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Consumo

A todo esto, ¿la economía colaborativa qué es exactamente?

¿Qué tiene que ver Uber con un banco de tiempo? ¿Cabe el ánimo de lucro en este modelo?

Manuel G. Pascual
Getty Images

El término economía colaborativa está ya integrado en nuestro vocabulario. Lo asociamos a compañías tecnológicas que han sido noticia tanto por su gran éxito como por las demandas judiciales que han recibido. Ahora bien, ¿qué quiere decir exactamente?

No hay una respuesta clara a este interrogante. En parte porque es un concepto tan reciente que la Academia no ha tenido tiempo todavía de generar una definición de consenso: uno de los primeros en hablar de sharing economy fue Lawrence Lessig en su libro Remix (Penguin Press, 2008) hace menos de una década. Y, precisamente por la novedad del fenómeno, que en muy poco tiempo ha pasado de ser una práctica residual a mover miles de millones de euros, así como por la heterogeneidad de actividades incluidas bajo su paraguas, las instituciones tampoco han sido capaces de dar con una definición común en base a la que estructurar los derechos y deberes. Tanto la UE como los organismos reguladores estatales y regionales han ido avanzando por su cuenta y, en ocasiones, contradiciéndose.

Algunos autores, como el canadiense Tom Slee, consideran que la propia expresión economía colaborativa es una contradicción en sí misma. “Colaborar es una interacción social de carácter no comercial entre una persona y otra”, escribe en su libro Lo tuyo es mío (Taurus, 2016), mientras que “economía sugiere transacciones mercantiles, el cambio interesado de dinero por bienes o servicios. […] No cabe duda de que la palabra colaborar se ha llevado más allá de sus límites razonables a medida que la economía colaborativa crecía y cambiaba”, reflexiona. ¿Qué tendrá que ver un banco de tiempo con la actividad de Uber? ¿Se puede incluir dos cosas tan distintas bajo un mismo paraguas conceptual?

Definitivamente, no. Sharing España, una agrupación de empresas vinculadas a la economía colaborativa dependiente de la Asociación Española de la Economía Digital (Adigital), publicó recientemente un informe, Los modelos colaborativos y bajo demanda en plataformas digitales, en el que propone una definición muy práctica. La primera distinción que hace el documento es entre economía colaborativa offline, terreno en el que se encuadran los mencionados bancos del tiempo, los grupos de consumo, los huertos urbanos o los coworkings, y la economía colaborativa online, donde la tecnología tiene un peso fundamental en la conexión de las partes que intervienen en los acuerdos. Lo que viene a continuación se circunscribe en el ámbito digital.

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Sharing España ha salvado este importante escollo conceptual distinguiendo entre economía colaborativa, economía bajo demanda y economía de acceso. El matiz se pone en quienes acuden a la plataforma a ofertar y demandar.

Así, “la economía colaborativa la conforman aquellos modelos de producción, consumo o financiación que se basan en la intermediación entre la oferta y la demanda generada en relaciones entre iguales o de particular a profesional a través de plataformas digitales que no prestan el servicio subyacente, generando un aprovechamiento eficiente y sostenible de los bienes y recursos ya existentes e infrautilizados, permitiendo utilizar, compartir, intercambiar o invertir los recursos o bienes, pudiendo existir o no una contraprestación entre los usuarios”.

Blablacar, de quien los tribunales dicen que no incurre ánimo de lucro, entraría en esta categoría. Pero también lo haría Airbnb, donde sí se paga explícitamente por un servicio (alojamiento) o Wallapop, donde se compran y venden objetos de segunda mano.

En otro nivel distinto se situarían los modelos de consumo y provisión de servicios intermediados también por plataformas, pero en el que la actividad es “generada habitualmente de profesional a consumidor”, originándose la intermediación “en base a las necesidades del usuario” y “prestándose normalmente […] con ánimo de lucro”. En este caso, la relación es siempre comercial.

Uber y Cabify encajan con esta descripción. También los portales de microtareas, como Etece.es o el gigante TaskRabbit, y los de reparto, como Glovo o Deliveroo.

Mientras que las dos primeras categorías son más similares, esta tercera se aleja de ellas. Se incluye en esta “aquellos modelos de consumo en los cuales una empresa, con fines comerciales, pone a disposición de un conjunto de usuarios unos bienes para su uso temporal”. En este caso, la plataforma sí presta el servicio subyacente, mientras que en los dos anteriores simplemente es el escenario en el que se intercambia oferta y demanda.

Los servicios de carsharing, como Car2Go o BlueMove, son un perfecto ejemplo de esta categoría: sus webs sirven para ofrecer sus propios productos.

El documento de Sharing España clarifica los términos e introduce distinciones útiles. Pero sigue sin arrojar luz sobre algo fundamental. Una de las críticas que recibe la economía colaborativa es que, en un primer momento, el concepto era incompatible con la contraprestación económica. Cuando nació Coachsurfing, precursor de Airbnb, los usuarios cedían altruistamente su sofá a miembros de la comunidad, mientras que en la firma que dirige Brian Chesky se hace abiertamente por dinero. A los ojos de Sharing España, ambos portales son economía colaborativa.

La delgada línea que separa a un particular de un profesional sigue sin quedar clara. ¿Quienes alquilan por sistema sus inmuebles pueden seguir considerándose particulares? ¿A partir de qué momento deberían pasar a contar como profesionales?

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Sobre la firma

Manuel G. Pascual
Es redactor de la sección de Tecnología. Sigue la actualidad de las grandes tecnológicas y las repercusiones de la era digital en la privacidad de los ciudadanos. Antes de incorporarse a EL PAÍS trabajó en Cinco Días y Retina.

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