Rajoy será el sucesor de Rajoy
El líder de PP humilla a Ciudadanos y cierra en falso una Convención depresiva
Desconcertaba la exótica escenografía que se dispensó a Mariano Rajoy en su homilía de clausura. Una pantalla en cinemascope que reproducía la exuberancia de una selva y la irrupción de una cascada. Podría haberse vestido Rajoy de explorador o de misionero, pero su indumentaria cabal de chaqueta y corbata contradecía el énfasis propagandístico de la postal amazónica. Una apología de la fertilidad. Una escena de Rajoy en el paraíso como sucesor de sí mismo.
¿Despertarías al esclavo que sueña creyéndose libre? Esta antigua pregunta que se atribuye a Sócrates puede utilizarse para definir el placebo de victoria y el ensimismamiento que ha edulcorado la Convención del PP. La arenga triunfalista de Rajoy y las alusiones despectivas a la oposición, sin llegar nunca a identificarla, exageraron todavía más el ejercicio de la autoestima. Y pretendieron amañar o encubrir la decadencia del partido. No ya por la competencia de Ciudadanos, por la gestión de la crisis catalana, por el aislamiento parlamentario, sino porque el efecto incendiario del caso Cifuentes y la impunidad de Puigdemont en Alemania han reventado la pretensión de convertir la kermesse de Sevilla en una ceremonia de resurrección inducida.
Y no por falta de medios ni de adhesiones. Acudieron al búnker todos los ministros y todos los presidentes autonómicos. Lo hicieron los antiguos patriarcas y las nuevas promesas. Y se consiguió exteriorizar incluso un mensaje de unidad frente a las emergencias, pero ha sido la Convención de la hipocresía y de la conmoción, sobre todo si la inercia abrasadora del máster de Cifuentes termina malogrando o asolando el fortín político de la Comunidad de Madrid.
No aludió Rajoy al incendio en su intervención ni se refirió a la crisis diplomática que la inmunidad de Puigdemont ha precipitado entre España y Alemania. Rajoy, a cambio, hizo mucha autocrítica de los demás, degradando a Ciudadanos, Podemos y PSOE a una abstracción negligente. O definiéndola con la terminología viejuna que tanto estila el presidente cuando habla para sus hooligans: “inexpertos lenguaraces”, “colección de parlanchines” y sujetos “lisonjeros”.
Detrás del burladero del lenguaje decimonónico se observaba, en realidad, la ambición, de dividir la política española entre el PP y los demás. Un antagonismo ficticio, pero interesante desde el enfoque maniqueo que el presidente concedió a su discurso y a las campañas del porvenir: el orden contra el desorden, la experiencia contra la política temeraria, la sensatez frente a la improvisación.
El PP sería la alternativa a la confusión. La garantía del pensionista. La estabilidad del funcionario. La barcaza de la clase media. O él o el caos, parecía sobrentender el mensaje de Mariano Rajoy, bastante convencional en sus recados subliminales a Podemos -Irán, Venezuela-, pero mucho más rotundo y agresivo en las acusaciones veladas a Ciudadanos. Tantos comentarios socarrones dedicó al partido naranja que le reconoció implícitamente su talla de rival, aunque fuera para reprocharle que su política de devoción a otros modelos y otros países recuerda a los frigoríficos que terminan decorándose con imanes de todas partes.
Estaba Rajoy “sobrao”, como diría él mismo apocopando el adjetivo. Lo que no hizo fue apocopar los méritos de su Ejecutivo y las excelencias de su partido, no ya recurriendo a la audacia del 155 y a la fertilidad del empleo, sino frivolizando con la gravedad del procés -"con el tiempo será un mal recuerdo"- y evocando escenas en blanco y negro como los momentos en que nos salvó del rescate. Más memoria hacía Rajoy en su homilía autocomplaciente, menos tenía que ocuparse del terremoto contemporáneo que sacude su partido (Cifuentes) y su Gobierno (Puigdemont). Es verdad que a Rajoy se le ha enterrado muchas veces. Y que el líder popular -más líder que nunca o tan líder como siempre- se ha sobrepuesto de todas las crisis de catalepsia que se le han diagnosticado, pero la euforia ficticia de Sevilla, el escándalo interno del caso Cifuentes, el desgarro de Puigdemont, sobrentienden un fin de época y un periodo de bunkerización que define los proyectos en agonía.
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