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El conflictivo año del ministro Zoido al frente de Interior

El número 5 del Paseo de la Castellana es el ojo del huracán de las grandes crisis del Gobierno, que ponen a prueba la capacidad de gestión del magistrado sevillano

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Patricia Ortega Dolz

Juan Ignacio Zoido se enteró de que el presidente Mariano Rajoy le quería como ministro del Interior hace algo más de un año en el mismo sitio en el que el pasado sábado se enteró también de que un temporal de nieve convertía la AP-6 en una ratonera: en el fútbol, viendo a su adorado Sevilla FC en el Sánchez Pizjuán.

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El exalcalde de Sevilla, acostumbrado a ganarse a la gente (y los votos) en la calles, de tú a tú, trabajándose a pulmón la distancia corta, se topó en el palacio del número 5 del Paseo de la Castellana con una tarea mucho más delicada y conflictiva que la gestión municipal. Los últimos coletazos de la llamada policía patriótica, el primer atentado yihadista después del 11-M, el desafío independentista catalán, la nueva llegada masiva de inmigrantes y la crisis del temporal de nieve, han puesto a prueba y cuestionado su capacidad de mando.

Desde que este juez metido a político abandonó Sevilla y se hospedó en esa casa el 4 de noviembre de 2016 ha tenido que aprender a marchas forzadas las muchas vicisitudes que lleva implícitas el ministerio del Interior y enfrentarse, casi con lo puesto, a algunas de las crisis más importantes que ha vivido España en los últimos tiempos: un brutal ataque yihadista en Barcelona y Cambrils en agosto pasado y un desafío secesionista llevado al límite. Todos los caminos parecían llevar a Cataluña.

Antes, Zoido tuvo que poner en orden una complicada herencia. Su predecesor, Jorge Fernández Díaz, le dejó la casa muy revuelta con una especie de policía política —un grupo de agentes dirigidos desde la jefatura policial, la Dirección Adjunta Operativa (DAO)— campaban por sus respetos buscando posibles irregularidades entre políticos, también catalanes.

Las filtraciones de comprometidas conversaciones del anterior ministro en su despacho llevaron al ministro sevillano a ordenar un rastreo de arriba abajo de su nueva casa para asegurarse de que no se producirían más escuchas ilegales. Se rodeó de personal de su confianza: casi una decena de sus colaboradores sevillanos se trasladaron con él a Madrid. Nombró un equipo de profesionales y a la vez amigos, como el Secretario de Estado, José Antonio Nieto, exalcalde de Córdoba; el director de la Guardia Civil, también magistrado sevillano, José Manuel Holgado; el director de la Policía, el pacense Germán López Iglesias, exdelegado del gobierno de Extremadura, la tierra materna en la que creció el ministro; y el de la Dirección General de Tráfico (DGT), Gregorio Serrano, exteniente de alcalde con él en la capital hispalense, su hombre para todo, que le ha dado quebraderos de cabeza desde el principio. Tanto por la polémica creada tras decidir acondicionar el piso oficial que ocupaba en Madrid, a costa del erario público como por la descoordinada gestión de la crisis del temporal del fin de semana pasado.

Los muchos actos oficiales que el ministro y su equipo programaban en Sevilla y sus alrededores, que siempre coincidían en viernes o lunes, han llamado la atención de los periodistas que cubren Interior y han sido motivo de bromas constante.

Nuevamente, tanto Zoido como Serrano estaban en Sevilla el pasado sábado, día de Reyes, durante las primeras horas del atasco en la AP-6 provocado por la nevada. Ambos intentaron explicar que habían recibido la información necesaria para coordinar el operativo de respuesta a través del móvil. Pero esa respuesta provocó la indignación de muchos de los ocupantes de los más de 3.000 vehículos que pasaron interminables horas atrapados bajo la nieve.

A los ocho meses de tomar posesión de su cargo, Zoido acometió una profunda reestructuración de la Policía y la Guardía Civil. Eliminó la figura del Director Adjunto Operativo (DAO, el máximo jefe en cada cuerpo), que habían adquirido un gran poder, y repartió juego en cuatro comisarias generales en el caso de la Policía, y en otros tantos mandos en el caso de la Guardia Civil. El movimiento, se interpretó internamente como una manera de tener más control político en un momento en el que el partido del Gobierno, el PP, se hallaba sometido a múltiples investigaciones por corrupción. El Real Decreto, publicado en pleno verano, a finales del mes de julio, tuvo una fuerte respuesta sindical, acallada recientemente por el ministro con la promesa de cumplir una reivindicación histórica: la equiparación salarial de los cuerpos de seguridad nacionales con las policías autonómicas.

El nuevo orden establecido en el ministerio saltó por los aires con los atentados yihadistas de Barcelona y Cambrils, que dejaron 15 muertos y un centenar de heridos. El brutal ataque, ocurrido solo mes y medio antes de una convocatoria para un referéndum independentista en Cataluña, agrió —más, si cabe— las relaciones entre Mossos d”Esquadra, Policía Nacional y Guardia Civil, que se tiraron los tratos a la cabeza y se ponían y quitaban medallas mutuamente por la posible falta de previsión/prevención de ese fatal ataque.

El Mayor de los Mossos, Josep Lluis Trapero, con sus apariciones públicas y sus explicaciones acerca de las investigaciones del atentado y la posterior neutralización de la célula yihadista, empezó a convertirse en la bestia negra del Gobierno, y concretamente de Interior.

Las relaciones entre los máximos responsables de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado estaban tensas, por tanto, desde entonces, pese a haberse convocado con anterioridad la Junta de Seguridad. Y empeoraron con el desembarco —literalmente— de 10.000 agentes en Cataluña con la llamada Operación Copérnico, un despliegue extraordinario ante esa fecha del 1 de octubre. La presencia de policías y guardias civiles provocó innumerables desencuentros e incidentes, entre ellos el acoso a los agentes durante los registros ordenados por el juez, el hostigamiento en los hoteles en los que se hospedaban, y dejó ver la precaria situación en la que se encontraban los alojados en navíos como "El Piolín", el nombre que se le dio a uno de los cruceros anclados en el puerto de Barcelona por el dibujo animado que decoraba su casco. Zoido tuvo que ir en varias ocasiones a Cataluña a mostrar su apoyo a los agentes allí desplazados y a defender la polémica actuación que realizaron el 1 de octubre.

Restañar heridas

Las imágenes de la entrada a porrazos de los antidisturbios en los centros electorales dieron la vuelta al mundo, provocando un daño a la imagen de España. “El plan era entrar de madrugada en los colegios para impedir las votaciones pero la juez solo autorizó la retirada del material electoral por lo que no se pudo llevar a cabo”, justifican fuentes policiales presentes en las reuniones de coordinación celebradas en los días previos a la intervención policial. Los Mossos, dirigidos por Trapero, optaron por la “no-violencia”, y actuaron como meros observadores levantando actas.

Hubo reuniones pero la coordinación brilló por su ausencia. Se hizo evidente que la información no fluía entre los cuerpos. Las urnas (fabricadas en China) nunca se encontraron. Tampoco el Centro Nacional de Inteligencia (CNI). De nuevo, cruce de culpas entre cuerpos ante una gestión deficiente, cuyas responsabilidades se dilucidarán en los tribunales. Y, pese a todo, no se logró el objetivo: impedir un referéndum que el Tribunal Constitucional había suspendido.

Las relaciones han quedado profundamente dañadas. La aplicación del artículo 155 saldó las cuentas pendientes. Cayó la cúpula de la Consejería de Interior catalana y Trapero fue apartado. El ministro nombró a su segundo, Ferran López, con la voluntad de restañar heridas sin provocar más tensiones.

Aunque parecía que todo pasaba por Cataluña, los inmigrantes siguieron llegando masivamente a nuestras costas. Zoido dio explicaciones en el Congreso con frases poco afortunadas: "No es nuestra responsabilidad que los inmigrantes decidan huir". Y con la última oleada, optó por alojarlos “temporalmente” en la cárcel sin estrenar de Archidona, constatando un hecho denunciado reiteradamente por las ONG: que los masificados y deteriorados Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) son “cárceles camufladas”, que el ministro ha prometido también renovar con otro modelo.

En el balance del año, el ministro saca pecho con los 75 yihadistas detenidos y el impulso del Pacto antiyihadista y con una cifra récord de incautaciones de droga.

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Sobre la firma

Patricia Ortega Dolz
Es reportera de EL PAÍS desde 2001, especializada en Interior (Seguridad, Sucesos y Terrorismo). Ha desarrollado su carrera en este diario en distintas secciones: Local, Nacional, Domingo, o Revista, cultivando principalmente el género del Reportaje, ahora también audiovisual. Ha vivido en Nueva York y Shanghai y es autora de "Madrid en 20 vinos".

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