En estado de excepción
El acordonamiento del Parlamento define 10 meses de anomalía con el trauma del PSOE y un Rajoy con nostalgia de rodillo
La expectativa de convertir la investidura en una "fiesta de la democracia" o en una liturgia fervorosa se resintió del estado de excepción policial con que fue concebida. Quizá no quepa forma más desgraciada ni más coherente de resolver diez meses de bloqueo, desgarro político y esclerosis: los representantes alejados por la policía de los representados. Y no solo los manifestantes que se desplazaron a Neptuno, dios del Atleti, espontáneamente movilizados o voluntariamente inducidos, sino los propios ciudadanos o vecinos de Madrid, constreñidos a eludir cualquier acceso a la Carrera de San Jerónimo y a las calles aledañas porque el descomunal operativo policial había convertido el Parlamento en una suerte de cámara acorazada.
No, no había connotaciones lúdicas en el día de la investidura aunque muchas señorías acudieran como quien asiste a una boda, y aunque el tiempo proporcionara un augurio primaveral, catártico al trance de la sexta votación, pues todas las anteriores se malograron desmintiendo la etimología y la vocación dialéctica del parlamento.
Ni siquiera la paradoja de que Rajoy se haya convertido en el presidente del Gobierno investido presidente con menos votos en contra que ningún otro sustrae este 29 de octubre de 2016 de sus connotaciones traumáticas. Lo demuestran las lágrimas de Pedro Sánchez en su ritual de inmolación. Vino hasta el Congreso para entregar el acta, hacerse mártir e iniciar una campaña ambulante y mediática que tanto aspira a alcanzar la orilla de los militantes como a abortar el ingenuo, precario sosiego del PSOE.
Sánchez se ha vengado de Rajoy erigiéndose en la atracción política del sábado. Y se ha vengado de la jerarquía de su partido, añadiendo dramatismo a una jornada que pretendía amortiguar el viraje hacia la abstención, la desobediencia del PSC, la insumisión de ocho diputados, y la investidura oficiosa de Iglesias como líder de la oposición. Oficiosa quiere decir que se la ha adjudicado él mismo, o que se la ha dejado vacante el PSOE en ausencia de un líder reconocible, y que aspira a desempeñarla Iglesias a bordo de una pasarela de sabotaje entre las calles y el Parlamento.
Diez meses de anomalía política requerían una clausura tan anómala como la que se ha producido este sábado entre sirenas, antidisturbios y helicópteros. Intervenciones breves y funerarias. Agitaciones separatistas. El número de Rufián. Y la sensación de que Mariano Rajoy no parece haberse percatado de la precariedad aritmética y política en que se encuentra. Su discurso fue un ejercicio de reivindicación personal y de propaganda benefactora, que evoca la nostalgia del rodillo y que contradice el compromiso del diálogo. Nos decía Rajoy que se le ha investido presidente a él y que se ha facultado a su Gobierno en los mismos raíles de la anterior legislatura. Quiere terminar el trabajo que había empezado, convertir al PSOE en escudero y localizar a toda la oposición en el exotismo inocuo que le representa la radicalidad de Podemos.
Ha capitulado Rajoy como presidente en funciones. Recuperada la plenitud de sus atribuciones, bien puede coaccionar con disolver las Cámaras en mayo o bien puede decantar la legislatura hacia el consenso y las reformas.
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