Una sociedad enfadada y a la espera
España es un país sereno y prudente que reclama cambios profundos
España es básicamente un país sereno y prudente. No pierde fácilmente los nervios, por más que pueda enfadarse. Y enfadado, y mucho, lleva ya casi un decenio. Reclama cambios profundos y no acaba de sentirse debidamente atendido por quienes tienen el deber de representarle.
El 80% de los españoles cree que la actual democracia es el mejor sistema político posible: pero no funciona bien. Y de ello culpa a los partidos. Les reprochan su incapacidad para dialogar y para buscar puntos intermedios de encuentro y acuerdo en vez de tratar de asestarse recíprocos —y por fuerza efímeros— trágalas.
Como el modelo bipartidista acabó pareciendo insalvablemente esclerotizado, la ciudadanía optó por propiciar (como había avisado) un modelo más plural y complejo. Y de ahí el actual cuatripartidismo. Este, por el momento, se encuentra solamente en fase de rodaje.
Los españoles siguen evaluando negativamente la acción política de Podemos, PP y PSOE —por este orden— (solo se salva Ciudadanos, el único que es positivamente evaluado, y también el menos votado). Pese a esta inicial decepción con el nuevo esquema, la ciudadanía le sigue concediendo un claro margen de confianza: dos de cada tres españoles llevan, desde su aparición, considerándolo preferible al anterior bipartidismo.
En realidad, los españoles no piden a sus representantes precisamente la luna: simplemente honestidad, atención al pulso ciudadano, y capacidad de reflejar, en sus modos y decisiones (que ahora, por fuerza, han de ser negociadas y por tanto compartidas) la compleja diversidad de la actual sociedad.
De nadie se espera que represente a todos y , menos aún, al “pueblo” (esa entelequia semántica que, en democracia, no debería tener cabida —salvo retóricamente— pues vela el protagonismo que corresponde al término “ciudadanía”, que connota, como procede, diversidad y pluralismo y no uniforme —e irreal— homogeneidad).
Siete de cada diez españoles entienden que hacer concesiones al adversario político para alcanzar acuerdos no es entreguismo o traición a los propios principios, sino madurez democrática. Falta que lo entiendan así también, de una vez, en serio y por igual, todos los partidos (y, con ellos, las respectivas “militancias”, otra entelequia semántica que bracea por tapar a la única voz que, en democracia, debe ser atendida: la ciudadana).