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Las miserias de la poderosa multinacional del narco

Las tripulaciones que transportan por el Atlántico cientos de millones de euros en cocaína viajan en condiciones infrahumanas y por ínfimas comisiones

El pesquero venezolano, Coral I.
El pesquero venezolano, Coral I.Policía Nacional

Agentes especializados de las brigadas antidroga acaban de documentar uno de los últimos episodios que ha dejado la inacabable batalla contra el narco en el juicio a una de las mayores redes de transportistas gallegos que se ha celebrado desde mayo en la Audiencia de Pontevedra. Al margen de los detalles anecdóticos que siempre dejan los asaltos a los buques por los Geos y Vigilancia Aduanera para abortar los desembarcos de cocaína, los agentes han incidido en las precarias condiciones en las que se encontraron a la tripulación del pesquero venezolano, Coral I, cuando llevaba en sus bodegas 1245 kilos de droga, valorada en 60 millones de euros.

Al subir al barco que estaba a la deriva, los policías quedaron sorprendidos al comprobar el estado físico de los nueve marineros. Se encontraban al límite, sin víveres, ni combustible y con unos medios de navegación y comunicación completamente rudimentarios. “No tenían comida y no podían moverse, solo se servían de una radio, un GPS, una brújula magnética y el timón”, relató el agente del Greco.

En la última comunicación del barco con los dueños de la cocaína, el capitán les había pedido el envió urgente de provisiones y combustible para que pudiesen continuar su travesía hasta los puntos concertados con la rama gallega de narcos que iba a alijar el cargamento. Pero la última fase no se pudo realizar porque la embarcación de la organización de Rafael Bugallo, El Mulo, nunca llegó por problemas en las comunicaciones, mientras la policía estaba de camino para interceptar el cargamento. Los tripulantes afrontan una condena de 19 años de prisión y multa de 420 millones de euros cada uno.

Desde que la producción de cocaína se alzó como una poderosa multinacional, allá por la década de los años setenta de la pasada década, el tráfico de esta fórmula destructiva desató una interminable guerra perdida contra fabricantes y distribuidores en la que los narcos ponen a prueba el ingenio, cambiando constantemente las estrategias para proteger su billonario negocio.

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En esta historia relativamente reciente, los poderosos dirigentes de los carteles siguen dando la batalla y enriqueciéndose a costa de los dos pilares fundamentales del narco: los cocaleros y las tripulaciones de los barcos a cambio de míseros porcentajes. Unos, por recoger toneladas de hoja de coca, el principio activo de esta droga, y los otros, por asumir el enorme riesgo de transportar en barcos destartalados el oro blanco.

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Abandonados a su suerte y con el riesgo de acabar en una celda por muchos años, estos marineros navegan en condiciones infrahumanas a cambio de la usura de los narcos, que les pagan entre seis y doce mil euros por llevar de una punta a otra del Atlántico una carga cuya venta les reportará cientos de millones. El alijo multiplicará al menos por seis su precio en origen nada más pisar suelo europeo.

Desde que comenzaron los abordajes de buques en altamar con alijos de cocaína de camino a Galicia, poco o nada han cambiado las condiciones en que viajan estas tripulaciones multiétnicas y las operaciones policiales han dejado constancia de ello. Al principio, como los capos gallegos fletaban los cargamentos y se encargaban de su distribución, enviaban a sus marineros a algún puerto de Sudamérica, casi siempre Panamá, viajando a cuerpo de rey y cobrando suculentas primas. Pero los cárteles acabaron por entrar de lleno en el negocio porque les salía más rentable enviar sus cargamentos, dejando poco a poco a los gallegos como meros comisionistas por desembarcarlos.

La captura del barco pirata El Bongo, en julio de 1991, con 2.000 kilos de cocaína del cártel de Medellín, todo un récord en aquel entonces, fue tal vez el episodio más dramático de la avaricia del narco. Sus diez tripulantes (nueve colombianos y un peruano) también se encontraban desnutridos en el momento del abordaje y el hambre les obligó a echar mano de los fardos después de un mes de agotador viaje. Los agentes encontraron a bordo un plato con cocaína.

El capitán de Aduanas Augusto Pinto había hecho un relato conmovedor de las "condiciones infrahumanas" en las que aquellos marineros hicieron la última fase de la travesía. También le sorprendió la escasa seguridad de la embarcación para un transporte así. Una nave sin bandera, que llevaba diez días parado, con el motor averiado, esperando que el contacto con Colombia les auxiliara.

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