también un pequeño fragmento de por qué nos aprecia nuestro círculo. Cuando forzamos esta perfección, simplemente dejamos de ser quienes somos.
Cortar el bucle
Es hora de comprender que, por mucho que deseemos tener todo bajo control, esa sensación siempre va a ser ilusoria, pues “a pesar de que tengamos margen de maniobra, siempre hay una parte que tiene que ver con el hacer y deshacer de los demás, el pensar y el sentir de los otros y de las circunstancias externas”, expresa Rosa Luna.
Hubo una frase de la película y libro Las Ventajas de ser un Marginado, ambos de Stephen Chbosky, que viajó a lo largo y ancho de las redes sociales durante años hasta convertirse en un clásico: “Aceptamos el amor que creemos merecer”. Cuando fallamos, podemos entrar en el bucle de los pensamientos catastrofistas que nos dicen que no somos suficiente. Cuando esto ocurre, es de vital importancia que tengamos a mano algunos de los tips principales que nos proponen las expertas, empezando por uno de Silvia Congost: la necesidad de tomar consciencia de ello, ya que solo de esta forma podremos modificarlo.
Esta cuestión, según Mar Martínez, no solamente es algo personal, ya que toda la sociedad ha de reeducarse en este aspecto, dejando a un lado el castigo y exigencia excesiva. “Tenemos que empezar a mostrar más compasión por nosotros mismos y por los demás, desarrollando más el amor propio desde una forma responsable, cambiando los discursos dicotómicos y encontrando una mayor escala de grises”, asegura.
Además, Tamara Alonso aconseja al respecto explicando que la flexibilidad pasa por atrevernos a ampliar ese camino rígido que estamos realizando y por darnos permiso para identificar cuál queremos recorrer nosotros. Reflexiona que “no se trata de transgredir los límites, pero sí de tener un margen más amplio donde poder movernos y aceptar el error en nuestra vida”.
Las mujeres merecen soltarse el pelo y también fallar, así como entender que quienes las quieren verdaderamente entenderán que se salgan de sus expectativas. Tienen derecho a no ir ese día nublado al gimnasio, a descansar, a la pereza, a no estar al cien por cien para todos los vínculos en cualquier momento, a no aprobar ese examen, a no ser la mejor madre ni la mejor amiga ni la mejor profesional, a hacer un comentario desafortunado y a nadar en contradicciones. Deben poder hacer autocrítica sin reprimenda y también asumir riesgos. Hay mucho ahí fuera esperando a que lo agarren y disfruten con fuerza y sin miedo.
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