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Antes sencilla que muerta, por Eva Hache

«Se arrepentirán de no haber lucido las cachas del culo cuando aún eran tersas y relucientes»

Mural playa
Getty Images

Título provisional. Importante resaltar la sencillez. Y la ausencia de muerte, sobre todo en verano. Nacer en plenas vacaciones no permite celebrar cumpleaños con muchos viejos amigos ni llevar caramelos al colegio. Morir en agosto seguramente significa velatorios nada multitudinarios.

Playa. Exterior día. 9:00. Me resulta precioso (o mejor, sin precio) darme un baño antes de desayunar. La playa está vacía. Casi. Hay una mujer, de mi edad o así. Ni guapa ni fea. Ni gorda ni flaca. Camina serena y parece feliz. Lleva una sonrisa tranquila y una cámara de fotos de esas que antes solo llevaban los fotógrafos. Su belleza nace en su relajación y en que seguramente no sabe que lleva la etiqueta del biquini por fuera. Una de esas etiquetas en las que caben las instrucciones de lavado, a mano, a máquina y en seco; de baño, en mar y piscina; de las banderas de todas las playas de los 47 kilómetros de esta costa y las actividades de la región desde junio a septiembre.

Restaurante. Terraza. Exterior día. 13:30. No hay ruidos. A veces un barquito que regresa al puerto surca el agua y el ambiente. La gente, clientes y camareros, debe de ser muy guiri y muy del norte. Hablan bajito. Han dibujado un lenguado con la salsa en mi plato, pero del lenguado verdadero hay solo dos filetitos. Está rico. Es curioso estar tan cerca del mar y no escucharlo, pero claro, no hay olas. El agua no golpea en ningún lado. En cambio hay un rumor de agua corriente. Me giro y detrás hay una fuente de esas zen o japonesas o lo que sea. Se oye el agua pero se oye mucho más el motor de la fuente.

Playa. Exterior tarde. 18:30. Tres adolescentes en la orilla. Como el agua está muy fría, no se bañan. Una entra hasta que el agua le llega un pelín más arriba de las rodillas y hace aspavientos y señales de congelación. Empieza a mover las manos como molinillos de papel de colorines muy ostensiblemente. Cuando se da cuenta de que las otras dos amigas no la están viendo, para. Las que no se han metido en el agua llevan vaqueros muy cortos. Cortados. Con los bolsillos asomando por debajo de la pernera inexistente. Supongo que será moda. Seguro que en invierno llevarían los mismos shorts pero con medias negras. No lo entiendo. Ni lo de las medias ni lo de ahora en la playa. Con los años se arrepentirán de no haber lucido las cachas del culo cuando aún eran relucientes, tersas y sin asomo de celulitis.

Casa. Cama. Interior noche. 22:15 o así. Mi hijo está a tope. Quiere bañar al león que se ha comprado, jugar con el teléfono, leer un cuento, pintar y ver vídeos. A la vez. Cuando está así de espídico, bromeamos con la frase «está a punto de caer». «A puntito está», me digo yo a mí misma. Le digo a todo que sí y me dice no se qué de una manzana muy grande. Le invento una historia de un niño muy grande muy grande muy grande con una boca muy grande muy grande muy grande con unos dientes muy grandes muy grandes, como mi mano cada uno, que le da un bocado a una manzana muy grande muy grande muy grande. Luego la manzana dice «¡ay!» (por el mordisco) y el niño se extraña de que la manzana hable y se acuestan juntos y mi hijo ya está roncando.

Jardín. Exterior noche. 23:00 o más. Me da mucho gusto escribir en un papel a boli, pero sobre todo a lápiz, los puntos que llevan estos escritos. Y también calcular cuántas líneas. O cuántas palabras. Pero yo no cuento palabras. Cojo uno de los primeros que escribí y que les parecieron bien (de extensión) y copio. Y calculo: cincuenta y pico líneas divididas en una entradilla y en cinco apartados me dan a unas diez. En realidad a ocho coma tres tres tres hasta infinito. Dividendo, divisor, cociente y resto. Y así paso yo el verano. Sencilla.

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