Jimi Hendrix en la soledad de su habitación
Entre la avalancha de lanzamientos hendrixianos se echa en falta su sesión más personal
Como el milagro de los panes y los peces. En su corta vida pública (1966-1970), Jimi Hendrix editó cuatro elepés, incluyendo un disco doble. Una productividad razonable, dado que el guitarrista simultáneamente se pateaba el mundo entero (en 1968, hasta actuó en una discoteca de Palma de Mallorca). Así que lo que vino después de su desaparición fue un exagerado diluvio: han salido más de cien discos póstumos. Se permitieron todo tipo de chanchullos y manipulaciones, hasta quitar pistas para injertar nuevos arreglos. Aún asumiendo que muchos de esos lanzamientos recogían directos, queda el definitivo perfil de un músico de altísima creatividad. Jimi aceptaba todos los placeres narcóticos y carnales en oferta, pero parecía consagrar el resto de su tiempo libre a componer y grabar.
Para entender tal dedicación, conviene recordar sus traumas: venía de un hogar roto y había crecido en la pobreza. Por pillerías juveniles, le obligaron a alistarse en el Ejército. Una experiencia desagradable para ambas partes: fue dado de baja en 1962. Se ganó luego el sustento como músico de acompañamiento en el chitlin’ circuit. Llamado así por un plato favorito entre los descendientes de esclavos, los chitterlings (el equivalente porcino de nuestros zarajos y gallinejas), ese circuito ofrecía entretenimiento barato para los negros sureños, con sueldos mínimos para los animadores.
Subió un escalón al trasladarse a Harlem en 1964. Fue contratado por figuras como los Isley Brothers o Little Richard, pisó los estudios de grabación pero su pirotecnia instrumental chocaba con las rigideces del soul. Podemos imaginar la frustración de Jimmy, conmocionado por las rupturas provocadas por Bob Dylan y los grupos británicos. En 1966, optó por el lado bohemio: instalado en el Greenwich Village neoyorquino, actuaba por pequeños locales como Jimmy James & the Blue Flames. Su arsenal sonoro y su espectacularidad escénica llamaron la atención de visitantes ingleses. Chas Chandler, bajista de The Animals, decidió que aquel fiera podía tener futuro comercial en su país.
Aterrizó en Londres el 24 de septiembre. Esa misma noche apabullaba a los espectadores de un club y conocía a su primera novia británica. Se estilizó su nombre como Jimi y un mes después ejercía como telonero de Johnny Hallyday en el Olympia parisino. Intenten imaginar el pasmo general ante aquel cyborg, combinado de hombre, guitarra, pedales y amplificador. La plana mayor de los hacheros británicos, desde Eric Clapton a Jeff Beck, se quedó aterrada: aquel guitarrista zurdo ponía en peligro su modus vivendi.
Felizmente, Hendrix carecía de maldad. Saltaba a tocar al escenario de cualquier local que pisara, por gusto y por aprender. Y aprovechaba los huecos en el estudio para probar ideas, maquetar canciones, experimentar (de hecho, terminaría encargando un estudio a su medida, Electric Ladyland). También compró un magnetofón que se llevaba en sus viajes: melómano voraz, grababa a artistas insospechados. Próximamente, se publican extractos del concierto de Joni Mitchell que Jimi registró en un club de Ottawa en 1968, tras pedir permiso a la canadiense, recordándole que compartían discográfica: Reprise Records.
En verdad, el magnetofón era por encima de todo un instrumento de trabajo. Hacia 1970, en su piso neoyorquino, armado con su voz y su guitarra acústica Martin, vertió 16 canciones nuevas, como preparativo para un próximo disco. Había cierto hilo autobiográfico y lo bautizó como Black Gold. El tal Oro Negro era su alter ego, en la línea de los superhéroes de Marvel. Su agitada vida durante sus últimos meses impidió concretar el proyecto, aunque tres temas tuvieron versión eléctrica: el etéreo Drifting, ese galopante Stepping Stone y su reacción a la guerra de Vietnam, Machine Gun.
No obstante, Hendrix todavía pensaba en grabar los 16 temas en versiones cuidadas. En el verano de 1970, se los pasó a su baterista inglés, Mitch Mitchell, para que se acostumbrara a ese repertorio. Era una copia; la cinta original posiblemente se perdió cuando unos miserables, enterados de la muerte de Jimi, saquearon su casa. Transcurrieron 20 años hasta que Mitchell comprendió el valor de aquel material. Que terminaría en posesión de los sucesores del difunto.
La empresa familiar, Experience Hendrix LLC, lleva desde 1995 intentando poner orden en el caos discográfico de Jimi. Pero aún no se han atrevido a rescatar Black Gold, a excepción de los cuatro minutos del comienzo —que contienen Suddenly November Morning y unos compases de Drifting— en la magnífica caja West Coast Seattle Boy: The Jimi Hendrix Anthology (2010). Así que Black Gold aumenta en dimensiones míticas: ha dado título a un libro y a un recopilatorio tramposo, que nada incluye de la ansiada cinta.
Se entiende la reticencia de los herederos: la cinta es editable pero presenta a un Hendrix irreconocible, desnudo de decibelios, más artesano que genio flamígero. Yo diría que, 51 años después de su muerte, ya va siendo hora de aproximarse a esa criatura bendita.
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