Transgresiones fútiles
La confrontación ideológica se suple cada vez más por la confrontación gestual


Hay algo que cada vez parece más claro: la dificultad de trasgredir en una sociedad que todo lo absorbe. No es fácil dar con las causas. Muy posiblemente tiene que ver con la pervivencia del paroxismo de la modernidad por lo nuevo. Ser moderno se asociaba al atrevimiento, a la experimentación e, inevitablemente, contenía una valoración positiva más o menos expresa o larvada. Irrumpir en el espacio público con algo original, desconocido y novedoso se convirtió en la auténtica obsesión. Hasta que estos esfuerzos acabaron pulverizados por su continua volatilidad e irrefrenable y vacía reiteración.
Lo que originariamente sirvió para el arte y la moda sigue estando presente en algunos comportamientos políticos, obsesionados por trasladar el valor que tuvieran las vanguardias a la esfera de la política. Ahora ya más como parodia. Véase, por tomar un ejemplo, la decisión de Podemos de que sus líderes no acudieran a los fastos del día de la Constitución. El supuesto valor simbólico del gesto, lejos de desafiar al sistema, se plasma al final en un mero episodio más de la economía de la atención mediática. Algo similar ocurrió en su día con su teatral entrada en las Cortes, su ausencia en el Congreso durante el minuto de silencio por Rita Barberá y tantos otros gestos.
Esta fungibilidad y desarme de lo supuestamente subversivo no es nada extraño. Los anticuerpos del sistema gustan ejercitarse con quienes porfían en retarlo. Lejos de cuestionarlo, lo refuerzan al convertirlos en mercancía mediática. Acaparan la atención, sí, pero al hacerlo lo inmunizan. “Lo que no me mata me hace más fuerte”, que diría Nietzsche.
La tragedia de toda la retórica antisistema de Podemos es que se encuentra presa de la vía elegida para darse a conocer, su irresistible obsesión por la presencia en los medios y su singular activismo en las redes. El continente, lo gestual, al final puede más que el contenido, el núcleo de sus mensajes políticos, disueltos detrás del puro esfuerzo por captar la atención. Ello les conduce al hiperactivismo del “acontecimiento” más que de la verdadera transgresión, les integra en el infotainment y les aparta de la sesuda —e inevitablemente “aburrida”— deliberación.
Es el signo de los tiempos. La confrontación ideológica hoy se va supliendo cada vez más por la confrontación gestual y el agiprop emocional. Las políticas (policies) pasan a un segundo plano. El campo de batalla es la definición de la realidad, su representación. Gana quien consiga que esta se defina de acuerdo con los intereses de cada parte. Pero la política no solo vive de representaciones, sino de decisiones. Para el buen marxista, la interpretación del mundo en principio debe servir para transformarlo. Y esto solo puede hacerse desde dentro de las instituciones, renovándolas y relegitimándolas para propiciar su conexión a las necesidades ciudadanas, no cuestionándolas en nombre de una alternativa ignota o diluida en mera teatralidad.
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