El conocimiento no emerge de los datos
Vivimos sepultados bajo masas y estratos de datos, desde los movimientos exactos de la gente hasta sus genomas y los de sus ancestros
Imagina que eres un asesor, sea lo que sea que signifique eso, y el jefe te encarga un informe sobre la verdadera sociología de Gotham City. “¿Gotham City, señor Burns?”, preguntarás tú, y el jefe responderá: “Sí, Hildy, es esta ciudad en la que vivimos, espero que tu memoria de carpa no colapse ante ese desafío descomunal”. Oh vamos, señor Burns, por supuesto que sé lo que es Gotham City… “¿Pues entonces por qué no has desaparecido de mi vista y has empezado ya el informe, tortuga viscosa y macilenta?, hay inversores muy, muy poderosos detrás de esto, Hildy, mucho más de lo que podrías imaginar si tuvieras un cerebro, y si la cagas volverás a la ciénaga de donde nunca debí sacarte, maldito plumífero gacetillero”. Viendo que Burns ha cogido un clasificador muy grande, huyes de la oficina evitando de milagro que te atice en todo lo alto de la cabeza. Bien. ¿Y ahora qué?
¿Cómo se puede entender la sociología de la ciudad de Gotham? Te recuerdo que tiene 10 millones de habitantes, y que entrevistar a cada uno implica que el primer encuestado se habría muerto antes de que hables con el último. Necesitas una forma viable de obtener de una tacada datos amplios y fiables sobre la ciudad. Ajá, se te ocurre de repente, la guía de teléfonos de Gotham. Casi todos los ciudadanos están registrados allí, con su nombre y apellidos, su número y su dirección. En cierto sentido formal, la guía telefónica equivale a Gotham City, como la lista de ingredientes de un guiso equivale al guiso. Pero la guía telefónica no te va a ayudar a entender Gotham más de lo que una lista de ingredientes te va a enseñar a cocinar.
Vivimos sepultados bajo masas y estratos de datos, desde los movimientos exactos de la gente hasta sus genomas y los de sus ancestros, desde los hábitos de compra hasta los de lectura, del análisis de textos al mapa de las sinapsis del cerebro. Nunca en la historia había la especie humana dispuesto de semejante cornucopia de información. Pero no incurramos en el error garrafal de confundir la información con el conocimiento. Es verdad que no hay conocimiento sin información, pero tampoco lo hay sin pensamiento profundo, sin teorías solventes, sin la convicción de que hay algo que entender ahí fuera –la única religión de los científicos— y la voluntad obstinada y creativa de comprenderlo.
Por mucho que sueñen los profetas de la singularidad, ese punto imaginario del futuro próximo en que las máquinas nos superarán para siempre, podemos estar razonablemente seguros de que la acumulación de datos en la red no va a generar un organismo ni una mente ni un supercicuta. El empacho de datos es una masa muy vasta, pero no basta. La complejidad organizada del cerebro no es el producto de la mera acumulación de neuronas en filas de a billón. Lo esencial de un sistema complejo emergente es su forma, no su cantidad al peso. No hace falta un gran número de quarks, electrones y fotones para generar todos los átomos, las moléculas, los seres vivos y un cosmos entero de asombrosa armonía. Es la geometría de sus relaciones la que logra el prodigio. Y ahora me voy a comer, señor Burns.
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