Tenemos que ser ejemplares para los robots
Comenzamos a ser conscientes de que los robots reciben de nosotros una especie de mensaje en el que se transmiten normas de cómo proceder. Esto nos crea ya la preocupación acerca de qué normas tenemos que transmitirles
Ashley Too, una muñeca robot, contesta a la adolescente Jack Goggins que pone en duda que conozca la música y los cantantes que le gustan: «¡Prueba. Me encanta aprender!». Es en un momento del capítulo Rachel, Jack y Ashley Too, de la quinta temporada de Black Mirror.
El consumo energético de esta robot es muy pequeño, sobre todo en relación a la cantidad de información que necesita recibir de las personas a las que asiste, del entorno en que está y de la Red. No es un autómata que transforma la energía en movimientos, sino un ingenio que no deja de absorber información para la interacción con las personas y los objetos.
Comenzamos a ser conscientes de que estas «criaturas» reciben de nosotros una especie de mensaje genético para su constitución y comportamiento en el que van normas de cómo proceder. Esto nos crea ya la preocupación acerca de qué normas tenemos que transmitirles. Así que volvemos la mirada sobre nuestros valores éticos para que inspiren las reglas que vamos a insertar en el robot: queremos que reaccionen de manera que no contraríen los principios con los que nosotros actuamos. Pero entonces nos damos cuenta de que nuestras formas éticas de actuar no están tan claramente determinadas. En consecuencia, la operación se cierra sobre nosotros mismos, en vez de llegar directamente a la «criatura», y nos plantea cuestiones éticas que hasta ahora no se revelaban, y que al hacerlo ponen a prueba nuestras razones, porque en ocasiones se muestran insuficientes o contradictorias.
Pero una vez conformado el robot a unas normas que consideremos correctas aparece otro desafío: y es que no va a dejar de fijarse en nosotros, qué hacemos y cómo lo hacemos. Porque le «encanta aprender», como confiesa Ashley Too. Hemos moldeado y montado nuestros artefactos, los hemos reparado, cuidado y alimentado, pero ahora también hay que enseñarles. Una responsabilidad que recae muy gravemente no solo sobre quienes han traído estas «criaturas» a este mundo tecnológico, sino sobre todos nosotros, que las vamos a acoger en el nuestro. Tendremos que ser ejemplares. No hay que olvidar que todo artefacto amplifica lo que podemos hacer los humanos y, por tanto, también aquello que va a aprender de nosotros.
Y aquí está el mayor beneficio que nos puede traer un mundo con los robots. La más trascendental influencia de lo creado sobre el creador no será que los robots nos liberen de trabajos inhumanos, ni que procesen sin desfallecer una información que desborda nuestro cerebro pero que es imprescindible para sobrevivir en este mundo complejo, ni que nos asistan en tantas tareas cotidianas con su proximidad y compañía... No, lo más importante será que nos empujarán a que los humanos reconsideremos la visión que tenemos de nosotros mismos.
Es tal la magnitud y trascendencia de este proceso creador que acabamos de empezar que no es posible que de nuestras manos salgan seres artificiales a nuestra imagen y semejanza sin antes reconsiderar la imagen que tenemos de nosotros mismos. Porque la actual es una imagen de otro mundo, un mundo pasado, para el que la interpretación que nos dábamos podía encajar, pero no para el de hoy en profunda y acelerada transformación. Tiene por tanto sentido y oportunidad hablar de un humanismo que, congeniando con la ciencia y con la tecnología, redefina la imagen desenfocada (por desajustada de este mundo) del ser humano.
La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.
Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático en la Universidad Carlos III de Madrid.
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