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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Miedo a regalar aromas

Una de las grandes falacias cosméticas es que los perfumes son tan personales que no se pueden regalar.

Anabel Vázquez
Anabel VázquezPlató S Moda

Hace unos años, muchos, tuve un blog. Qué original. En el mío escribía listas, curiosa decisión para alguien que en la vida diaria nunca lo hace porque, como Funes el Memorioso, tiene la desgracia de tener una buena memoria. Escribía, pues, no por miedo al olvido, sino por la búsqueda de orden y ese terreno sí me interesaba; que el ego asomara, también. El blog se llamaba Chicalistas. Qué ternura de tiempos, sin SEO ni likes. En unas de las entradas escribí: “Diez trabajos soñados”. Hoy no sueño con ningún trabajo, pero en 2008 era más joven y aún no había leído El entusiasmo, de Remedios Zafra. El post sigue por ahí y al releerlo encuentro profesiones que no querría desempeñar ahora, como afinadora de quesos (hola, compañera de páginas, Clara Diez), política en la segunda fila o mano derecha de Coppola y otras que sí, como diseñadora de vestuario de cine, estrella de Hollywood muy discreta o escritora por encargo. No veo que aparezca, y me extraña, una profesión que siempre me ha entusiasmado, la de perfumista. Al fin y al cabo, pienso que reúne varios de esos oficios que menciono: una fragancia es un vestido invisible que se afina hasta llegar a cumplir las expectativas de quien lo encarga; además, puede ser tan inolvidable como Greta Garbo.

Fantaseo con matricularme en un curso en el Grasse Institute of Perfumery. Realicé hace unas semanas un taller de la Academia del Perfume llamado Los secretos de las maderas y confirmé que ser perfumista es muy difícil porque hay que saber de todo: no eligen los ingredientes por su olor, sino por los valores culturales asociados. Viendo Los asesinos de la luna, la última película de Scorsese, no podía dejar de pensar a qué olería Molly, el personaje que interpreta de forma majestuosa Lily Gladstone. Los prejuicios invitan a pensar que alguna fragancia natural, con hierbas de la pradera, pero al conocer que la nación osage llegó a ser la región con la renta per cápita más alta del mundo deduje que sus mujeres olerían a perfumes parisinos. Molly podría oler a Shalimar, que ya existía en los años veinte.

Estas fechas son las que mejor huelen del año. El trabajo de cientos de perfumistas está en el aire y brindo por todas las personas que regalan fragancias, desde un agua de colonia infantil a una de Zara, pasando por otra de Ropion. Una de las grandes falacias cosméticas es que los perfumes son tan personales que no se pueden regalar. Les hemos concedido poderes sobrenaturales que los sitúan en el terreno de lo semisagrado. Los tememos y miramos de manera reverencial y yo estoy aquí para decir que hay que respetarlos y quererlos, pero no idealizarlos. Eso funciona también para los amores. Cuando alguna amiga me dice que la tratan como una reina me pongo muy triste y pienso: ahí no es. Regalar un perfume siempre es una buena idea. A qué clase de persona no le gusta un aroma amable y bien pensado como, por ejemplo, Eau des Sens, de Diptyque, o el agua de colonia de Álvarez Gómez. Qué rígidos somos con los aromas y qué poco con la cosmética. Si no nos gusta una hidratante la usamos con más o menos resignación; en cambio, si no nos interesa un aroma lo decimos en voz alta y nos apartamos de él como de un virus. La relación que tenemos con las fragancias es de apego feroz. Cuando descubrimos uno que nos gusta nos sentimos como Howard Carter ante la tumba de Tutankamón y nos aferramos a él como si no hubiera cientos de aromas esperándonos; solo en España se lanzan, según la Academia del Perfume, 200 novedades al año. Regalemos perfumes, relajémonos. El mundo es de los valientes; y de mujeres como Molly.

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