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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Nuevas elecciones: La ética de la irresponsabilidad

Este fracaso lo representan sin lugar a dudas los líderes de las cuatro principales fuerzas, atrincherados en estrategias cortoplacistas, cuando no personales

Pedro Sánchez habla con los medios desde un congreso de la UE.
Pedro Sánchez habla con los medios desde un congreso de la UE.Piroschka Van De Wouw (REUTERS)
Luis Barbero

Salvo que se produzca un giro imprevisto en los próximos días, España se acerca a unas nuevas elecciones generales el próximo otoño, las cuartas en cuatro años. Si ese momento llega, no será desde luego porque la ciudadanía hiciese dejación de funciones el pasado 28 de abril (acudió de forma masiva a votar y el mensaje que dejó fue bastante nítido). Tampoco será por supuesto un fracaso de la democracia española, ni de las previsiones constitucionales, que, aunque perfectibles, han funcionado en esta ocasión sin interferencias. Será un fracaso sin paliativos de los principales partidos, que se han vuelto demasiado previsibles y siguen sin (querer) entender los resultados que arrojan las urnas.

Este fracaso lo representan sin lugar a dudas los líderes de las cuatro principales fuerzas, atrincherados en estrategias cortoplacistas, cuando no personales. Es evidente que la fragmentación del sistema político ha complicado la gobernabilidad del país, como también lo es la incapacidad de Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias para buscar fórmulas audaces que permitan salir del atolladero sin tener que endosar otra vez su impericia a los ciudadanos.

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Un aspecto poco explorado de lo que está ocurriendo es que todos ellos tienen más cosas en común de lo que parece a primera vista. Los cuatro forman parte de una nueva generación (el mayor es Sánchez con 47 años y el más joven es Casado con 38) ajena a la cultura política de la Transición y que se siente más cómoda en subrayar las discrepancias, anatemizar al adversario y achicar los espacios para el acuerdo. En definitiva, en el sectarismo. Mirando con el retrovisor, ¿las diferencias entre Sánchez y Rivera son superiores a las que tenían Felipe González y Adolfo Suárez?, ¿lo que distancia a Casado de Iglesias es más insalvable que lo que separaba a Fraga de Carrillo? Obviamente, no. Se dirá con razón que el contexto no es el mismo, que la España de 1978 no tiene nada que ver con la de 2019. Y es cierto: entonces era mucho más difícil.

Sánchez y Casado, además, comparten el haberse criado políticamente en las entrañas de los dos partidos que se han repartido el Gobierno de España desde hace 37 años. Esta trayectoria vital supone haber acertado en los padrinazgos internos y haber crecido en la creencia de que la hegemonía de PSOE y PP en su espectro ideológico era indiscutible. Ambos ven ahora que tienen que competir por esta hegemonía entre su electorado y actúan hacia las nuevas formaciones con condescendencia, como si dieran por hecho que la actual fragmentación del voto es una urticaria pasajera que se curará a medida que se vayan celebrando nuevas elecciones.

Rivera e Iglesias, por contra, son fundadores de partidos que generaron la expectativa de ser alternativa a las fuerzas tradicionales. Se presentaron como formaciones transversales (en sus inicios Podemos decía aquello de que no era ni de izquierdas ni de derechas mientras Ciudadanos se definía de centroizquierda) y han acabado siendo el candado del sistema político español. Su estrategia de vetos ha culminado con una política de bloques que asfixia cualquier opción de pactos entre izquierda y derecha. Ambos comparten, además, un hiperliderazgo en sus partidos, fruto de la legitimación fundacional, que deja poco margen a la disidencia y que está empobreciendo el debate interno con fugas significativas como las de Ìñigo Errejón o Toni Roldán.

Por ser el claro ganador de los últimos comicios, el foco está en el presidente en funciones, quien parece esperar, emulando a su predecesor, que los apoyos caigan como fruta madura. Sobre Sánchez pesa como un lastre su "no es no" a la investidura de Rajoy, que estuvo a punto de llevar a España a unas terceras elecciones en 2016 y que propició el mayor cisma en la historia reciente del PSOE. La carta de 66 diputados socialistas que se abstuvieron hace tres años en la que piden reciprocidad al PP es un paso, pero solo uno. Si el PSOE en su conjunto asume que aquella decisión no fue una traición a su electorado sino la única salida razonable para evitar el colapso se abriría un nuevo escenario, aunque ello suponga una enmienda a la totalidad a la gestión que hizo Sánchez de aquellos momentos. El líder socialista ha dado hasta la fecha evidentes muestras de osadía (véase la moción de censura) y resistencia (su retorno al poder en el PSOE), pero en la actual tesitura quizá necesite añadir una dosis de humilde pragmatismo que reconcilie a todo su partido con el pasado más inmediato, desencalle el presente y siente un precedente para el futuro.

Si a esto le añade ofertas concretas a los principales partidos de la oposición sobre alguno de los distintos desafíos que afronta España, Sánchez podrá decir al menos que ha hecho todo lo posible para salir del actual embrollo.

De la misma forma que Sánchez tiene que tomar la iniciativa, Casado y Rivera deben asumir que hoy por hoy no existe una mayoría alternativa a la del PSOE, que permitir que se constituya el Gobierno no es dar un cheque en blanco y que llevar al límite las reglas del juego democrático desgasta de forma innecesaria las instituciones. Por mucho que sobreactúen y lo repitan no es cierto que los socialistas se hayan vendido a independentistas y “bildutarras”. La gran paradoja de su discurso es que la única salida que tiene Sánchez para sortear el bloqueo de PP y Ciudadanos es ser investido con la abstención de estas formaciones, un momento que, en caso de llegar, recibirán indignados y con pirotecnia verbal. No dejaría de ser una profecía autocumplida que solo serviría para polarizar más el país y ahondar la zanja en la que dividir más a los buenos y malos españoles.

En tierra de nadie queda Iglesias, que es importante para la investidura pero no es imprescindible para la gobernabilidad. Vincular ambas fases es un desatino que cometió Podemos en 2016 y que originó una grave crisis interna que cristalizó con la marcha de varios de sus fundadores. Nadie está libre de reincidir en los errores, pero parece difícil que Iglesias vuelva a negar su apoyo a la investidura de un candidato socialista y acudir con esta losa a las urnas.

En la carta dirigida al PP, los 66 diputados socialistas que se abstuvieron en la investidura de Rajoy en 2016 aluden a que entonces se vieron atrapados entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción, un eterno debate que ahora pone ante el espejo a Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias. Y ellos saben mejor que nadie que abocar a España a otras elecciones es una irresponsabilidad.

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Sobre la firma

Luis Barbero
Es subdirector de Actualidad de EL PAÍS, donde ha desarrollado toda su carrera profesional. Ha sido delegado en Andalucía, corresponsal en Miami, redactor jefe de Edición y ha tenido puestos de responsabilidad en distintas secciones del periódico.

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