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Los imbatibles elementos del insulto

Cualquiera puede insultar; desde la antigüedad hasta nuestros días esa es una facultad que depende de la garganta, de la piedra o del lápiz

Juan Cruz
Felipe VI durante un momento de la concentracion en Barcelona contra los atentados terroristas.
Felipe VI durante un momento de la concentracion en Barcelona contra los atentados terroristas.Massimiliano Minocri

Para insultar no hace falta estudiar. No hace falta estudiar periodismo, por ejemplo. Cualquiera puede insultar; desde la antigüedad hasta nuestros días esa es una facultad que depende de la garganta, de la piedra o del lápiz. Los retretes antiguos y modernos están llenos de esa materia que tiene el color que ya imaginan. Ahora se ha unido a la historia el insulto cibernético, que es infinito como el legado de maldad recibido, y aumentado, por el género humano. Célebres ciudadanos del remoto pasado, ciudadanos celebérrimos del pasado reciente, y ciudadanos que gozan hoy de enorme predicamento entre nosotros, deben hoy su notoriedad a su capacidad de saltarse los hechos para cabalgar sobre el insulto.

A ello deben su fama muchos, que son jaleados para que sigan insultando por aquellos que consideran que, mientras no les toque a ellos la ponzoña, todo está permitido. A los que veían darse de tortas a Quevedo y a Góngora les encantaba que uno de los dos perdiera un ojo. En el momento presente el espectáculo, de detractores y de aduladores, se ha convertido en un suculento menú gracias las redes sociales, donde insultar gana puntos a costa de los insultados. El regocijo es el mismo que había en el circo romano. Cuando se levanta una mano para advertir que por el camino del insulto sólo se llega a más insulto, parte de la sociedad se levanta: “¡Y ahora cómo nos vamos a divertir!”

Es una diversión…, hasta que te toca. Cuando el insulto se hace una pelota enorme e intragable, entonces la sociedad se para y empieza a preguntarse: “¿Y si esto que tanto nos regocija no tuviera sustancia? ¿Si estuviéramos asistiendo a un espectáculo que se sostiene en la suposición y en la mentira adornada con la vaselina de la maldad?”

Ahora ha pasado con los insultos recibidos por el Rey, que es un blanco perfecto, en la manifestación de Barcelona. Ciudadanos que mostraban su cara lo acusaban de venderles armas a las dictaduras árabes; sin verficar, como está mandado, la implicación era, no seamos menos papistas que el papa, que el Rey era un asesino, o un cooperador necesario para que se cometieran nada menos que los crímenes de Barcelona. Ese es un insulto muy serio, muy poderoso, inaguantable para cualquier ciudadano, y un tema muy propio para que la justicia pida daños. Pero los ciudadanos españoles (¿y la justicia?) nos hemos quedado mirando para otro lado: “Ah, es el Rey. Le pagan para eso”.

Todo esto pasará, como dice Milena Busquets. Pero cuando eso te toque en la puerta, cuando insultos así cambien de plano, seguramente se levantará la mano: “¡Eh, alto ahí, que es de los nuestros!” El Rey no es de los nuestros, y además que pague por su sueldo, he leído estos días sobre el peso que le pusieron en la frente a Felipe VI. Así que como no es de los nuestros, qué importa un insulto más para el tigre.

El asunto no tiene que ver sólo con el griterío de retretes y paredes, no; se produce también en el periodismo, este oficio; periodistas, o asimilados, se han hecho célebres por insultar, sin verificar la sustancia del agravio, a todos aquellos cuya cabeza es devorada con gusto por los seguidores fieles de tales maestros de la burla insidiosa. Sin otro elemento que la intuición, el rumor o la maledicencia, se han montado grandes circos contra personas cuyo honor se ha ido al garete como antes se iban los nombres propios a las paredes de los retretes. En público y con tinta negra, que es como se sigue haciendo el periodismo.

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El libro Los elementos del periodismo (Bill Kovach, Tom Rosenstiel) recoge nueve elementos que son condensaciones sencillas de la ética que obliga a los periodistas. Dicen algunos de esos puntos: “La primera obligación del periodismo es la verdad. [El periodismo] Debe lealtad ante todo a los ciudadanos. Su esencia es la disciplina de la verificación”. Los que ponen en la gloria a los que se dicen periodistas y son continuadores del viejo oficio de la difamación, sin verificar, sin sustancia, podrían releer, a la luz de esos preceptos, a aquellos de los que son fanáticos de los artistas de la insidia. Tendrían quizá esos condescendientes con la insidia constancia del daño que hace hoy a la sociedad esta especie de imbatibilidad mugrienta del insulto.

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