Los días 11 de cada mes
Andriyan y Kalina se casaban el 16 de mayo de 2004. Fueron enterrados vestidos de novios. Él viajaba en tren para acudir al juzgado a firmar por una denuncia de robo que negaba haber cometido
La vida del albañil Andriyan Asenov dio un vuelco a finales del año 2003. Se encontraba trabajando en una obra en el barrio de Salamanca de Madrid cuando una mujer detuvo su mirada en él y le acusó de haberle robado un bolso días antes. Andriyan, de 21 años, lo negó vehementemente. Había llegado a Madrid en el año 2001 procedente de Lukovit (Bulgaria) para buscar trabajo en España. Un año antes lo había hecho su padre, y poco después su madre; los tres compartían con otra familia un pequeño piso en Torrejón de Ardoz. Nadie que conociese a Andriyan, un chico alto y fuerte que su jefe tenía por trabajador aplicado, sospechó de que hubiese robado ese bolso. La mujer llamó a la policía, que se presentó en el lugar y lo detuvo. Permaneció 17 días encerrado, durante los cuales se sometió a dos ruedas de reconocimiento. En la primera, la víctima del robo lo señaló como autor; en la segunda, la mujer señaló a otro chico. La policía lo dejó en libertad y Andriyan volvió a su puesto de trabajo. Sin embargo, tenía la obligación de ir a los juzgados de la Plaza de Castilla los días 11 de cada mes.
Kalina Dimitrova tenía nueve años más que Andriyan. Después de pasar por varios trabajos había encontrado estabilidad en el Hotel Meliá de la Plaza de Castilla, donde se empleó limpiando habitaciones. A los dos los presentó un amiga en común y empezaron a salir juntos. Kalina arrastraba un pasado trágico que la llevó a abandonar Yambol, la ciudad búlgara en la que nació. Allí se había casado; un mes después de la boda, su marido y su hermano se mataron en un accidente de tráfico. Meses después Kalina, una chica menuda, dejó su país para instalarse en España. Encontró piso en Móstoles y trabajo en Madrid. También encontró el amor de la mano de Andriyan. Y a su enamoramiento le habían puesto fecha de boda, el 16 de mayo de 2004. La chica se fue a vivir con Andriyan, los padres de Andriyan y la otra familia con la que compartían piso en Torrejón. Los últimos días de su vida los pasó preparando los detalles de su boda, el banquete, la fiesta y el vestido de novia. En Bulgaria la boda tradicional tenía una liturgia: la familia del novio lo recogía en su casa y lo llevaba a la casa de la novia, que lo esperaba ya vestida, para llevarla a la ceremonia. Como en España todos vivían en el mismo piso, habría que buscar la casa de unos amigos como residencia figurada de la chica.
El 11 de marzo de 2004 Andriyan Asenov ya tenía su traje de boda; Kalina todavía estaba dando las últimas instrucciones a la costurera. Todos los días el chico viajaba en autobús con su padre, también albañil, para ir juntos a la obra. Cuando era día 11 de cada mes, Andriyan primero trabajaba y luego iba a firmar al juzgado a la Plaza de Castilla. En la noche del 10 de marzo, sin embargo, quiso ir con Kalina en el tren de cercanías: ella trabajaba allí, en el Meliá Castilla, y él se acercaría a los juzgados a firmar y luego se incorporaría a la obra. Su padre no le hizo cambiar de opinión: Andriyan prefería hacer el trayecto en el tren de su prometida. Por la mañana, una amiga de la pareja se los encontró en el andén cuando llegó el primer vehículo. “¿No os subís?”. El tren, de una planta, iba repleto de gente. Andriyan le respondió que se subirían al siguiente, de dos plantas: habría más espacio e irían más cómodos.
A las 7.40 de la mañana un estallido detuvo el tren en el que viajaba la pareja. El maquinista Antonio Delgado, desconcertado, fijó la mirada en el espejo retrovisor y vio el andén lleno de humo. En ese momento se produjo la segunda explosión y vio los cuerpos de sus pasajeros saltando por los aires. “Estudiantes, trabajadores, gente muy joven”, contó ocho días después a la periodista Maite Nieto en EL PAÍS. “Vi restos esparcidos por el andén. Me entró el pánico y los nervios, corría de un lado para otro. Me encontré con otros dos ferroviarios que venían llorando hacía mí y nos abrazamos. Era un espectáculo fuera de cualquier imaginación”. En ese momento empezó el drama de las familias de las víctimas del 11-M: llamar a los teléfonos de los pasajeros y escuchar directamente el buzón de voz: “El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura”. Una y otra vez, en algunos casos varios días seguidos.
Adrián Stefanov tiene 22 años y estudia Derecho en Madrid. Andriyan era su primo y su padrino, una figura importante en Bulgaria: el ahijado hereda el nombre y si sus padres mueren, el padrino se hace cargo del chico. Adrián lo cuenta a este periódico mientras recuerda todo lo que ocurrió tras las explosiones del 11-M: la familia reagrupada en una casa de Lukovit, esperando noticias, y en otra de Torrejón, donde no se perdía la esperanza. Sonia Metodieva, la madre de Andriyan, se encontraba sin trabajo en esas fechas. Alrededor de las ocho de la mañana sonó su teléfono: una amiga le informó de las bombas. En El Pozo, en Santa Eugenia, en Atocha…, Madrid era un infierno. Desde ese momento, ella desde Torrejón y su marido desde la obra en la capital no pararon de llamar a los números de Andriyan y Kalina. Ninguno daba respuesta.
La única luz que se encendió ocurrió 36 horas después de los atentados, las mismas que los padres de Andriyan llevaban sin dormir, cuando el jefe del chico llamó a la familia para avisarles de que había un joven en coma sin identificar que parecía su hijo. Los padres de Andriyan se dirigieron al hospital Gregorio Marañón: se encontraron a un joven con el rostro totalmente inflamado, las piernas quemadas e intubado. Sonia, la madre, se echó sobre él: “Es mi hijo, es mi hijo”. “Yo en cuanto lo vi tuve sensación de que no era mi niño, pero estaba cegada”, reconoce Sonia. “Me encontrase lo que me encontrase, iba a ser mi hijo igual”. Su sobrino, Adrian, dice: “En mi familia no podemos olvidar esos días porque mis tíos se quedaron a vivir allí. Compraron una casa con la indemnización y la llenaron con fotos de él, hay fotos de Andriyan en todas las esquinas. No hablan de otra cosa que de él, trece años después. Y todos los días van los dos juntos al cementerio a limpiar la lápida y dejar flores”.
Sonia Metodieva le habló en búlgaro al paciente en coma, le susurró, le cantó. Empezó a rendirse cuando observó que no llevaba al cuello una cadenita de oro con una cruz que no se sacaba nunca. Para entonces otra familia se disputaba al vivo: Stefania, la novia de Alin Stupuru, un chico rumano que viajaba en el mismo tren. La historia del reencuentro de Stefanía con él, con su Gordo, como le llamaba, la contó Luz Sánchez-Mellado en este periódico: al verlo casi se desmaya. “Yo sabía que otra familia lo reclamaba”, dijo Stefanía, “pero me daba igual. Alin era Alin”. La ansiedad de las dos familias terminó cuando la policía judicial le tomó las huellas al paciente: el chico en coma era Alin Stupuru. Al saber que Alin era Alin, y no su hijo, los padres de Andriyan tuvieron que ser ingresados en el hospital. Horas después, previa inyección, les informaron de que Adriyan había aparecido en la morgue. Kalina también estaba muerta, y su familia viajó a Madrid para enterrarla.
Antes del funeral, la costurera terminó de trabajar en el vestido de boda de Kalina. Lo hizo según las últimas sugerencias de la chica, y cuando lo tuvo listo, a la muerta la vistieron de novia. A Andriyan, mientras tanto, le pusieron su traje de novio. Fueron enterrados y ‘casados’ en el cementerio de Torrejón de Ardoz, y sus cuerpos descansan juntos bajo una piedra que les recuerda como víctimas de los atentados del 11 de marzo.
Meses después de la muerte de Andriyan llegó a su casa una citación judicial por la denuncia del robo del bolso; acudieron sus padres a la vista y anunciaron que Andriyan había sido asesinado en los atentados de Atocha, que estaban seguros de que no había robado ese bolso y que la única prueba era la acusación de la mujer, presente en la sala, que además no lo había señalado en una de las ruedas de reconocimiento. El primo de Andriyan dice que sus tíos se quedaron mudos cuando el juicio fue suspendido y la mujer abandonó la sala sin dirigirles la palabra.
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