_
_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El sentido de la Constitución de 1978

Por primera vez en nuestra historia se recogen derechos fundamentales invocables en los tribunales

Sciammarella

I. La Constitución de 1978 es la culminación de un difícil proceso histórico por una España democrática. Si exceptuamos tres años (1933–1936) durante la II República –reconocimiento del voto a las mujeres–, España nunca había tenido democracia. Todos los intentos de implantar ciertas libertades acabaron con intervenciones armadas: la Constitución de Cádiz a manos del duque de Angulema y los Cien Mil Hijos de San Luis; la Gloriosa y la I República bajo la intervención del general Pavía; el periodo de la Restauración con el golpe de Primo de Rivera y la II República con la rebelión del general Franco y compañía. Todo ello adobado con cuatro guerras civiles en apenas 100 años. Quizá por eso el poeta Gil de Biedma pudo versificar: “De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal”, y concluía exhortando a que España expulsara a los demonios. En efecto, acababa mal hasta 1978 en que la historia terminó bien, a pesar de los intentos del 23-F y los terrorismos, cuando expulsamos a los demonios, por lo menos a los más peligrosos.

II. ¿ Por qué fue posible la Constitución de 1978? Porque no es cierto que a la muerte del dictador llegara la democracia a España. Hubo un Gobierno Arias Navarro, cuyo presidente fue confirmado dos veces por el Monarca, que pretendió perpetuar la dictadura bajo otras formas. A veces se olvida que en 1976 –sin Franco– el Tribunal de Orden Público incoó más procedimientos (4.795) que en años anteriores, los partidos y sindicatos siguieron fuera de la ley y el derecho de huelga era delito de sedición. ¿Qué hizo entonces necesario y posible que el Jefe del Estado destituyera a Arias al que había confirmado meses antes? Pues que la relación de fuerzas había cambiado gracias a la movilización social, en la que jugaron un papel destacado, entre otros, Comisiones Obreras y el Partido Comunista de España. En los tres primeros meses de 1976 hubo 17.731 huelgas, con 150 millones de horas de trabajo perdidas o ganadas, según se mire. Fue una auténtica galerna de huelgas de la que habla Areilza en sus memorias; cuando Arias reconoce que la Universidad está fuera de control y se producen las multitudinarias manifestaciones por la libertad, la amnistía y los estatutos de autonomía. Los colegios profesionales, los barrios populares, sectores de la prensa o de sacerdotes obreros, son un hervidero de protestas e incluso se abren grietas en la judicatura (Justicia Democrática) y las Fuerzas Armadas (la UMD). Es este movimiento el que hace inviable la continuidad de la dictadura y despeja las avenidas de la libertad. Por eso se puede decir que el dictador murió en la cama pero la dictadura feneció en la calle.

Por primera vez en nuestra historia se recogen derechos fundamentales invocables en los tribunales

III. Esa movilización también explica por qué el Gobierno Suárez convoca primero a CC OO y UGT con el fin de alcanzar un Pacto Social que, de lograrse, habría hecho innecesario, para el poder, un pacto político. Y por eso mismo, ante la negativa de los sindicatos, sacrificando su protagonismo en aras de una solución política, se abrieron paso los Pactos de la Moncloa, decisivos para estabilizar el país –con una inflación del 26%–, se crearon las condiciones de un proceso constituyente –que no estaba garantizado– y se parió la Constitución de 1978.

IV. Una Constitución producto de la movilización ciudadana y del pacto, de una determinada relación de fuerzas y de necesidades estratégicas de la nación: ingreso en la Comunidad Europea, el cierre de la era de las guerras civiles y del aislamiento internacional. No fue, pues, una Constitución otorgada como aquel Estatuto Real de 1834 a la muerte de Fernando VII. Por el contrario, fue una Constitución muy peleada y válida para todos, en la que por primera vez en nuestra historia se recoge una recopilación de derechos fundamentales invocables directamente ante los tribunales. Así, entre otros, los derechos de expresión, de reunión y asociación; a la igualdad; a la educación universal; a la libertad sindical y el derecho de huelga; la aconfesionalidad del Estado. Sin olvidar que los sindicatos, a diferencia de otras constituciones que ni los mencionan, aparecen en el Título Preliminar, al mismo nivel que los partidos, la forma de Estado, la bandera o la lengua. Una Constitución que no se define como “liberal” sino como un “estado social y democrático de derecho”, cuyos valores superiores son la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Conviene recordar que cuando la izquierda aceptó la monarquía –de lo contrario se habría truncado el proceso– no fue cualquier monarquía. Era una monarquía parlamentaria, en la que la soberanía reside en el pueblo español “del que emanan todos los poderes del Estado”, incluyendo el del Jefe del mismo, cuyos actos son inválidos si no están refrendados. Es decir, un monarca que es símbolo pero que no gobierna. Considerar que la monarquía –aparte de las ideas republicanas que uno tiene– es sinónimo de insuficiencia democrática no es tesis rigurosa en una Europa con países como Suecia, Noruega, Dinamarca u Holanda que son monarquías y se cuentan entre los más avanzados socialmente del mundo.

V. Por eso me resulta deprimente, y supone un error estratégico, que haya sectores progresistas que no valoren y reivindiquen la Constitución de 1978 como algo suyo, como producto del empuje popular, como si fuese obra de unas élites y de fuerzas conservadoras. La movilización la puso la izquierda, hubo no pocas víctimas y se pactó la Constitución que preside los mejores años de nuestra historia. Ello no quiere decir que después de 40 años la Carta Magna no requiera reformas, especialmente en el tema territorial y social, pero sería un error plantear un proceso constituyente, cuyo previsible resultado sería peor que el actual. Hemos expulsado, al fin, a los demonios, no metamos otros nuevos en forma de nacionalismos y populismos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Nicolás Sartorius es abogado y escritor. Su último libro es ‘La manipulación del lenguaje: Breve diccionario de los engaños’.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_