Fernando Morán, el hombre que buscó colocar a España en su sitio
Sus tareas políticas más relevantes fueron el ingreso en las Comunidades Europeas y la rectificación socialista sobre la permanencia en la OTAN
Fue un influyente ministro. Fue el que encabezó el retorno de España a Europa, la mejor operación de este país en varios siglos. Pero sobre todo, Fernando Morán fue un modo de estar, esto es, un modo de ser. Autónomo, ético, comprometido. En la vida y en la política. Intelectual prolífico, publicó una docena de libros de desigual textura, pero todos ellos bien escritos: dos de ellos básicos para entender los entresijos internacionales de la trayectoria de España en los decisivos años de la transición: Una política exterior para España (Barcelona, Planeta, 1980) y España en su sitio (Plaza y Janés, Barcelona, 1990). Diplomático empeñado, desempeñó distintos puestos relevantes en el servicio exterior. Hombre de izquierdas, nunca escondió esa condición, pero jamás aspiró a imponerla como mérito burocrático.
De sus tareas políticas, las más relevantes fueron dos: el ingreso en las Comunidades Europeas y la rectificación de la posición socialista —desde el rechazo hasta la aceptación resignada— sobre la permanencia española en la Alianza Atlántica, la OTAN.
Como los éxitos absorben todos los regocijos, la imagen más celebrada de Morán fue el homenaje que los corresponsales españoles en Bruselas le dedicaron en el momento de finalizar las negociaciones con Bruselas, la noche del 29 de marzo de 1985, cantando el Asturias patria querida de su patria chica; seguida por la imagen solemne de la firma del Tratado de Adhesión, en Madrid, el 12 de junio, aunque esta quedó palidecida por el triple asesinato cometido aquel día por la organización terrorista ETA.
Así que todo icono glorioso suele guardar un revés anterior. Ambos lo tuvieron el 8 de diciembre de 1983. Las calles de Atenas recuerdan las tristes e incrédulas caras de los desesperados negociadores españoles —con Manolo Marín y Carlos Westendorp—, cuando la cumbre que se había prometido dirimente para el intento de ingresar acabó en un sonado fracaso, sin redactar siquiera conclusiones: la adhesión española formaba parte de un encaje de bolillos con tres piezas, el cheque británico que reclamaba Margaret Thatcher, la reforma de la política agrícola que interesaba a Francia y los recursos financieros propios en que estaba empeñada Alemania. Faltaba acordar el primero, y además François Mitterrand aspiraba a apuntar a la presidencia francesa los éxitos diplomáticos en todos esos ámbitos.
El éxito de la operación obedeció a una conjunción celestial de causas: la larga maduración de la sociedad y la economía desde el acuerdo preferencial de 1970; la continuidad diplomática antisectaria desde que el centrista Marcelino Oreja presentó la petición de ingreso en 1977; la operatividad de (el palacio de) La Trinidad como secretaría de Estado de la CEE que incorporaba terminales de distintos ministerios, y que ejercía de think tank y de fuerza de choque ágil y operativa, a diferencia de las lentas comisiones interministeriales; el planteamiento de la negociación como una dinámica que requería contar con que las políticas comunitarias estaban en plena evolución en la perspectiva del Acta Única que creaba el mercado interior; la prioridad del objetivo para todo el Gobierno, y la capacidad de seducción de su presidente hacia sus pares….
Morán estuvo. Supo estar al frente del operativo como su gran embajador, prestándole su prestancia y empaque sénior para otear e incorporar los indicios de los principales servicios exteriores europeos. Engranando al gran timonel de la nave, Felipe González, con el eficaz contramaestre, jefe de máquinas y grumete, el llorado tres-en-uno, Marín.
El regreso en Europa no estuvo formalmente vinculado a la permanencia en la OTAN, como Morán ha recordado en sus libros. Pero las evidencias políticas no requieren a veces firmas. Una conversación suya de 1984 con su colega alemán, el liberal Hans Dietrich Genscher, que reproduce en España en su sitio, ofrece pistas. Preguntado sobre qué importancia daba Bonn a que España abandonase la Alianza, el fino estilista germano le indicó que “no sería importante” si no se hubiese ya adherido, bajo el mandato de (su cuñado) Leopoldo Calvo-Sotelo : “Habría otras formas de vincularos en el interés general; pero saliros ahora tendría efectos morales y políticos, más que militares, de cierta importancia”.
Y es que al llegar al Gobierno, Morán compartía con el conjunto de la élite de izquierdas una distancia radical respecto de la OTAN. El panorama era muy distinto al actual. Florecía como producto de la guerra fría el no-alineamiento de los socialistas austriacos (Bruno Kreisky); de todos en Finlandia; el neutralismo tercermundista griego (Andreas Papandreu); la orientación humanitaria-canadiense de noruegos y suecos, y el desdén francés a integrarse en la estructura militar de la Alianza. Morán se resignaba a la vinculación bilateral con Washington, pero reclamaba “un margen de autonomía para la nación española”, así como una Europa independizada de los EEUU. No solo era su idea, como las terribles campañas contra él, aprovechando sus distracciones y deslices, daban a entender.
Pero igual que estuvo en eso, también estuvo en su marcha atrás. Ya en su primer Consejo Atlántico, en diciembre de 1982 anunciaba que España detenía su integración en la estructura militar (a la francesa); se mantenía en la Alianza como “aliado seguro, fiel y cooperador”; reestudiaría el asunto a fondo; y celebraría una consulta popular. Empezaba así la rectificación más notoria, en mucho tiempo, de una política. Pero también el replanteamiento más razonado.
Curiosamente, Fernando Morán pasó a la pequeña historia como el hombre bondadoso para la integración europea y el tipo áspero para la relación atlántica. Versiones simplistas de alguien que supo estar en ambos envites. Y que ayudó a colocar a su país “en su sitio”.
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