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Paro, la cronificación de una enfermedad

Los Pactos de la Moncloa marcaron durante un septenio el procedimiento para paliar los problemas de un paro creciente

Trabajadores asturianos de Ensidesa en 'la marcha de hierro' a su paso por Valencia de Don Juan (León) en 1992.
Trabajadores asturianos de Ensidesa en 'la marcha de hierro' a su paso por Valencia de Don Juan (León) en 1992.Alfredo García Francés
Joaquín Estefanía

El paro no era un problema al principio de la Transición. Al finalizar el año 1977 no llegaba al 6% de la población activa, lo que se podía calificar como cercano al pleno empleo. Lo único inquietante era la tendencia: subía poco a poco. Pero en aquel momento eran mucho más graves las tremendas subidas de precios y el desequilibrio exterior. Esa tendencia ha ampliado mucho su vuelo desde entonces, pareciéndose a una inmensa montaña llena de picos de sierra. Descontado el final de la década de los setenta, el punto mínimo de desempleo se dio en el periodo 2006-2007, con José Luis Rodríguez Zapatero de presidente de Gobierno (7,9%), y el pico máximo, en plena Gran Recesión, año 2012, con Mariano Rajoy (27,2%).

Si se repasan estos 40 años se puede considerar el desempleo como el quebradero más constante y permanente de la sociedad española. Otros aspectos de la evolución temporal han cambiado, mas no este. Así, el paro —con todo lo que apareja— significa la cronificación de una enfermedad social. El dilema en la segunda parte de los años setenta, muerto Franco, era cómo legitimar un nuevo régimen y asentar una democracia estable que toleraba una inflación que había llegado al 42%. Cómo edificar una sociedad democrática avanzada que poco tenía que ver con la economía social de mercado que regía en todos los países occidentales. Los políticos de la época, unos más que otros, tenían en cuenta implícitamente lo que el socialista histórico Indalecio Prieto había escrito en Convulsiones de España (Oasis): “No entender políticamente el mundo de la crisis económica y no presentar ante él una política económica coherente constituyó una de las causas del fracaso de la II República”.

Charles Powell, uno de los analistas que mejor ha examinado estos años, escribió en su libro canónico sobre la Transición (España en la democracia 1975-2000, Plaza & Janés) que el problema más acuciante de cuantos tuvo que afrontar el primer Gobierno de Unión de Centro Democrático (UCD) fue sin duda la crisis económica que desde 1974 padecía España; ese Ejecutivo de Adolfo Suárez era plenamente consciente de su gravedad, y ya en el verano de 1976, en sus primeros contactos con los dirigentes de la oposición, el presidente se había referido a la imposibilidad de actuar eficazmente sin la existencia de un gran acuerdo entre todas las fuerzas políticas y sociales.

Si se repasan estos 40 años se puede considerar el desempleo como el quebradero más constante y permanente de la sociedad española

Paradójicamente, los principales intentos para arreglar esta situación no partieron del Parlamento sino del exterior, y solo después llegaron a las Cortes. El más importante fueron los archifamosos Pactos de la Moncloa, icono de la transición económica. En ellos había medidas de saneamiento urgente de la coyuntura (sobre todo contra la inflación); medidas de reforma para tratar de repartir con equidad los costes de la crisis, reestructurar los sectores productivos e instaurar —vía consenso— un sistema de economía de mercado; y medidas políticas y jurídicas de asentamiento de las libertades (que no fueron firmadas por Alianza Popular). Se firmaron en octubre de ese año y los signatarios fueron los representantes de los partidos políticos ante la extrema debilidad de la patronal y, sobre todo, de los sindicatos, que emergían después de 40 años de dictadura franquista y represión. Uno de sus protagonistas más atinados, el vicepresidente político del Gobierno de UCD, Fernando Abril Martorell, sostenía en privado que daba igual lo que se acordase siempre que fuese en la buena dirección; lo importante era ganar tiempo para que, un año después, se pactase la Constitución, sin turbaciones sociales o políticas que lo impidiesen.

Los Pactos de la Moncloa marcaron durante un septenio el procedimiento por el que se intentaron paliar los problemas de un desem­pleo creciente y que se había convertido en estructural. Así se desarrolló en España la teoría de los pactos sociales como instrumento del Estado de bienestar que había nacido en Europa tras la II Guerra Mundial como fruto (quizá irrepetible) de un consenso político en el que participaron los socialdemócratas, la derecha democristiana y algunos liberales, excepcionalmente poco dogmáticos. En esos años se firmaron hasta cinco pactos sociales, el más representativo de los cuales, el Acuerdo Nacional de Empleo (denominado “el pacto del miedo”), fue suscrito apenas unos días después del golpe de Estado del teniente coronel Tejero, en una demostración explícita de la relación entre la política y la economía.

Aquellos pactos sociales, que vistos hoy parecen bastante iniciáticos en sus contenidos, tenían dos características olvidadas cuando se sustituyeron por las reformas laborales impuestas: exigir de cada grupo social la asunción de sus responsabilidades frente a las crisis; y la creencia de que ninguna fuerza política, por más fortaleza parlamentaria de la que dispusiese, tenía respuestas suficientes para imponerlas al resto de la sociedad y superar los problemas.

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