El ilustre ignorante
Correa tira de la manta con precauciones y se declara atónito ante los delitos de los que le acusan
La buena reputación de la ignorancia en España explica que Francisco Correa (Casablanca, Marruecos, 1955) haya concebido su defensa desde la estupefacción. No sabía Correa que pudiera ser un delito regalarle un jeep a un concejal, dispensar una comisión a un alcalde, amañar un contrato público con una mordida de 150.000 euros. Y no sabía Correa “qué coño era un cohecho”. Así respondió a los policías que acudieron a detenerlo y esposarlo en su chalé de Sotogrande en febrero de 2009.
Y no se explicaba Correa “qué coño hacía en prisión rodeado de delincuentes”. Lo repetía como una superstición en la cárcel de Soto del Real, adonde fueron incorporándose otros invitados de la boda escurialense de la hija de Aznar. Se ocuparon de cubrirla los periodistas del corazón y han terminado encargándose de ella los de tribunales, un salto de la mundanidad a las galeras que Francisco Correa todavía considera inexplicable. Ni siquiera se lo explica cuando la Fiscalía le reclama 125 años de cárcel, ni cuando los cargos que se le imputan desglosan escrupulosamente la enciclopedia de la corrupción: asociación ilícita, fraude continuado a las Administraciones públicas, cohecho activo continuado, falsedad continuada, malversación de caudales públicos continuada, falsedad de documento mercantil, estafa, prevaricación, delito contra la Hacienda pública, blanqueo de capitales, tráfico de influencias.
La explicación de Correa consiste en que se limitaba a seguir las reglas del hábitat político-financiero. Y que le han pillado a él como podrían haber pillado a otro sagaz corruptor, aunque el megalómano artífice de la Gürtel nunca se ha considerado un tipo cualquiera. Se describía a sí mismo en la Audiencia Nacional como un pionero del marketing en España y como un manantial de riqueza. No sólo la propia, sino la que engendraba a terceros entre dádivas, sobornos y manguerazos de dinero negro.
Y no sabía Correa que estuviera incurriendo en delitos. Tampoco sabía que le llamaban Don Vito, aunque el apodo mafioso aparezca hasta en su perfil de Wikipedia y aunque la fascinación hacia el gánster corleonés le haya consentido sobrepasar el alias restrictivo, prosaico de Paquito.
Así lo llamaban a los 13 años en el hotel madrileño donde se empleaba como botones y donde adquirió familiaridad con la industria del turismo. No desde las grandes responsabilidades, pero sí desde la oportunidad que comporta observar las debilidades humanas en el ascensor y las alcobas.
Correa emprendió su propia compañía en el sector inaugurando la agencia de viajes Pasadena (1994) y predisponiéndola a la organización de eventos y viajes de placer para sujetos cualificados.
Siendo un joven botones de hotel pudo observar las debilidades humanas en el ascensor y la alcoba
Era el embrión de la Gürtel, pero requería para desarrollarla no tanto una conexión ideológica —Correa se definió simpatizante del socialismo en su primera intervención del proceso— como una “sensibilidad” política. Acaso un tesorero-pinturero del PP llamado Luis Bárcenas que parecía embalsamado en colonia y al que hizo la corte durante meses. Y que resultaba inmune a las tentaciones hasta que le requirió por teléfono el primer favor.
—Francisco, necesito urgentemente unas habitaciones de hotel en Madrid. ¿Me las puedes conseguir?
Y Francisco se las consiguió, inoculando en Luis Bárcenas —y viceversa— la conveniencia de un acuerdo fundacional que convertiría la empresa de Correa en cliente prioritario para la organización de congresos, fiestas y mítines. Ya se ocupaba Don Vito de los agradecimientos en dinero y en especie, del mismo modo que prolongaba su influencia a espacios de negocio tan interesantes como el sector inmobiliario y los concursos públicos adjudicados de antemano. Según la investigación, Francisco Correa amañó contratos por valor de 353 millones de euros.
Por eso decía en el juicio, salivando las eses, que había ganado muchísimo dinero. Admitía que había complacido a alcaldes y concejales. Que había suministrado de confeti los cumpleaños de la prole de Ana Mato. Reconocía incluso que las mordidas alcanzaron a los ministerios, pero nunca hasta el extremo de confesar que el titular de Obras Públicas, Francisco Álvarez Cascos, estuviera involucrado en la trama ni que le correspondiera el acrónimo PAC que aparece en los papeles de Bárcenas.
Tiraba de la manta Correa, pero sin dejar desnudos a los antiguos jerarcas del PP. Y neutralizaba con urgencia el escándalo que hubiera supuesto la implicación de Mariano Rajoy en la financiación irregular del partido. Su llegada a la jefatura del PP, dijo, puso fin a la trama y constriñó a Correa a marcharse a Valencia.
Habla tanto como esconde Francisco Correa, quizá para prevenirse de las consecuencias derivadas de un aforismo mafioso aplicado a los arrepentidos: “Cantar, cantaba muy bien, pero no sabía volar”.
Le ha copiado a Aznar
la arrogancia para atribuir a Bárcenas la ingeniería del escándalo
Sostenía el difunto juez Pedreira que el caso Gürtel removería los cimientos del Estado. No es verdad, menos aún cuando el megajuicio a la época oscura del PP —1999-2005— se produce al mismo tiempo que Mariano Rajoy renueva su contrato como presidente del Gobierno.
Ni siquiera Correa ha involucrado a José María Aznar. Le ha copiado la arrogancia y las muletillas —“mire usté”, repetía a la fiscal— para atribuir a Luis Bárcenas toda la responsabilidad en la ingeniería del escándalo. Se trata de demostrar que el PP fue una víctima del tesorero. Y que Bárcenas se quedaba con las comisiones.
La versión tendría más credibilidad si no fuera porque los papeles demuestran una entrañable solidaridad en el reparto del dinero y porque el propio Correa se había convertido en un inquilino de Génova, 13. Declaró en el juicio que la sede del PP era su casa. Que entraba al garaje con tarjeta propia. Y que se cruzaba con Aznar en la zona noble de los despachos, nunca para hablar, sino para intercambiar sonrisas. Ellos sabrán.
Gürtel significa cinturón, correa, en alemán. Y fue el ingenioso sobrenombre que la Guardia Civil patentó para dotar a la trama de cierto cosmopolitismo, aunque puede que Francisco Correa, ensimismado en la ignorancia, todavía no lo sepa.
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