Nadie en Ripoll sospechó de los chicos de la plaza
Un año después, los vecinos del municipio se preguntan todavía cómo unos niños se convirtieron en terroristas
El 18 de agosto de 2017, a las seis de la mañana, el ruido de una puerta reventada y unos gritos despertaron al marroquí Salah El Karib, de 33 años, en su piso de la calle Pont D’Olot de Ripoll (Girona), a 50 metros del locutorio que regenta. Lo explica él mismo en su puesto de trabajo, gesticulando furiosamente. “Cuando abrí los ojos había 11 o 12 policías en mi cuarto, me levantaron y me pusieron de espaldas a la pared. ‘Vamos a registrar la casa’, dijeron. ‘Registrad lo que queráis’, dije. Me miraron hasta las camisas”. Hoy es 14 de agosto de 2018 y El Karib atiende su negocio con normalidad. Hace un año se quedó hasta tarde frente a su ordenador absorto en las noticias que llegaban de Barcelona: un terrorista había recorrido Las Ramblas llevándose por delante a decenas de personas. Un terrorista que él conocía. Salió de casa horas después esposado, y varios vecinos esperaban en la puerta. “Me insultaron, me llamaron asesino, me escupían”, dice. Entre esa gente identificó a algunos conocidos, gente de esta pequeño pueblo de poco más de 10.000 habitantes. Salió tras 72 horas detenido porque, según el juez, las explicaciones sobre por que había comprado billetes de avión para Driss Oukabir y Abdelbaki Es Satty con su propia tarjeta eran creíbles y coherentes. Lo primero que hizo Salah El Karib tras su detención fue afeitarse la barba.
Ese 18 de agosto de 2017, Wafa Marsi conducía su coche por Barcelona. Escuchó en la radio que se había producido un atropello en Las Ramblas y no le dio mucha importancia porque pensó en un accidente. Sólo al llegar a su casa, en Torelló, vio en la televisión, de golpe, dos nombres que la dejaron helada: la de Driss Oukabir, 28 años, que había alquilado la furgoneta, y la de su hermano Moussa Oukabir, de 17. “El móvil echaba humo porque mucha gente sabía que estaba en Barcelona y también sabe que soy ‘ramblera’, que nada me gusta más que recorrer de arriba abajo Las Ramblas”, dice un año después, en la terraza de una cafetería en Sants, en Barcelona. “Al principio creí, o quise creer, que les habían robado esa furgoneta”. Pero después salió en televisión la cara de Mohammed Houli (20 años), herido el día anterior en una explosión en Alcanar (Tarragona). Y con las horas, las de los hermanos Hichamy (Mohamed, 24; Omar, 21), de Said Aalla (18), Houssaine Abouyaaqub (18) y su hermano Younes (22), el conductor de la furgoneta de Barcelona que, en su huida del atentado tras asesinar al conductor de otro vehículo para hacerse con él, habló con un cliente (Younes era camello) para decirle que en ese momento no podía venderle cocaína.
Ya no había vuelta de hoja: eran “los niños” de Wafa Marsi. Ella lo asumió en cuanto subió a Ripoll y vio allí un Estado policial, un pueblo al que le estuviesen levantando hasta las últimas alfombras. Marsi no durmió ni un minuto esa noche enganchada a las noticias; leyó la última hora desde Cambrils, donde Said Aalla, recién cumplida la mayoría de edad, subió a sus cuatro amigos de la pandilla a un Audi A3 y sembró el terror en el paseo marítimo antes de bajarse del coche para apuñalar gente; fueron abatidos por los Mossos. Marsi entró en crisis y no fue a trabajar; lo intentó al día siguiente, pero tuvo que volver a casa. Marsi solo podía pensar en lo ocurrido diez años antes, cuando ya era mediadora social, la persona encargada de atender a las familias migrantes que llegaban a Ripoll para prestarles ayuda. Cuando Houssaine, Said, Moussa, Omar y Mohamed eran unos niños de entre 7 y 11 años. “Unos críos. Pasé con ellos cinco años, la edad más difícil, cuando entran en la adolescencia. Hablábamos de todo. Las clases, sus primeros amores, sus aventuras, las bicis primero, luego las motos. Eran los chicos de la plaza. Tenían sueños de ser algo, como todos los chicos. Uno de ellos quería ser piloto de mayor, otro ingeniero, otro me decía que quería trabajar en una ONG para salvar vidas. Lloro por lo que fueron, no por lo que se convirtieron. Y con todo el respeto a las víctimas del atentado, yo siempre diré que los autores son víctimas y verdugos; fueron captados y adoctrinados como víctimas, asesinaron como verdugos”.
Los chicos de la plaza son los chicos de la plaza de la Sardana. Hoy, allí, a las cinco de la tarde, unos chavales ocupan un banco. Uno ha empezado a trabajar, otro ha terminado la ESO. Tienen entre 15 y 19 años. Eran de esa pandilla, los conocían a todos, jugaban con ellos al fútbol. Uno dice que vio a Moussa, que vive allí cerca, en la calle Antoni Gaudí, bajar en moto el día del atentado. Volvieron a verlo pasar en dirección al Mercadona. Varios fueron a por tabaco horas más tarde y, en la televisión del bar, estaban los nombres de Moussa y su hermano Driss, que se encontraba en Ripoll y se había entregado. “¿Cómo nos vamos quedar?, ¿cómo íbamos a pensar eso?”. Los días siguientes nadie bajó a la plaza de la Sardana. Esos días Ripoll pasó por varios estados, el primero de ellos asumir que aquellos chicos con los que hacían vida normal, a los que saludaban en cada calle, los que acercaban a sus familiares en coche si trabajaban en el mismo lugar o con los que hablaban de fútbol, querían su destrucción y su muerte, y llevaron a cabo sus planes en Barcelona y Cambrils.
El responsable de la radicalización exprés de todos estos jóvenes, llevada a cabo a espaldas del pueblo y sin que nadie de su entorno se enterase, fue el imán Abdelbaki Es Satty, muerto el día anterior en Alcanar mientras fabricaba bombas. Vivía en el último piso de un portal oscuro y estrecho, en una calle sin luz, que fue registrado a conciencia por los Mossos. La mezquita Annour, en la calle Progreso, la lleva ahora Mohamed El Onsri. Son las seis menos cuarto y faltan 15 minutos para la hora del rezo. No se mueve una mosca en Ripoll, ciudad toda ella donde lazos y telas amarillas recuerdan a los dirigentes políticos independentistas presos a causa del procés; de un balcón de esa calle resuena, a todo volumen, una canción de Rocío Jurado. El Onsri, que tiene cinco hijos, prepara dos sillas y se dispone a ser entrevistado. Predica el Islam de la paz, “no lo que ha hecho este hombre aquí”, dice haciendo un aspaviento. Su antecesor, innombrable, es “este hombre” “Este hombre ha ido detrás de ellos, los ha perseguido, los ha radicalizado. No lo hacía aquí. La gente que viene aquí, si sabe algo, lo dice. ¿Qué piensas? Que si un imán dice que hay que matar infieles en el rezo, ¿nadie va a salir de aquí a contarlo? Los musulmanes de Ripoll están espantados con lo que ha ocurrido. Hombres como éste manchan la religión, no tienen nada que ver con ella”. El Onsri ha sido sometido a un control exhaustivo: antecedentes, pasado, amistades… “La mezquita está manchada por este hombre, pero la llenamos de gente limpia”. Los padres de los terroristas han regresado a rezar a la mezquita. Habló con ellos del atentado el primer día, nada más. “Están avergonzados, es natural”.
"La verdad quizá no se sepa"
Wafa Marsi recuerda que el día de la concentración frente al Ayuntamiento, en el que decenas de musulmanes salieron a manifestarse contra los atentados, estaba haciendo una entrevista con The New York Times y vio llegar a dos madres de los terroristas, una de ellas de Younes, aún huido. Dejó la entrevista y se fundió en un abrazo con ellas: “Sólo me preguntaba: ¿y mi hijo?, ¿y mi hijo? No sólo tienes que asumir que has perdido a un hijo, sino que ese hijo ha causado dolor a tantas otras madres, a tantas otras familias”. Jordi Munell, alcalde de ERC de Ripoll, llegó a dar clase a uno de los terroristas. “Lo que hemos hecho es plantearnos por qué individuos que ya estaban, para nosotros, integrados, son capaces de cometer esta atrocidad. Nos interpela como sociedad. ¿Era completo el proceso de integración? ¿Qué faltaba y qué eslabón ha fallado? La verdad quizá no se sepa. Hay otras respuestas, una quizá sea el sentimiento de pertenencia. Un sudamericano que lleva 20 años aquí sigue siendo un sudaca; un magrebí, el moro; un chino, el chino… Es un ejemplo de que hay integraciones que no se superan hasta una o dos generaciones más, o hasta que se supere esa barrera psicológica de que a uno se le califique por su origen, a veces con ánimo discriminatorio”.
Cuando Marsi escucha hablar de integración respecto a los terroristas, discrepa. “Desde el momento en que hablas de integración refiriéndote al hijo de un inmigrante, vamos mal. ¿Puedes hablar conmigo de integracion? No, amigo. Aquí no ha fallado el proceso de integración, sino el identitario. Si para hablar de ti se refieren a la integracion o la discriminación, positiva o negativa, ya te están marcando: ya no eres de aquí ni de allí. Ellos fueron adolescentes normalísimos, como tantos otros de tantos lugares. Esto tuvo que empezar con un discurso salafista, una necesidad de formar parte de algo con lo que generar odio. Y este odio ya existía, y lo que tenemos que hacer la comunidad musulmana, y la sociedad en general, es evaluar qué pasó. Trabajamos la acogida y la integración con los primeros que llegan, pero los hijos de inmigrantes de primera generación se quedan suspendidos, en una zona de nadie”.
“Nos sorprende”, concluye el alcalde Munell, “que en Ripoll pudiese ser contratado este imán sin saber nadie, ni la policía autonómica ni la nacional, de sus antecedentes. Esto es un hecho clave. Se metió al zorro en el corral de las gallinas. Quién sabía esta información sobre él, quién la tenía y por qué no la puso sobre la mesa para compartirla. Si estaba en contacto con el CNI, si fue visitado por las Fuerzas de Seguridad del Estado en la cárcel y en Ripoll, ¿qué ocurrió para que se pudiese mover tan libremente?”.
Hace un día de sol en Ripoll, lugar en el que la leyenda sitúa el origen de Cataluña la vieja debido a que Wilfredo el Velloso fundó en 879 el monasterio de Santa María de Ripoll, una de las más valiosas joyas del Románico y que se convirtió en uno de los grandes centros culturales de la Europa medieval. También aquí se sitúa el nacimiento de un personaje literario, el Conde Arnau, condenado a vagar como fantasma subido a un caballo negro para saldar las deudas contraídas en vida. Hay turismo hoy, mediados de agosto, y las plazas están llenas al mediodía. En un hotel situado a orillas del río Ter advierten: “Si tuviésemos que contratar a un musulmán, no lo haríamos”. Otros vecinos muestran una cara diferente. “El que tenía un discurso xenófobo lo sigue teniendo; el que no, no. Esto desgraciadamente también es la normalidad”, dice Xavier, estudiante. De noche estalla una tormenta de verano. En la cafetería Sorpresa, lugar habitual de clientela marroquí y estos días también de periodistas, el camarero esquiva preguntas: “Llevo sólo dos meses aquí”. En la casa de Younes, el terrorista que condujo la furgoneta en Las Ramblas matando a 15 personas, no contesta nadie. Aparece por allí una pareja. “Vivimos en esta casa desde hace siete meses. Los padres de él se fueron poco después de los atentados, se quedó una prima aquí un poco más de tiempo y ya”.
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