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Una situación kafkiana

El protagonista de 'La metamorfosis' y todos nosotros no dejamos de volver a ver, de reconocer a través de cualquier impresión sensorial, el mundo que nos rodea

Getty Images

Cuando Gregorio Samsa abrió los ojos después de una noche con sueño inquieto descubrió que su cuerpo era el de un bicho extraño echado en la cama. ¿Cómo supo que era él, y no quedó completamente desconcertado? Kafka nos lo resuelve en las mismas primeras líneas de La metamorfosis: Samsa vio la mesa y lo que había dejado sobre ella la noche anterior, reconoció el cuadro colgado en la pared, dirigió su mirada a la ventana. Es decir, volvió a ver lo que había visto antes de dormirse, así que, por tanto, tenía que ser él. Ahora, con ese asidero de su identidad, debía resolver qué era ese cuerpo que no le correspondía.

El personaje de Kafka y todos nosotros no dejamos de volver a ver, a reconocer a través de cualquier impresión sensorial de nuestros cinco sentidos, el mundo que nos rodea. Y nos produciría una insoportable turbación si a lo largo de nuestra jornada no fuéramos reencontrando y reconociendo, aunque la percepción sea inconsciente, un sinnúmero de objetos y personas, de situaciones. La memoria nos salva de la zozobra de los imprevistos, de los cambios nuestros y del mundo en que estamos. Ante algo nuevo procuramos buscar en nuestra memoria aquello que se parezca, aunque ese ajuste sea muy forzado, para que nos salve al poder decir “ya lo he visto”.

Cuando el fenómeno digital —tan penetrante— comenzó a manifestarse en nuestra vida nos produjo la confusión de lo nunca visto. Y reaccionamos como es habitual ante lo extraño: buscar encajarlo en lo que ya tenemos asumido y de esa manera saber actuar en consecuencia. Así que la Red era o una inmensa biblioteca, una biblioteca de Babel, o un libro infinito (o libro de arena hecho de ceros y unos); y la web, un inmenso libro desencuadernado que en vez de hojas cosidas por uno de sus lados estaban hilvanadas por hilos (enlaces, links) que atravesaban las palabras; y la pantalla se veía y trataba como una página; y los artefactos electrónicos nuevos tenían que sujetarse con las manos, para leer en ellos como en los libros (tabletas, e-readers). Y si el paso del papiro y el rollo al códice de pergamino posibilitó iluminar los textos con imágenes cada vez más ricas, y luego con el desarrollo de las técnicas de impresión sobre papel, ¿por qué sobre el soporte digital no se iba a enriquecer la palabra escrita con imágenes en movimiento y con sonido, y concebir así libros multimedia?

Han pasado los años, realmente pocos para la trascendencia del fenómeno, pero muy rápidos e intensos, y nos damos cuenta de que esta extensión al terreno desconocido del territorio que hasta entonces habitábamos, como si fuera tan solo su continuación, no es ya convincente. Hay que aceptar que es otro mundo, y que no se puede solo ver —describir, interpretar— desde el que venimos.

Y el libro, inspirador durante estos años de metáforas previsoras para intentar encajar ese mundo digital en nuestra cultura escrita, se encuentra que ahora lo que era tan solo emergente en el horizonte se ha hecho envolvente… Y a este nuevo entorno tiene que ajustarse.

Esta encrucijada evolutiva tiene tres vías. La primera es la de la rápida o agónica extinción. La segunda, la de desembocar en un nicho reducido, y que lo habite el libro elitista (para lectores resistentes, exquisitos, minoritarios), el libro monumental (asociado a la manifestación del poder y a su arquitectura imponente, como la de bibliotecas grandiosas), el libro simbólico (mantenido por recibir el contenido un reconocimiento al presentarse así). Y una tercera vía en busca de la adaptación al nuevo entorno.

Para esta última se están ensayando diferentes formas de respuesta a los cambios. El libro avatar toma del entorno digital la capacidad virtual de estar en potencia y manifestarse, materializarse, en el lugar que se le invoque (impresión por encargo). Por otro camino, el libro en el espejo se mantiene virtual, diluido en ceros y unos, y consigue la ubicuidad que proporciona la Red a sus objetos, así que no tiene necesidad de transporte ni de copias, pues son solo reflejos, y también puede ser multimedia o hipermedia (libro electrónico). Y el libro para escuchar, que recupera y reinterpreta prácticas anteriores y muy extendidas de lectura, aprovechando la tendencia hacia la oralidad en la cultura digital (audiolibro). Estos y otro ensayos diferentes son la respuesta estratégica a la incertidumbre del cambio.

Los alefitas habrán superado esta encrucijada, pero valorarán el esfuerzo que supuso la transición cultural para adaptarse a una vida en digital, sabedores de que no se emprende un viaje sin desprendimiento.

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático Universidad Carlos III de Madrid.

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