Serpientes y avispas en la Generalitat
El soberanismo se aferra a Kosovo en un ejercicio de victimismo y frivolidad que relativiza la gravedad de las guerras balcánicas
Cualquier observador neutral, si los hubiera, tiene derecho a reaccionar estupefacto a la temeridad e ignorancia con que los indepes se asoman al avispero balcánico como si fuera un estanque de nenúfares, pero quienes hemos operado en los conflictos de Bosnia o de Kosovo estamos más legitimados a la indignación. No ya por la arbitrariedad y oportunismo con que Carles Puigdemont evoca los antecedentes de Eslovenia y de Kosovo sin percibir el hedor de las fosas comunes, sino porque ha decidido sustraerse al desenlace de aquellas secesiones -dos guerras de limpieza étnica- y porque aspira a incubar los huevos de la serpiente que sistemáticamente ha saboteado el bienestar de Europa: el nacionalismo. La diferencia es que, esta vez, la rebelión avanza desde los presupuestos de una sociedad, la catalana, saciada de diseño, abundancia, obesidad, riqueza, prosperidad y obscenidad victimista. Enternece el trotskismo chic de los cuperos en su papel de soldadesca instrumental. Y avergüenza la pureza étnica de la burguesía en su máscara gafapasta.
Cataluña está en la cima de la pirámide de Maslow. Tan satisfechas tiene sus necesidades, que se ha propuesto emprender el camino de las causas sublimes, aunque sea incurriendo en el exorcismo de la balcanización. Y Kosovo, claro, representa un mejor ejemplo para la causa que Eslovenia porque no era un estado, sino una provincia. Y porque su camino hacia la soberanía territorial sobrevino del escarmiento a la política represiva de Slobodan Milosevic.
El estrambote de la guerra de Kosovo ha sido exhumado por Puigdemont como un grotesco argumento de comparación de la represión española que reaparece con ferocidad en la carta de esta mañana, que merece un llamamiento a la comunidad internacional y que sobrentiende un mimetismo entre Rajoy y el carnicero balcánico, hasta el extremo de pretenderse inculcar que la eventual desmesura de unos antidisturbios en el pucherazo del primero de octubre evoca la carnicería de los militares y paramilitares serbios a las órdenes de Slobodan Milosevic.
Fue él, Slobo, quien aplicó en Kosovo la limpieza étnica brutal y sistemáticamente. Y cuya política de crímenes, fosas comunes y deportaciones tanto precipitó la represalia militar de la OTAN como terminó costándole a Serbia la pérdida del territorio meridional, incluido su mito fundacional, el campo de la batalla de Kosovo Polje, y la expropiación de los templos religiosos.
Es la perspectiva desde la que resulta inaceptable el paralelismo entre la boyantía catalana y la depresión kosovar. Cataluña no es la región que sufre una política de discriminación desde el Estado español a semejanza de las coacciones criminales que ejercía Milosevic sino quien acaso la ejerce, la represión, con todas las atribuciones y transferencias de las que dispone: la propaganda, la educación, la seguridad, la economía, la manipulación emocional, las banderas, el fútbol y hasta los curas ultras que colocan las urnas en el umbral del sagrario.
Fue salvaje la represión de Kosovo. Y fue un error concedérsele la independencia. España no la reconoce, ni Rusia, ni Grecia, pero la selección de Kosovo ya está en la UEFA pavoneándose como el primer estado “nuevo” -nuevo porque proviene de una región, de una provincia- que se ha creado en Europa desde la II Guerra Mundial. Se aferra al precedente Cataluña desde una inaceptable equivalencia geopolítica. Y lo hace, quién sabe, si aspirando a la paradoja que representa Kosovo en 2017: un Estado fallido y étnicamente puro.
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