Ahora, recuperar los valores
No corresponde a los ciudadanos plantear, con detalle y precisión, las reformas que la sociedad pueda necesitar en cada momento. Ni siquiera tras un vendaval tan destructivo como el que estos ocho años ya de crisis están suponiendo en España. Lo que a la ciudadanía le compete, lo que puede competentemente hacer, es levantar acta de cuanto perciba dañado, desfasado o destruido en el tejido social o institucional y reclamar —como es su derecho— urgente reparación. Pero pedirle que acompañe su hoja de reclamaciones con una propuesta concreta de arreglo equivale a desvirtuar las reglas del juego democrático. En un texto famoso de 1925, Walter Lippmann expresó su compasión por el sufrido ciudadano medio al que, con frecuencia, se le otorga la omnisciencia para dar respuesta o solución a cada problema que surja en la vida colectiva. No es así. Esa ciudadanía perfecta constituye, incluso en las sociedades más avanzadas, un ideal inalcanzable. Por eso la democracia —la que realmente funciona— es representativa, y no directa, y por eso existen los políticos. Es a estos últimos a quienes compete definir las reformas concretas atendiendo al malestar expresado por sus representados, sin tratar de endosarles a estos esa responsabilidad.
En estos años, entre ocho y nueve de cada diez españoles han venido definiendo como mala tanto la situación económica del país como la política. Nunca, antes, se había producido un diagnóstico tan unánime y negativamente coincidente, que puede —en este concreto momento— parecer incluso exagerado, pero que debe entenderse no en su estricta literalidad sino como desgarrado síntoma de algo muy profundo y difuso. Cuando el diagnóstico de situación que emite la ciudadanía equivale, en esencia, a que todo está mal, lo que cabe entender que se está cuestionando no es, realmente, tanto esta o aquella dimensión de nuestro tejido institucional, sino el propio escenario político-social en su conjunto. Al mismo tiempo, ocho de cada diez españoles dicen seguir identificándose con el actual sistema democrático (y dos de cada tres con la concreta variante multipartidista del mismo surgida de las elecciones del pasado diciembres) pero siete de cada diez rechazan el modo en que se ha hecho funcionar a este.
La conclusión que se impone parece obvia: la desafección ciudadana, su pesimista negatividad, no tiene su origen en la arquitectura del sistema (por más que este necesite importantes retoques y reformas) sino en los estilos, modos y formas con que, quienes lo gestionan, han tendido a actuar. Lo que, a su vez, remite a una causa más profunda y menos fácil de aprehender a primera vista: para los españoles (y tengan en ello más o menos razón, pero es lo que inequívocamente llevan ya largo tiempo declarando sondeo tras sondeo), la raíz última de todos los males que pesan sobre nuestra sociedad no es sino la generalizada crisis de valores, la total falta de ejemplaridad que pesa sobre lo que, a falta de mejor término —y sin matiz despectivo alguno—, cabe describir como la clase política.
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