El equilibrio humano de un lector sin vanagloria
José Antonio Alonso te preguntaba en seguida qué habías leído, qué estabas leyendo
José Antonio Alonso te preguntaba en seguida qué habías leído, qué estabas leyendo; ese era el principio de su conversación casual, callejera. Todo empezaba con Julio Cortázar, una guía para vivir, desde Rayuela a los Cronopios. La alegría de leerlo para compartirlo, como se comparten los recuerdos de la niñez. Vivía con él esa alegría paradójica de las criaturas cortazarianas. Y esa escritura que iba con él hacía que en las conversaciones del barrio (Chamberí, donde vivía) el tiempo pasara con menos gravedad que su risa.
Era muy serio en su trabajo, de juez, de político, pero esa herencia de Rocamadour, de Oliveira, de Calac, de Polanco, le permitió abrazar una práctica poco usual en la judicatura, en la política: la risa. No se tomaba en serio sino aquello que verdaderamente lo merecía. No era maledicente, ni con los suyos ni con los otros, y esa era una sombra buena de su carácter: la vida no ejerció sobre él esa artera contaminación que hace creer que el poder no te hace solo poderoso sino además inigualable.
No estaba dotado para ejercer el oficio de la envidia porque era partidario de la justicia, y ésta obliga a sentir que el otro tiene tus mismos derechos, y que ni siquiera tu inteligencia para interpretar los hechos te dota para ser mejor, y sobre todo para parecerlo. Nadie es mejor ni peor: mirar hacia abajo es un defecto gravemente humano. Él miraba de frente, esperaba de ti lo mejor, y que fuera mejor. No era criticón, esa manera simple de mirar por encima del hombro.
Era un conversador guiado por el entusiasmo. Desgranaba los temas, con sensatez y con sencillez, sin pedantería; explicaba para ayudar a entender; nunca le escuché grasa alguna para que resbalara por ella el prestigio ajeno. El fútbol, el gin tonic, las lecturas. Los otros: ahí, cuando los otros eran de la política, mantenía la sinceridad de la judicatura, y la sencillez que le hacía respetar los defectos como parte de la arquitectura de las personas, de la suya también. Era un juez sin corbata, un político sin papada, un ser humano al que la sencillez del origen lo mantuvo en su sitio, sin vanagloria. Ese sentido del equilibrio le daba el aire de un consejero familiar, o amistoso, y eso es lo que han dicho todos sus amigos y los que no lo fueron sobre su carácter.
Esas combinaciones vitales, sus pasiones profesionales, convocaban sobre él, también, la presencia de Albert Camus, su sentido radicalmente humano de la justicia, aplicada también al ejercicio de la política. Encontrárselo en la calle era una manera hermosa de sentirse conviviendo con un ser humano cuya alegría contagiaba lo mejor de los otros, lo más justo.
Su desaparición deja aquí esa buena sombra y explica porque ahora de todas partes llega el elogio que se merecen el juez, el político, este ser rabiosamente humano que bebía con los personajes de Rayuela y ejercía el oficio de vivir con el vigor que sigue inspirando la lectura de Albert Camus.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.